Lo hace, con gusto. Ningún enmascarado lo retiene; tampoco se trata, como antes, de ejecutivos, empleados y pudientes. Todos se parecen un poco a él. Sube y desde que comienza a hacerlo su cuerpo repite, célula tras célula, aquella experiencia de su plenitud. La ciudad se adhiere a su piel, lo eleva, lo deja ante cielo, calles y avenidas: la ciudad es él, en su plenitud de antes, porque la altura borra el deterioro. Siente las altas fachadas como aletas de su nariz, los ruinosos ventanales como miradas inquisitivas, el escaso tráfico de abajo en sus rodillas. Y sobre todo, cosa que no se advierte al caminar las calles, la inmensa alfombra o cúpula, de cambiantes tonos, que integran los árboles de parques, barrancos, colinas, suspendidos junto a puntos claros de casas y edificios; porque la ciudad también es un doble bosque –construcciones y plantas– que palpita en el verdor.
Controla la excitación y decide bajar. Como sabe, el tiempo es adecuado. Los otros deben estar a la misma distancia; y coincidirán, para asombro de militares, poderosos y narcos, en el lugar exacto. Ahora reconoce el gesto incierto del muchacho en las noches. Su cualidad. El hombre del antifaz verde va hacia el punto exacto. Por un segundo, mientras avanza, atraviesa la sensación de fracaso.
LOS TRES
1
Otro detalle raro: las dos mujeres enviaron sus mensajes el mismo día. Una, con su voz; la otra, mediante un largo escrito. Ambas estaban en remotas regiones del planeta –y quizá fuera de este–.
Él sabe que en su oficio es uno de los últimos de esta época y que quizá solo sea ejercido por cuatro o seis especialistas en el sistema astral.
Esto último nunca lo había pensado así. Se formó y lo ha practicado durante toda su vida con naturalidad, aun en las condiciones difíciles de su país. Desde hace décadas los habitantes son conscientes del cerco que los aprisiona. Ejército y traficantes sometieron aquí a millones de personas como lo vinieron haciendo en todo el continente. En algunas regiones, fingiendo procedimientos democráticos, en otras directamente con la violencia. Ese primer límite opresivo casi parecería –visto desde fuera– como una opción lógica de gobierno: el poder finge mecanismos de libertad que son ficticios; es la gente, en su movilidad diaria, la que puede dar testimonio y sufrir la mutilación de sus derechos, placeres, necesidades, expansiones.
El otro cerco es más reciente y ondula por todo el planeta con variaciones: una plaga invencible –despertada de su sueño milenario o salida de un laboratorio, por error o por cálculo político– extermina o paraliza a poblaciones enteras. El individuo está obligado a permanecer en casa –como quiera que esta sea, ruinas o un palacio ultramoderno–, a salir cubierto por uniformes severos para adquirir alimentos y agua, imposibilitado de frecuentar a los demás y de utilizar los restos del transporte público; mientras los poderosos poseen naves rapidísimas. Aquí la tecnología de otras naciones solo es adquirida por ellos.
En aquellas la vida cotidiana ha sido alterada por la plaga, pero lo esencial se mantiene normal.
Tampoco es seguro que la amenaza continúe o sea cierta para la gran población del continente. Se previó un año para combatirla. Muchas señales indican que ya desapareció y que la terrible cortina de desinformación lo oculta, en beneficio de los dominantes.
Él considera que esa es la verdad y que, por una absurda paradoja, su oficio, casi secreto en estos momentos, eleva su relevancia y clandestinidad debido a ella. Puede aclarar pertinaces malentendidos, excluir falsos prestigios, proponer consagraciones.
No es extraño que reciba peticiones; la gama es amplia y por momentos puede resultar cómica. Por la voz y por ciertas palabras en el mensaje escrito, valora que ambos han sido concebidos por personas de esta nación.
Él no había nacido en esta ciudad, sus padres sí. Ninguno de ellos aprobó el proceso de su formación. Preferían que fuese piloto espacial o técnico virtual o botánico de asteroides, pero sin saber cómo se enamoró de su propio idioma o de los intrigantes volúmenes en que fue escrito. Para los antiguos, un trabajo como el suyo pudo ser denominado de bibliógrafo (si este vocablo existiera hoy). Como la edad para la población estaba controlada, apenas murieron sus padres abandonó el país de hielo, polar, y vino a los orígenes de ellos. Sus años iniciales aquí, donde encontró valioso material para laborar, fueron casi felices. De no haber surgido la plaga universal habría ingresado a la lucha contra los poderosos y, lo cree, de algún modo en poco tiempo habrían vencido.
Al comienzo no dio importancia a los dos mensajes simultáneos; tenía trabajo serio que cumplir. Una tecnología aplastante servía a los mandatarios para ejercer el dominio, pero, en su caso, también podía ser hurtada, filtrada para otras finalidades. Su oficio lo había inclinado a eso desde el comienzo y entonces mucho agradecía a los padres que lo hubiesen obligado a tener una formación multidisciplinaria, como decían ellos.
Tras la sociedad primitiva, tribal, de obediencia y alimentación para bestias (la población) ya instaurada aquí, persistían agudísimas interrogantes, búsqueda de soluciones casi delirantes para inquietudes filosóficas, históricas, políticas, estéticas. Se originaban desde agrupaciones y personas secretas –academias, hubiesen anotado varios milenios antes, o eruditos– y, aunque su trabajo bien remunerado –no solo con dinero– lo hubiese puesto en su contacto, nunca hubo otro tipo de relación con ellas. Esas interrogantes estaban asentadas en el lenguaje.
