POR VIRGINIA CAPOTE DÍAZ
Que la figura de García Márquez ha funcionado como una moneda de dos caras para Colombia y su literatura es una idea ampliamente señalada por la crítica desde la época del boom. Al hecho de haberle dado visibilidad a la literatura nacional por el planeta durante décadas se superpone el silenciamiento que la mayor parte de los escritores de su generación ha sufrido y sigue sufriendo para lograr una posición a la altura de su literatura en un supuesto canon internacional. Además, si ya de por sí ha sido difícil resaltar como escritor en Colombia debido a la figura deslumbrante del nobel de Aracataca, dicha dificultad se torna mucho más evidente si son escritoras aquellas que pretenden dar a conocer sus propuestas. A pesar del empuje evidente que la literatura de mujeres ha tenido en los últimos cincuenta años —un fenómeno que hoy, con la irrupción de la nueva literatura colombiana, sigue manifestándose de forma cada vez más vehemente— es notorio cómo el discurso oficial, en su vertiente política, social y, sobre todo, literaria, sigue dominado por la impronta masculina en muchos aspectos (Osorio, 2005, 109), y mucho más si nos referimos a autoras coincidentes temporalmente con los tótems del boom latinoamericano, que se ven opacadas por el prestigio que la crítica literaria, los procesos de recepción y los espacios de divulgación cultural siguen concediendo de manera sistemática a las plumas de escritores de este período.

Por regla general, el trabajo de mujeres que se han expresado mediante modos diferentes de escritura, estrategias novedosas y técnicas dispares en el manejo de lo literario, ha permanecido ensombrecido y relegado a un espacio periférico, diferente y alternativo en cuanto a lo que se consideran las grandes obras de los «autores más consagrados» (Navia Velasco, 2005, 13). Muchos de los textos escritos por mujeres han permanecido inéditos, otros han contado con ediciones de corto tiraje (Jaramillo, 203), y otros no han alcanzado la difusión nacional o internacional merecida en programas formativos, premios literarios o estudios críticos de envergadura. Éste es el caso de nombres propios y obras de autoras como Marvel Moreno, Fanny Buitrago, Mary Daza Orozco, Flor Romero de Nohra, Ana María Jaramillo, Rocío Vélez o Meira Delmar, cuya producción coincide en el tiempo con el momento de esplendor de la obra de García Márquez y la recepción masiva en Europa de narrativa latinoamericana. E igual ocurre con Albalucía Ángel, una escritora de tremenda relevancia tanto por su trayectoria, como por el valor estético de unas propuestas narrativas que, sin embargo, no han calado en el canon de la literatura latinoamericana en armonía a la calidad que profesan. Como ha señalado Raymond L. Williams, la obra de Ángel, en contraste con la de otros grandes escritores de su generación, ha sido frecuentemente ignorada en los manuales de historia de la literatura hispanoamericana (32). También Óscar Osorio señala éste, «uno de los casos más lamentables de silenciamiento enojoso». Siendo Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (en adelante La pájara pinta) su obra más leída, ha sido y sigue siendo bastante desconocida por la crítica y por los lectores comunes. Incluso dentro de los paradigmas literarios nacionales, esta obra no llegó nunca a alcanzar el éxito editorial que lograron otras novelas de la violencia (187).

A pesar de que desde el inicio del nuevo milenio los suplementos de prensa colombianos y multitud de voces críticas del latinoamericanismo se han propuesto rescatar el trabajo de Albalucía Ángel —desde Osorio, Navia Velasco y Williams, hasta Gutiérrez o Elston, entre otros— y, en consonancia, encauzan sus trabajos de investigación con el firme propósito de visibilizar un trabajo injustamente acallado más allá de las fronteras nacionales y fuera del colombianismo, no se ha logrado aún un impacto firme y una recepción global sólida de su obra en comparación a la de otros autores colombianos como García Márquez, Fernando Vallejo, Juan Gabriel Vásquez o Laura Restrepo. Las razones de la falta de reconocimiento de su obra en un contexto global no son siempre fácilmente identificables. Por ello, además de por añadir una aportación más a los esfuerzos realizados para lograr la visibilidad merecida de la propuesta estética de la escritora colombiana, articulo este ensayo con el objetivo de arrojar luz a las siguientes cuestiones: ¿cuáles han sido las causas de la falta de reconocimiento de la obra de Albalucía Ángel en la literatura mundial?, ¿cómo se definen los aspectos, técnicas y temáticas más originales de su propuesta? y, por último, ¿cuáles han sido los grandes aportes de esta autora a las letras de su generación?

