Época de abundante producción editorial, en los setenta y ochenta hubo un mercado de y para la poesía cubana. Por ende, una institucionalidad y una institucionalización. La idea de generaciones poéticas, grupos nucleares alrededor de discursos particulares, se normaliza y se norma. Es decir, se regulan procesos de jerarquización y canonización (escritores ceden a otros el derecho a llamarse escritores) que dicta lo que debe y no debe hacerse, lo que es poesía y lo que no. No será sino con la generación de los noventa que el orden se subvierta, que lo radical y el margen se conviertan en elección deliberada y la divergencia —o, para decirlo con esas palabras tan gratas al régimen castrista, el diversionismo ideológico—, en manifiesto estético. Cambiarían, incluso, los medios de difusión. La crisis económica y la falta de papel significarían un revés para el mercado editorial tradicional y se abrirían camino las propuestas alternativas: el papel reciclado y la plaquette, un soporte propicio para la poesía y de muy fácil distribución. Por otro lado, es el momento en que comienzan a publicarse las primeras antologías de poesía cubana fuera de Cuba, especialmente en México y España. Los poetas del exilio, antes encarnados en los desterrados del siglo xix o en raras avis como Magali Alabau o Achy Obejas, se consolidan como grupo numeroso e imprescindible dentro de nuestra literatura contemporánea. Con ellos, la idea de lo insular adquiere un relieve otro, mira desde otro lugar.

Siendo Diáspora —y su publicación homónima— el más conocido y probablemente el más radical de los grupos de poetas de los noventa (aunque vale la pena acercarse a otras iniciativas más pequeñas y regionales, como la revista matancera Arique), las generaciones de fin de siglo condenaron el lirismo y lo sentimental. Agrios, cínicos, rotos (y eso es un piropo) ejercen la poesía como proeza intelectual y conceptual, incluso a nivel del lenguaje. No hay pathos nostálgico, noche insular ni mar violeta. Nacer aquí no es ya una fiesta innombrable. Como querían los futuristas con los museos, lo importante era destruir la «museabilidad» de la poesía. Con ellos, se profundizó lo que Walfrido Dorta llama «campus-norma versus campus-desvío», ese viejo antagonismo entre oficial-maldito, ortodoxo-herejo, antiguo-moderno que heredamos del siglo xix. La generación posterior, la «cero» (esa etiqueta que los persigue de mala manera. Todo el mundo quería ser cero, como todo el mundo quería ser beat), alcanzará entonces el grado suprematista de la erosión de la poesía. Como en el cuadro de Malévich, donde el blanco se suspende sobre el blanco, los poetas que publicaron a principios de milenio suspendieron lo vulgar sobre lo vulgar, lo nimio sobre lo nimio, lo vacío sobre el vacío. Tenía su ardid: solo los que conocen el oficio —y el pintor ruso lo conocía— eran capaces de jugar con los distintos tonos de blanco, crear volumen y forma. No es tan fácil ser cero. Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina Ríos o Ahmel Echevarría también son buenos pintores.

No obstante, y como es común a toda vanguardia y postvanguardia, la literatura cubana premilenio y postmilenio no ha podido escapar de la trampa: tarde o temprano la fresca novedad se solidifica, se repiten estructuras de poder. Pero de eso hablaré luego. Lo importante es señalar que, de la isla y de lo insular como tema y telos, sólo quedaron apenas rastros perceptibles. Otra blancura, como aquella de la bandera de Jasper Johns. Al fin y al cabo y como dice el joven poeta Ray Veiro (tan joven que no tiene generación y tal vez sea mejor que no la tenga): «La tierra no importa. Patria es abrir las patas y parir un hijo (sin importar tu sexo, a veces nacen por la boca), llamarlo Isla o Península. El nombre tampoco importa. Cuba nunca fue lo más importante».[6]

 

  1. DONDE ME PREGUNTO, TORPEMENTE, POR ESTAS COSAS

Isla del mito y gesta heroica, es imposible (e irrespetuoso) hablar de Cuba sin mencionar, así sea brevemente, su proceso político y la incidencia que tuvo en el campo literario que, a su vez, incide todavía en ese proceso. El ejercicio es penoso y largo. Por ahora, me conformo con señalar que, cuando un partido único ocupa el poder por sesenta años y se instaura como fanaticus de la cultura, la vida de un país se vuelve enfermiza. Como el Belerofonte de Pavese, los que alguna vez fueron héroes terminan siendo viejos locos. Atormentados por el recuerdo de una quimera a la que alguna vez dieron muerte, atemorizan aldeanos con su presencia. Todo corre el riesgo de achatarse, de devenir principalmente oficialidad y resistencia, polaridad. Si a ello le sumamos la falta de acceso a las imágenes del mundo exterior y la censura, las posibilidades de lo plural que acompañan a la vida de ese país, indudablemente se reducen.