Por ejemplo, se quería determinar si aquel tratado sobre un hombre casi animal, fraguado por autores que necesariamente debían ser ciegos, era el retrato de uno de ellos o la duplicación del llamado dios o una criatura inofensiva e irredenta, cruelmente elegida para ejemplo cuando nada suyo podía ser modélico.
Se le proponía también hallar, mediante fórmulas, una clave que permitiera vivir paralelamente, sin enfermedades, a través de sonidos equivalentes a sílabas. O detectar en qué medida matemáticas y física no eran más que una ilusión siempre postergada de palabras que nunca lograrían conclusiones. Muchas veces, él padecía el desconcierto de estar afrontando caprichos, juegos estériles, y aun así aceptaba la tarea, intentaba resolver con fórmulas de silencio, sonido, cifras el enigma. Pocas veces, según los solicitantes, cayó en el fracaso.
Los años –¿años?– le habían aportado cálidas designaciones para su oficio. Al comienzo, cuando era él quien ofrecía sus servicios, utilizó un vocablo casi divertido –tal vez eso contribuyó a la rápida difusión de su trabajo–, pero los mismos interesados fueron utilizando nombres y fórmulas que, si bien lo extraviaron un tanto, también le permitieron dar jerarquía a sus respuestas y resultados. Y quizá todos ellos tenían alguna certeza sobre la cual inicialmente no se interrogó, sino que la empleó para dar contorno riguroso a sus proposiciones. Muchas de ellas, lo reconoce hoy, circulan y son apreciadas y, ¡cómo no decirlo!, sostienen su prestigio. Rápidamente, ahora que ambas mujeres lo acaban de consultar, se las repite, con buen humor: ecdótica, anaskópisi, kriticos, cribum, cernere, criticus…
Después dedicó un tiempo obsesivo a analizar esas fórmulas y sus orígenes, rasgos, implicaciones y continuidades.
Sin embargo –y sabe exactamente cuándo se hizo consciente de eso, aunque ahora no interese, al descubrir que quizá una decena de buscadores extraviados en el planeta, o fuera de él, acudían al mismo tipo de investigación–, aceptó que hasta lo nimio de alguna de sus tareas, todo, quedaría registrado en una perenne red que dependía de él y, tal vez, de sus rivales o imitadores. Estar en ella es pertenecer al tiempo futuro, contribuir con él, revivir. Tiene la íntima sospecha de que su sistema también caducará, aunque nadie lo vislumbre así. Él no puede establecer el porvenir, apenas alimentar alguna de sus frágiles raíces, como cualquiera; pero no debe sugerirlo siquiera. Y tal sed de futuro pudiera haber impulsado a las dos mujeres para hacer contacto con él.
En verdad, no hubiese retomado los mensajes de ellas –ya los había clasificado como prescindibles– si, de manera curiosa, ambas no hubiesen insistido, sin saberlo, de nuevo el mismo día y a la misma hora. Y, por causas insólitas, haber elegido en el vasto océano de los iconos el mismo, idéntico, para identificar sus correos.
Heina –y el hombre hurgó en sus archivos de años: encontró que era la misma quien décadas atrás había menospreciado varios de sus primeros trabajos, quizá con razón, y hasta los había excluido de sus reconocidos «informes» anuales– fue bella, delicada y elegante: la ve caminar y dictar cursos, hablar en idiomas remotos con fluidez, porque la red conserva innumerables apariciones suyas. Ahora pueden tener la misma edad. En ediciones virtuales recientes su voz acompaña imágenes clásicas de pinturas y manuscritos; ella no aparece.
Cuando reabre el mensaje reciente descubre, para su sorpresa, que Heina no le ha enviado uno de aquellos eruditos trabajos por los cuales es valorada mundialmente; no se trata de mostrar su asesoría en alguna consulta o comparación entre obras muy antiguas. La mujer, a quien nunca ha visto, le remite algo como una écfrasis imposible: un escrito multilingüe, interminable. En su pantalla, él acelera el vistazo: sí, es algo que insiste en tonos épicos, que evoca a Jenófanes –«Mejor que la fuerza de hombres o potros es, de verdad, mi saber»– y a Milton, pero que asoma instantes amorosos, sutilezas y traiciones. Solo una revisión detallada le informará del contenido total. (Más tarde concluirá que es una autobiografía críptica, lo cual aumentará sus interrogantes: ¿Por qué me elige como su analista?). Pero no está claro el motivo por el cual ha sido enviada.
El otro mensaje es de Maricruz Honey Salvatierra y Yem, de quien todos saben todo: una lubricante reina de belleza –aunque a él, ahora que la evoca, nunca le gustó su boquita–, quien de manera natural pasó a la radio y de allí a las redes informáticas conocidas hasta hoy. Solo habla con la mixtura oral de moda, vaga, imprecisa, casi como una risa. Nunca envejece –disciplina gimnástica– y su actitud desafiante le ha creado una fama merecida de intransigente. Es morena, de largo pelo que recoge atrás evocando a Kim Novak en un deteriorado film de suspenso. El hombre ha respetado su valentía al entrevistar a perseguidos políticos y al denunciar abusos en el medio noticioso.