 

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A mediados de la década de los sesenta esta crítica de arte, periodismo y cine de la escuela de Martha Traba, nacida en Pereira en 1939, coge su guitarra y sus ideas y pone rumbo a Europa, donde se relaciona con el grupo de intelectuales que conformaron el boom. En ciudades como París, Roma, Londres y Barcelona escribe sus dos primeras obras: Los girasoles en invierno (1970); y Dos veces Alicia (1972). Desmarcándose de la tendencia del momento y creando de manera precoz un estilo propio, vanguardista y experimental, Albalucía Ángel construye dos relatos con los que, incurriendo en el cosmopolitismo, cristaliza la experiencia de su viaje a Europa. Esta primera etapa de escritura es la menos local en el sentido territorial del término, pues haciendo uso de escenarios del Viejo Continente —Londres y París, fundamentalmente— elabora un discurso de cariz autobiográfico, en diálogo intertextual con la tradición literaria europea y colindante a lo fantástico, que enmarca la experiencia del viaje. En la primera novela, la voz de Alejandra lleva a escena, no sólo las obras de Ray Bradbury, sino también espacios y lugares; artistas, escritores y pensadores que, como ella, transitaron por los centros europeos de prestigio cultural. En la segunda, haciendo uso del estilo más cortazariano, del microcosmos mágico de Lewis Carroll y de la tradición detectivesca británica, cimienta un relato protagonizado por una mujer que escribe un cuento sobre un personaje llamado Alicia desde la pensión londinense en la que habita.

Pero Albalucía Ángel es reconocida, sobre todo, por La pájara pinta, ganadora del premio Vivencias (1975). La autora de Pereira comienza a escribir este complejo relato en Europa, donde empieza a sentir la necesidad de escribir su nación. Si sus relatos previos se sostenían con una voz autobiográfica que narra sus experiencias más inmediatas, es este proyecto —feminista, catártico y fragmentario— el que le permite escribirse a sí misma de manera más certera, a través de la reescritura de la historia desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, con una finalidad tanto personal como colectiva. En Barcelona, a finales de los años sesenta, Albalucía Ángel, dedicada a cantar canciones populares del folklore latinoamericano acompañada de su guitarra, mantiene relación con Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, quienes van descubriendo poco a poco que ella también escribe.

Tras la publicación de La pájara pinta, Albalucía Ángel continúa trabajando en torno a ese ejercicio de catarsis nacional e individual con la escritura de La manzana de piedra, una obra de teatro inédita, compuesta en Londres entre el otoño de 1982 y la primavera de 1983. Por su temática y su estructura, esta composición funciona de bisagra ideal entre La pájara pinta y su novelística posterior, pues continúa exponiendo el tema de la violencia a través del perspectivismo a la vez que avanza en la autorrepresentación y la temática feminista. Y es precisamente la reflexión sobre la naturaleza femenina aquello que aparece enfatizado en Misiá señora (Argos Vergara, 1982) en donde, siguiendo la técnica del monólogo interior, acerca al lector a la infancia de Mariana, la protagonista, y las otras Marianas de su vida marcadas todas ellas por las insatisfacciones en su tentativa de acceder al mundo de la literatura y la cultura. Las andariegas, editada también por Argos Vergara, se publica en 1984. La reflexión sobre el cosmos femenino silenciado a lo largo de la historia en confrontación con la cultura masculina dominante y la experimentación siguen presentes en un texto rupturista que opera con la hibridez de los géneros. En esta misma línea vanguardista, autobiográfica y feminista compone su última novela, Tierra de nadie, en 2002, un texto estructurado en dos bloques argumentales, uno de cariz fantástico-futurista y otro deudor de sus propias andanzas por el planeta, que lanza un mensaje de responsabilidad ecologista con la naturaleza y con la erradicación de la violencia y el sufrimiento humanos. Además de las obras mencionadas, la escritora de Pereira ha publicado los poemarios Cantos y encantamientos de la lluvia (2004) y La gata sin botas (2004), así como la colección de cuentos ¡Oh gloria inmarcesible! (Cocultura, 1979). Destaca la cantidad de textos inéditos que posee en su haber, lo que determina la dificultad, a pesar de la importancia de su propuesta, con la que se ha topado para publicar gran parte de su obra.

Como su literatura, el discurrir biográfico de Albalucía Ángel se caracteriza por el viaje, la itinerancia, el movimiento y la diversidad, pues esta importante escritora definida como colombiana, sin embargo, ha residido la mayor parte de su vida en distintos países de Europa, India, Estados Unidos y Oceanía, incorporando vivencias, filosofías y formas de vida a unos textos que, si bien se mantienen cohesionados por elementos técnicos y estéticos inmutables, presentan ecos y aromas captados en distintos momentos de su deambular trashumante por el mundo.