Injusto sería no mencionar, también, que los cubanos siempre se rebuscan. Durante los momentos más críticos y represivos, en la isla circularon libros prohibidos forrados con papeles anodinos. Los turistas, los cubanos que lograban salir (así fuese para participar en una guerra) o las películas que ponían en televisión los fines de semana, sirvieron como puente a una realidad que nos estaba vedada; cualquier hueco en el muro se convirtió en paisaje. Pero eso no era suficiente, menos en el siglo de la comunicación. Algo del mundo se nos escapó y no hay estación que lo repare, ni siquiera la salida de la isla. La gente tiene derecho a elegir qué consume, con qué se condena o se salva. Derecho a saber qué pasa afuera, porque nosotros estábamos adentro, doblemente aislados y no hablábamos de países definidos. Estos zapatos me los trajeron de afuera.

Si la década de los noventa fue crucial en el cuestionamiento y la deconstrucción del mito de la insularidad, cosa que permitió a la literatura ampliar sus espacios de enunciación, también pareciera haberlo sido en la fundación de una nueva mitología: la de una insularidad totalmente fragmentada y una literatura en la que lo contracultural parece instaurarse norma. No puede ser de otra manera, los cubanos aprendimos a responder por oposición; me temo que sesenta años de heterogeneidad apagan otros mecanismos de defensa. Y no se trata de un reflejo pasivo, sino de eso que Popper llamó «la lógica de las situaciones», la manera coherente y organizada en la que respondemos frente a una determinada circunstancia que, en nuestro caso, sigue siendo la misma. El esquema parece repetirse en el campo literario, en un deber ser que a veces respira con aire totalitario y no me refiero a la estrecha relación que pueda guardar con la esfera política, sino a una costumbre. Conmigo o contra mí, lírico o antilírico, poeta o antipoeta. Nos guste o no, el imaginario cubano está marcado por la heroicidad y el monumento, incluso cuando somos anti-heroicos y anti-monumentos. Basta pararse frente a cualquiera de nuestros edificios icónicos para comprobarlo. En nosotros, y por desgracia, hasta la ruina es colosal.

Por supuesto, era lógico que, así como el mar cuando es obligado a retirarse, los parias de la literatura cubana reclamaran su territorio. Los noventa fueron el catalizador de una forma de divergencia que confrontó a una cultura y un régimen que, a diferencia de lo que proclama, sigue siendo profundamente colonialista. Desde entonces y hasta hoy, un buen grupo de poetas ha opuesto el carnaval a la Iglesia, lo popular a lo erudito; una escritura desde el cuerpo y su excrecencia, desde la periferia y la ruina, y eso hay que celebrarlo. Linaje de Rabelais, con ello responden también a un país fracasado y en quiebra. ¿De qué mundos hablar cuando el país se cae a pedazos y un balcón se desploma, en La Habana, sobre tres niñas? ¿De qué mundos, cuando el estrecho de la Florida es también un cementerio?

Sin embargo, temo que la herejía corra también la suerte de momificarse. Todavía hoy, buena parte del debate pareciera no querer salir de las aguas viterianas-virgilianas. ¿Qué otras múltiples formas de escribir, de pensar, de resistir desde la literatura nos estamos perdiendo? ¿Cómo repensar lo insular, si es que tal cosa existe, sin caer en lo dicotómico o en la salida tangente y cómoda de las islas que se repiten? ¿Es posible una definición de lo insular que, para decirlo con Adorno, no tienda a eliminar mediante fijadoras manipulaciones de las significaciones, el elemento irritante y peligroso que vive en los conceptos? Si la autonomía literaria depende de la postura frente a un canon que, a su vez, tiende a convertirse en otro canon ¿es realmente autonomía? En tiempos de claves no binarias ¿es posible abandonar la lógica de campos antagonistas? ¿Cómo evitar una noción de insularidad que termine presa de su propia imagen, que no nos obligue a volver a la trampa primera, al Narciso de Lezama?

