POR LEONARDO ALVARADO

Como a muchos países que escasamente figuran en el mapa literario, a Honduras no le ha faltado buena literatura, pero sí buena difusión de la misma. A este mal se enfrentaron los que abrieron nuestro historial literario, como el romántico José Antonio Domínguez (1869-1903) y el modernista Juan Ramón Molina (1875-1908), confinados ambos al exclusivísimo reconocimiento municipal, a pesar de uno que otro espaldarazo transfronterizo. Hay que reconocer que su obra no trascendió, sobre todo, porque ambos poetas se enfrentaron a un medio feroz que terminó aniquilándolos; sus estrategias de supervivencia y su admirable velocidad intelectual no fueron suficientes en un país que pronto se convertiría en una república bananera; la modernización, que iba de la mano con el Modernismo, no alcanzó a estos poetas.

Ambos poetas clausuran el siglo xix y abren el xx, tanto ontológica como literariamente. En primer lugar, con ellos comienza uno de nuestros grandes dilemas: la relación conflictiva con un medio que dificulta la subsistencia tanto de espacios de creación como del mismo poeta. Molina es nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo que luego se transformará, en otros poetas, en compromiso político. De hecho, es en el Modernismo donde comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos, Molina y Froylán Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de Sandino. En otras palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará definiendo nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo general, aunque esto no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente personal, mientras la prosa, especialmente la crónica, podía llenarse de historia, sobre todo al adoptar el discurso antiimperialista. Esto explica que Molina y Turcios escribieran crónicas y artículos incendiarios en contra de la ocupación norteamericana, sin dejar de ser simbolistas y parnasianos en sus textos personales.

En segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre todo, en la de Molina, comienzan a definirse los que, en mi opinión, son los cuatro discursos que han dominado nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético. Quizá no haya poeta hondureño que no se mueva entre estos discursos. Reconozco la prevalencia de los dos primeros, lo amoroso y lo militante, a lo largo del siglo xx; Roberto Sosa (1930-2011), quien sigue siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional, está marcado por esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro poeta de su generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán Castelar (1941), Rigoberto Paredes (1948-2015), José Luis Quesada (1948), Galel Cárdenas (1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e, incluso, a quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951), José González (1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949) y David Díaz Acosta (1951).

Aunque esto suene a encasillamiento, no hay duda de que estos poetas comparten rasgos esenciales en términos generacionales y discursivos. Tampoco hay que negar la importancia de la presencia de Roberto Sosa, quien influye en muchos de ellos y a veces termina eclipsándolos.

Otros poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho más privada y hasta hermética, marcada por preocupaciones existenciales que se traducían en dilemas metapoéticos; esta línea, que no llega a ser corriente, proviene de Domínguez, pasa por Jorge Federico Travieso (1920-1953), se formula con mayor claridad en Oscar Acosta (1933-2014) y alcanza su mayor expresión en Antonio José Rivas (1935-1995) y Edilberto Cardona Bulnes (1935-1991); más tarde aparece concentrada (quisiera decir, crispada) en Livio Ramírez (1943), quien vuelve a Molina y se replantea los conflictos éticos y estéticos del Modernismo. Con un tono y preocupaciones distintas, a esta línea pertenece parte de la poesía de Segisfredo Infante (1956).

Tras esta nómina de hombres, en lo que a la poesía escrita por mujeres se refiere, el siglo xx estuvo dominado por Clementina Suárez (1906-1991), quien, desde los años treinta, irrumpió con una poesía anómala, por su rebeldía y heterodoxia, en un medio que seguía siendo provinciano; la poesía amorosa se volvió erótica y el oficio de poeta se planteó como un compromiso ético que adoptó un discurso no político, sino civil. Para las poetas de los ochenta y noventa, Suárez se convirtió en la poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.

Nuestro siglo xx no estuvo marcado por la ruptura, sino por la transición generacional; no hubo en nuestra poesía esos enfrentamientos generacionales feroces que ocurrieron entre poetas de tantos países. Quizá se deba a que la mayoría de los escritores frecuentaba los mismos espacios y, sobre todo, al traspaso de posiciones éticas y estéticas frente al medio, la situación del país y el papel de la poesía; un título de Fausto Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa que todo fuera armonía, pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho, de un mismo grupo, nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del oficio.