 

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Raymond L. Williams ha separado en tres espacios temporales los intereses temáticos de la obra de Ángel. El primer período (1970-1972) se corresponde con una experimentación inicial con la escritura en la que explora los vínculos entre realidad y ficción. En un segundo período (1973-1979) incorpora a su literatura las consecuencias históricas y culturales de la realidad colombiana a su sociedad. Por último, un tercer período (1980-1984) ahonda en la preocupación feminista y da cuenta de cuestiones postmodernas (32). La sistematización de Williams me servirá de marco general para señalar los rasgos definitorios más originales de la narrativa de Albalucía Ángel, que conformarán una ruta propia y alternativa a la tendencia dominante del momento, orquestada, sobre todo, por el fenómeno de ecos míticos favorecido por la obra del escritor cataquero.

Sylvia Molloy, en su texto Acto de presencia (1996) sobre la escritura autobiográfica, señala la importancia de los relatos de infancia para generar biografía — «vida», en sus palabras— y ficción. Poner la mirada en la infancia supondría un acto de reflexión sobre uno mismo y sobre el propio contexto que le permitiría al sujeto creador «hacerse consciente de su urdimbre textual» (170). La dinámica señalada por Molloy se torna axial en la narrativa de Albalucía Ángel, en la que el punto de partida en la infancia se imbrica, en su evolución, con la implementación del modelo de la novela de formación o bildungsroman, en este caso, femenino y latinoamericano. Si el Wilhelm Meister de Goethe plantea la relación del individuo en crecimiento en el contexto de la modernidad desde la perspectiva heroica del sujeto en una relación armónica con el mundo, en la Colombia del momento y en el ámbito de la escritura de mujeres, esta técnica literaria plantea situaciones de conflicto y parte de la necesidad de recuperar el pasado, emulando los procesos de memoria, en busca de claves tanto personales como colectivas. Es característico el uso de secuencias fragmentarias que, desatendiendo el orden cronológico, vienen a cuestionar el orden idealista establecido en la sociedad que reflejan (Rosas Consuegra, 25). Siguiendo esta línea, la obra de Ángel opera con la función primordial de explorar un contexto convulso, caótico y patriarcal, insertando en él la experiencia de la mujer en general, y de la mujer escritora en particular, pues el binomio vida-escritura aparece inamovible en la mayor parte de sus creaciones, demostrando la tentativa de la autora de posicionarse en el mundo y configurar su identidad intelectual a través de sus relatos. Además, como observa Aleyda Gutiérrez, «Albalucía Ángel se vale de la heteroglosia como un mosaico de puntos de vista, cuya referencia es la memoria colectiva frente a la individual» (83).

Los girasoles en invierno, La pájara pinta y Misiá señora han sido las composiciones más permeables para ser estudiadas a la luz de esta categoría. La primera refleja características de su propia juventud trashumante, artística y alternativa en Europa a través de la voz de Alejandra, quien en ocasiones es portadora de reflexiones sobre el proceso de escritura. La pájara pinta ya fue catalogada por Gabriela Mora como novela de formación (1985) y, aunque resulta ya obvio que esta única etiqueta para referirse a la obra supone caer en un reduccionismo más que evidente, la mayor parte de los críticos que han llevado a cabo interpretaciones sobre la novela no han podido sortear en sus ensayos esta característica central del texto. La categoría de la novela de formación se ajusta también a los rasgos de Misiá señora, ampliamente analizada por Rosas Consuegra bajo este parámetro, pero también a La manzana de piedra, prácticamente ignota hoy en día. Esta obra de teatro, como también ocurre en la novela anterior, yuxtapone las voces de una saga familiar femenina —hija, madre y abuela—, todas ellas llamadas Mariana, en representación de la necesidad de encontrar la identidad propia de la mujer en una sociedad que las niega constantemente (Navia Velasco, 2006; Elston 41). Los ingredientes ideológicos del bildungsroman aparecen aquí adaptados, fragmentados y superpuestos, pero homogeneizados, entre otros elementos, por el nombre propio que acomuna las tres voces. A través de un entramado que combina realismo con ecos oníricos y fantásticos articulados con cierto sentido lúdico, pone en diálogo a tres generaciones de conflictos públicos y privados, violentos y patriarcales, en los que se inserta la experiencia femenina por medio del monólogo interior. Marianita, la protagonista y en la veintena, representa el firme convencimiento en su rechazo al mundo que hereda de sus mayores, basado en valores falocéntricos que resultan mayormente incuestionables. A la vez muestra una total inmersión en el mundo de la escritura a través de diáfanos homenajes a la obra de Virginia Woolf, en especial a Un cuarto propio. Sus relatos giran en torno a la vida de su abuela, víctima de la pérdida de su hijo por medio de una muerte violenta. La madre, en la cuarentena, es la bisagra entre nieta y abuela y se muestra a medio camino entre la aceptación del avance social en cuestiones feministas y el inmovilismo ante la existencia de abusos cotidianos por parte de las instituciones de poder —matrimonio, Iglesia y Estado, fundamentalmente—. La obra, de predominante carácter irónico, supone un cuestionamiento constante de los modos de ser socialmente permitidos y asignados a las mujeres, haciendo uso para ello de la imaginería clásica, la simbología religiosa y los cuentos de hadas —estos últimos, como ya hemos anticipado, uno de los centros hipertextuales más recurrentes en los relatos de Ángel—. El destino de las mujeres, sus problemáticas cotidianas o los abusos constantes ordenados en escala ascendente desde los más sutiles hasta los más atroces aparecen aquí desenmascarados en un desafío de la autora a la normatividad, tanto social como lingüística, y a los modos permitidos de expresión a través de menciones cargadas de tentativas de desacralización y condescendencia, entre otros, a Caro y Cuervo, a los «caudillos y los tetrarcas de la lengua» y los «rompecueros de literatura» (6).