Sospecho que la poesía cubana —sin importar el lugar donde se produce— debe andar siempre atenta, dispuesta a no convertirse en una sola connotación, una sola significación, una sola manera de ser y hacer; un partido único y su opuesto. Si la isla no es un tema, tampoco puede ser una actitud. Si vamos a despojarnos de esencias insulares, que sea por completo. Al fin y al cabo, Cuba es más que una isla, es un archipiélago —un territorio mayor y cuatro mil ciento noventa y seis islotes y cayos— dentro de otro archipiélago, el antillano y, como tal, lo insular tiene muchas formas de manifestarse. Está en el dolor de Gertrudis Gómez de Avellaneda al partir: «¡Adiós, patria feliz, edén querido! / Doquier que el hado en su furor me impela / tu dulce nombre halagará mi oído»[7]. También en la despedida de Luisa Pérez de Zambrana… cuando abatida vi, del mar salobre / Las sierras melancólicas del Cobre / Sus frentes ocultar, con aflicción profunda y penetrante / me cubrí con las manos el semblante / y prorrumpí a llorar».[8]

Está el destierro de Heredia, en esa larga tradición de poetas emigrantes que escoltan a Lourdes Casal, pues «aun cuando regrese a la ciudad de mi infancia, / cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos, / demasiado habanera para ser newyorkina / demasiado newyorkina para ser, —aun volver a ser— otra cosa».[9]

Vive en la poesía de la puertorriqueña Dolores Rodríguez de Tió que, incluso en otra isla, se encuentra en casa. «Yo no me siento extranjera / bajo este cielo cubano»[10], pero también en la decadencia de Mirta Yañez porque «la demolición abrió pasos / a vericuetos peligrosos / y las emboscadas no se hicieron esperar».[11] Se cuela, sin duda, en los versos de Nancy Morejón cuando viene Richard y trae su flauta, «nosotros que bailábamos desesperadamente al escuchar un timbal un bajo de trompeta un güiro una flauta / reunidos en campaña»[12] y también en el silencio «blanco, ilimitado, / este silencio / del mar tranquilo, inmóvil» de Eliseo Diego.[13] Vuela con el pájaro de Soleida Ríos, ese pájaro de la bruja, que «nada tiene que ver con el sinsonte / el choncholí o la torcaza triste. / Nació, repito, del filo de un machete /no de la hueva blanca de una pájara vieja»[14] o duerme sobre el ataúd del grandfather de Legna Rodríguez Iglesias, donde «hay flores nacionales / ese hombre luchó en una guerra / hace más de sesenta años / una guerra por la libertad / liberarse de lo que ata / es la lucha común».[15] Se rompe en esa patria divida a partes iguales de Laura Ruiz Montes, porque «Maribel vive en Segovia, / en un pueblo de nombre tan hermoso: / Cerezo de arriba, / Maritza está en Toronto, / Orestes es pastor de una iglesia bautista, / y yo aún almuerzo en el mismo lugar»[16] y aterriza en la tierra abandonada y, sin embargo, viva de Noel Alonso Ginoris: «habrá que buscar la raíz más profunda de la soledad y sacarle el polvo. / Quizá así la ciudad se muestre amanecida quizá / al fin / ya no nos importe su torpe luz».[17]

Rota la insularidad primera, institucionalizado el quiebre de insularidad segunda, toca dejar de estar adentro, abarcar la pluralidad. Abarcar los cuatro mil ciento noventa y seis islotes y cayos y, si se puede, ir todavía más lejos. Producir otras vías, crear nuevas lógicas para responder a la inmóvil situación. Garantizar, desde ya, otra autonomía para la poesía cubana. Y no hablo de la gran bailanta de la reconciliación nacional ni enfatizo lo que puede estar sucediendo en el medio de dos polaridades, sino de una política y una poética de lo multidimensional; de apostar por aquello que quería Deleuze, una conciencia dinámica de lo insular y una poesía que pueda pensarse y hacerse desde su especificidad, pero también desde su relación con un campo mucho más amplio, el de su propia tradición. No con espíritu de reconstrucción arqueológica, sino a la manera de T. S. Eliot, como confección de un tejido que fluye. Si lo doblamos, un punto toca otro punto y dialoga. No hay competencia, la obra nueva no se inserta para destruir a la vieja, sino para darle otro lugar.

