Como en el caso de Becerra, en la poesía de Salvador Madrid existe la presencia constante de una amenaza que se vuelve mucho más tenebrosa por ser impredecible. Se trata del mismo conflicto histórico al que ahora les toca enfrentarse a estos poetas. La respuesta es un discurso metapoético, quizá como la única forma de encarar el grave asunto de la supervivencia creativa y existencial; esto de ser «cronista de los despojos» («Ordenanza del caído», de Mientras la sombra), puede fácilmente convertirse en una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes amenazó a tantos poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con claridad, como ocurre en la poesía de Salvador Madrid, quien dialoga directamente con el mundo interior y con el mundo transitado por la tradición. Reconocerse o no parte de una tradición fronteriza no es una de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable por compartir historias y espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos poetas constituyan una generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en ellos temas y preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz reconocible, lo que no es poco decir. Todo ellos también comparten la convicción de que, en un país empecinado en hacerle honor a su nombre, los libros, como dice Funes, no nos dan «la prueba del cielo», pero sí de la existencia.

Ese afán de ser distintos del pasado inmediato para conquistar su presente, como decía Monsiváis, lleva a los jóvenes de cada generación a inventarse precursores, como quería Borges. Quien se vislumbra como uno de esos precursores, y, hasta ahora, el más significativo, es Edilberto Cardona Bulnes, el poeta ninguneado por sus pares y ahora rescatado tanto por narradores, como Mario Gallardo, Giovanni Rodríguez y Gustavo Campos, como por poetas, entre ellos Marco Antonio Madrid, Salvador Madrid y Rolando Kattan. No existe el peligro de que Cardona Bulnes termine eclipsándolos, como el efecto que Roberto Sosa tuvo en algunos de los poetas de los 70 y 80; se trata, más bien, de reclamarlo como maestro porque su obra, como la de estos jóvenes, se aleja de la inmediatez del discurso histórico-político que marcó, en gran medida, a dos generaciones: la de Sosa y la de Adán Castelar. Los jóvenes también reconocen en Cardona Bulnes lo que Foucault llamaba una mala escritura, es decir, la escritura que se rebela al canon literario y sociohistórico: se rompe, así, con una tradición discursiva, aunque esa ruptura no sea total; como mencioné, no dejamos de pagar una deuda con nuestros antepasados, sobre todo literarios.

Este dilema al que se enfrentaron por primera vez románticos y modernistas entre tradición y renovación reaparece, para el caso, en Animal no identificado (2013), de Rolando Kattan, quien, como Cardona Bulnes, busca la tradición afuera, aunque no se desprenda del todo de los confines nacionales. Su libro se inscribe en el afán borgiano de la historia universal, y tiene la virtud, no muy frecuente en la poesía hondureña, de no tomarse tan en serio y hasta llegar a deleitarse en los pequeños accidentes de la Historia, como en su «Tratado sobre el cabello», poema en el que al despeinado Einstein le sigue Hitler, «el de los cabellos más ordenados» (2013, p. 16). Por esa necesidad que padece todo escritor de «ordenar hacia atrás la historia literaria que conocemos», como dice Beatriz Sarlo (2016), vale decir que en la poesía de Kattan se reconoce al lado del humor intelectual, de corte borgiano, que Rigoberto Paredes introdujo en la poesía hondureña, el tono sentencioso presente en la poesía de los jóvenes antes mencionados. Es decir, tradición y renovación. Pero, repito, Kattan busca otras tradiciones como muy pocos poetas hondureños lo han hecho; esto le lleva a recorrer otras geografías intelectuales y humanas, desde la poesía china («A mi lado alguien lee un libro escrito en mandarín»), hasta las islas del Pacífico: en su hermoso poema «Kiribati», la infancia y el futuro se buscan en una isla que, a pesar de la lejanía, se vuelve parte de la mitología literaria, geográfica y personal. Volvemos a la necesidad de inventarse mitologías y, en este caso, de buscarlas, aunque esta vez no sea en las sagas nórdicas borgianas sino en la inmediatez y portabilidad de Wikipedia. Pero no todo es búsqueda transfronteriza, pues en este libro también están las calles de las Honduras, la cabañuela, las canicas de la infancia, la botánica nacional con sus árboles («Poética») que recuerdan aquel almendro del patio que no les falta a tantos poetas hondureños, como el buey dariano. Buscar otras tradiciones no implica desapego de la tradición reconocible; esto se hace por elección o convicción. Esta no es una anomalía, pues el mismo Borges pasaba de Evaristo Carriego a Stevenson. Lo que persiste, invariablemente, es el dilema, al que tanto he aludido y que ni románticos ni modernistas fueron capaces de resolver.

A la velocidad intelectual modernista los jóvenes responden con una proliferación de publicaciones autogestionadas y de pequeñas editoriales independientes que ha acelerado la producción de libros. A esto se suman la promoción y, sobre todo, la autopromoción cibernéticas. Habrá que darle tiempo a este torbellino para tener una idea más clara del panorama de la poesía hondureña de principios de siglo. Sin embargo, no sorprende que algunos de estos jóvenes se enrumben por los caminos predecibles de toda iniciación poética: Rimbaud, Bukowski y, sin desentonar, el infrarrealismo de Bolaño; no es casual que Cardona Bulnes entre en esa nómina de anómalos. Tampoco sorprende que vayan de la tradición oriental a las «tierras altas» del interior, del universo al patio, de las grandes urbes literarias a Tegucigalpa.

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