Dramas públicos, apegos privados

La escisión modernista entre la persona pública y la privada se profundiza y llega a definirse por completo en la llamada Generación de la Dictadura. A pesar de haber crecido en el período de la dictadura de Tiburcio Carías Andino (1932-1948), la persona pública de estos poetas se definió por dos circunstancias históricas: la Revolución Cubana y el movimiento izquierdista centroamericano que se inició en los años sesenta. De ahí provienen los dos libros que definen la poesía comprometida de Roberto Sosa: Los pobres (1969) y Un mundo para todos dividido (1971). Estas circunstancias también fueron esenciales para libros como El fugitivo (1963) y Cifra y rumbo de abril (1964) de Pompeyo del Valle. Sin embargo, ambos poetas llegan a un choque violento con la realidad después de haber establecido una relación directa y hasta íntima con las cosas en sus primeros libros. A pesar de la militancia política, nunca abandonaron este tono en su poesía. De hecho, Pompeyo del Valle volvió por completo a la poesía amorosa en sus últimos libros. Así, esa relación sencilla y hasta inocente con las cosas reaparece, para el caso, en Caligramas (1959) y Muros (1966), de Roberto Sosa. En «Tegucigalpa», del segundo libro, dice: «Vivo en un paisaje / donde el tiempo no existe / y el oro es manso. / Aquí siempre se es triste sin saberlo. / Nadie conoce el mar / ni la amistad del ángel. / Sí, yo vivo aquí, o más bien muero. / Aquí donde la sombra purísima del niño / cae en el polvo de la angosta calle. / El vuelo detenido y arriba un cielo que huye (1966, p. 24). Y en «Niños del arroyo», de Pompeyo del Valle: «Los niños del arroyo juegan con pequeños / trozos de luna que sacan del agua sucia. / Los niños del arroyo fabrican, con estos / pequeños trozos brillantes, agudas navajitas / con las cuales se complacen en herir alegremente / el corazón de sus madres tristes» (1991, p. 32).

Un elemento que define a estos poetas, así como a los otros miembros de su generación, es el uso que hacen de la metáfora, producto de una relación con el lenguaje que se vuelve esencial en la poesía posterior. No es que en estos primeros libros se busque la expresión directa, sino una nueva retórica que se afianza en una metáfora iluminada por la sencillez cotidiana: «trozos de luna que sacan del agua sucia». Hasta el espacio se prestaba a este tipo de poesía. Precisamente, en el poema de Sosa reaparece ese sabor provinciano de Tegucigalpa que Molina detestaba. La diferencia estriba en el hecho de que Sosa encubre ese color local, que atrapaba a Molina, a través de un discurso metafórico que universaliza la experiencia en la provincia. Por otra parte, el polvo de las calles angostas, del primer poema, y los arroyos de agua sucia, del segundo, delatan esa modernidad periférica que define el carácter de la ciudad. La sombra de la crónica modernista se pasea por ese «cielo que huye» en el poema de Sosa. Además, en los poemas citados hay una atmósfera de violencia —el niño que cae en el polvo, en Sosa, o las navajitas que hieren a las madres, en Del Valle— que impide volver a esa relación sencilla y transparente con las cosas que se encontraba en la poesía anterior. Las influencias eran otras, sobre todo la Generación del 27, Vallejo, Neruda, la poesía italiana, etcétera. Luego vendrían el Surrealismo, la Antipoesía, la poesía alemana, Eliot y Pound, por mencionar a algunos. Si la poesía hondureña anterior no había pasado, por decirlo así, por 1922 —año esencial para la literatura contemporánea por la aparición del Ulises de Joyce, La tierra baldía de Eliot, Trilce de Vallejo y Altazor de Huidobro—, nuestra tardía vanguardia estaba empeñada en ponerse al día. Esta vanguardia es, en realidad, una postvanguardia que logró darle otra dimensión a nuestra literatura, incorporándola al universo descubierto por Vallejo, Huidobro, Neruda y los poetas españoles del 27. Sólo así se explica esa renovación lingüística, sobre todo metafórica, impulsada por esta generación. Esto generó una obra que, si bien ha sido muy diversa, se ha caracterizado por la convivencia de los dos proyectos ya señalados: el público, sobre todo en Sosa, Del Valle y Nelson Merren; y el privado, especialmente en Oscar Acosta, Antonio José Rivas y Edilberto Cardona Bulnes. Esto no implica que la separación sea absoluta y que estos poetas no compartan temas y actitudes similares.

Sin duda, Cardona Bulnes está más cerca de Acosta y, sobre todo, de Rivas que de los otros poetas del grupo. Desde sus primeras publicaciones los tres han mantenido una actitud de reserva y hasta de silencio en todo lo que se refiere a su quehacer literario. Por varias circunstancias, Cardona Bulnes y Rivas llevaron al extremo su silencio, pues se retiraron a su ciudad natal y no salieron sino poco tiempo antes de morir. Acosta, en cambio, ha tenido una vida pública muy activa, pero esto no ha alterado la privacidad en que se ha mantenido su poesía. Su caso es similar al del mexicano José Gorostiza, quien nunca abandonó esa actitud de retiro a pesar de sus labores de gobierno y, sobre todo, del enorme impacto de su obra. Esta actitud personal es consecuente con la obra. El proyecto de Acosta consiste en construir una poesía totalmente privada cuya singularidad y hermetismo, como luego ocurrirá en Rivas y en Cardona Bulnes, es producto de exploraciones con el lenguaje casi sin antecedentes –ni mucho menos seguidores– en la literatura hondureña. Desde su primer libro, Poesía menor (1957), la lectura de la poesía de Acosta siempre será «en voz baja», incluso cuando se trata de temas civiles: poemas a la patria, a un héroe nacional o a una ciudad.