Un archipiélago (eso que es Cuba) es un conjunto de islas agrupadas en un mismo territorio. Para nosotros ya no hay territorio, espacio fijo. A estas alturas, la historia de la poesía cubana no puede pensarse desde un centro. La Habana o Estocolmo, Cienfuegos o Miami, Santiago o Berlín, al final da lo mismo. La isla se extendió y, en muchas partes, su sueño todavía produce monstruos. Tal vez por eso me gusta la palabra piélagos, lo que denota: una columna de agua que no está sobre plataforma continental. Apareció por primera vez en 1495, tres años después de que Colón pisara América, en el diccionario español-latino de Antonio de Nebrija. Me gustan, además, las divisiones de las zonas pelágicas, que dependen de la profundidad: epipelágicas, mesopelágicas, antropelágica, batipelágica, abisopelágica, hadopelágica. Habitan allí todo tipo de criaturas, algunas pocas veces entrevistas. De todo eso se forma el mar.

Piélago, dice la RAE, es también aquello que, por su abundancia, es difícil de enumerar o contar. Que una poesía pelágica sea, entonces, el territorio común. Corramos el riesgo de romper la cáscara del huevo de la isla.

 

 

[1] Nicolás Guillén. Las grandes elegías y otros poemas. Caracas, Venezuela: Biblioteca Ayacucho. 1984.

[2] Ena Columbié. «La poesía cubana de Nicolás Guillén». En El Exégeta: <http://elexegeta.blogspot.com/2011/10/la-poesia-cubana-de-nicolas-guillen.html>.

[3] Movimiento fundado por José Lezama Lima y José Rodríguez feo, en 1944, en torno a la revista homónima y que reunió a un sinfín de personalidades de la cultura nacional e internacional, que participaron en calidad de colaboradores. Entre ellos, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Gastón Baquero, Wifredo Lam, Juan Ramón Jiménez, Paul Valéry, María Zambrano y Albert Camus.

[4] Gastón Baquero: <http://amediavoz.com/baquero.htm>.

[5] Ana Einchenbronner, «Aún así derribamos algunos templos: lecturas en torno a la isla, Virgilio Piñera y los nuevos escritores cubanos». En Devenir/Escribir Cuba en el siglo xxi: (post) poéticas del archivo insular. Graciela Salto y Nancy Calomarde (comps). Buenos Aires, Argentina: Ediciones Katakay, 2019.

[6] Ray Veiro. Selfie. En Hipermedia Magazine: <https://www.hypermediamagazine.com/hypermedia-stories/selfie/ray-veiro/>.

[7] Gertrudis Gómez de Avellaneda. «Al partir». En Poetisas cubanas. La Habana, Cuba: Editorial Letras Cubanas. 1985, p. 23.

[8] Luisa Pérez de Zambrana. «Adiós a Cuba». Ib., p.67.

[9] Lourdes Casal. Para Ana Vedford. En Solo el camino/Only the road. Eight decades of Cuban poetry. Margaret Randall (Ed. y trad.). Durham, Noth Carolina. 2016, p. 202.

[10] Dolores Rodríguez de Tió. «A Cuba». En Poetisas cubanas. Ob. cit., p. 154.

[11] Mirta Yañez, «La demolición abrió paso». Ib., p. 327.

[12] Nancy Morejón, «Richard trajo su flauta». Ib., p. 310.

[13] Eliseo Diego. «Calma». En <https://www.poeticous.com/eliseo-diego/calma-1>.

[14] Soleida Ríos. «El pájaro de la bruja». En Poetisas cubanas. Ob.cit., p. 340.

[15] Legna Rodríguez Iglesias. «Tregua fecunda»: <http://rialta-ed.com/legna-rodriguez-iglesias-poemas/>.

[16] Laura Ruíz Montes. «A partes iguales». En Solo el camino/Only the road. Eight decades of Cuban poetry. Ob.cit., p.446.

[17] Noel Alonso Ginoris. «XXI». De Como un monte que derrumba. Edición del autor. 2016.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]