La escritura de Albalucía Ángel se vincula con la explosión de la segunda ola feminista, en la que el objetivo ya no es apostar o exigir la igualdad de derechos, sino establecer un discurso crítico que ponga en entredicho las dinámicas del poder en las sociedades asediadas por el patriarcado. Es el momento de la representatividad del «cuerpo, la sexualidad, las relaciones interpersonales, las actitudes en lo doméstico, los valores y la moral» (34). Su núcleo ficcional entraña una preocupación perenne por tratar, definir y cuestionar el lugar de la mujer en comunidades que, como la colombiana, se caracterizan por su estructura tradicional. En este sentido, uno de los objetivos esenciales de su proyecto ideológico es inscribir la experiencia femenina en la historia oficial y enfatizar la participación de las mujeres en los momentos cruciales del devenir colombiano. Ya en su arranque narrativo, con Los girasoles en invierno y Dos veces Alicia, configura dos textos que pueden entenderse como una defensa cristalina de la libertad de la mujer y la desobediencia frente al sometimiento y el acato acrítico de las normas. Ambas obras destacan por la forma en la que abogan por la posibilidad de plantear el ser femenino y su actuación en el mundo de una manera diversa y enfrentada a los discursos monolíticos (Osorio de Negret, 376 y 377).

Pensar el cuerpo, la reflexión sobre la sexualidad y la implicación de éstos sobre las relaciones interpersonales son un elemento clave en La pájara pinta, en donde el cuerpo femenino se presenta como una alegoría del cuerpo social. Aquí, las ideas de Ana en torno al sexo y el acto biológico son claves desde el mismo principio de una novela que despliega planteamientos deudores del discurso beauvoiriano y que nace con el objetivo de llevar tabúes al centro de los debates políticos y nacionales en aras de causar desacomodo e impacto en lectores de su tiempo. El feminismo de La pájara pinta cala profundo en el componente histórico de la novela y se plantea como una suerte de conquista de un terreno, público y masculino, por parte del discurso privado y femenino, elevando, de esta manera «lo personal» a «lo político», en términos de Beauvoir. Lo personal y lo político, el cuerpo y el discurso histórico, en este caso, se engarzan asimismo con la violencia, también política y/o personal, a través de la iniciación sexual de Ana, que es violada en su adolescencia. La violencia contra las mujeres se enarbola aquí como una de las lacras más acuciantes del país a través de los mecanismos de la memoria colectiva. Cuerpo y violencia, abortos, infertilidad, y madres despojadas de sus hijos que pierden la cordura, aparecen también en Misiá señora y La manzana de piedra en donde la reflexión sobre la maternidad a través de estas coordenadas lanza un mensaje desacralizador y subversivo que se va a ir engrosando hasta la actualidad como una de las líneas temáticas de acción más efectivas de la literatura colombiana y latinoamericana para denunciar sistemas opresores y de control. Ambas obras cuestionan, por tanto, el poder patriarcal de su sociedad a través de tres generaciones de mujeres que lidian, cada una de ellas, con las particularidades de su propio tiempo.