POR LUIS CHAVES

Entre agosto del 2005 y enero del 2010, Randall el Chiqui Brenes, hoy retirado, jugó para varios equipos de la liga de fútbol de Noruega. Brenes fue goleador y figura emblemática del Club Sport Cartaginés, el equipo activo más antiguo de Centroamérica. Menos talentoso que tenaz y aplicado, el Chiqui se ganó un lugar en la modesta historia del fútbol costarricense. Algo en sus movimientos, o tal vez en el semblante marcado por unas cejas descendentes, inclinadas hacia abajo en los extremos exteriores, daban la impresión de un atleta conflictuado. Como si además de correr o dar entrevistas estándar después de los partidos algo no lo dejara relajarse. Con esa misma expresión lo imagino debajo de luces fluorescentes en un salón de clase climatizado, tenso en su pupitre pero atento y comprometido en el aprendizaje de una lengua germánica septentrional. El Chiqui escucha y anota, también repite primero palabras, semanas después oraciones completas que, con paciencia franciscana, le enseña la profesora Claudia Ulloa Donoso.

Después de cursar y obtener la maestría en Lengua Española en la Universidad de Tromsø, la escritora peruana supo que se había instalado ya en Noruega. Al tiempo que aprendía el idioma, hacía lo mismo con el clima. Dos cuerpos conceptuales y materiales que, no cabe duda, moldean no solo la forma de ver el mundo sino la disposición anímica de quien los vive.

«Le di clases a un costarricense en Bodø», dijo a pocos minutos de habernos conocido. Esto sucedió en Gràcia, en el estudio del generoso Juan Pablo Villalobos, escritor y amigo mexicano radicado en Barcelona que esa misma noche iba a presentar la novela de Ulloa. Estamos de pie cuando me cuenta eso y seguimos de pie cuando le pregunto: «¿Al Chiqui Brenes?» Ignoro por qué estábamos de pie todavía, tal vez no fue así. Tal vez estábamos en los sillones del taller de Juan Pablo, pero con el paso del tiempo la recreación mental de la escena fue apareciendo así: de pie, al lado de los sillones, las manos buscando cómo desaparecer. Es decir, la memoria nos levantó de la comodidad de los cojines para colocarnos bajo la luz de la incomodidad.

Pero todo mejoró. Caminamos del estudio de Juan Pablo al restaurante donde almorzamos también con Guillermo Quijas, fundador del heroico sello Almadía y editor de Ulloa, y ya para el momento del postre, cómodo, le digo Claudia esto y Claudia lo otro, como si nos uniera una amistad de décadas. Ella no sabe que leí Pajarito (la edición chilena de Laurel), aquella colección de cuentos singulares que no se parecían a nada, relatos en voz baja que pasaban de lo ordinario a lo insólito sin aviso, con toda naturalidad. Menos un libro que un universo propio sostenido por, si fuera posible, una delicadeza escalofriante. Ignora también que, meses atrás, en el taller que coordino en San José, leímos el cuento que le da nombre a esa colección y que una de las talleristas adoptó para el suyo el nombre del gato de «pelo negrísimo» que da inicio al relato: Kokorito.

En la sobremesa, Claudia –ya puedo permitirme aquí la confianza– sonríe con los ojos y desliza sin apuro el peruano, en mi opinión el más musical de los acentos latinoamericanos (después del carioca, obvio). No habla de literatura ni de libros y desvía rápidamente cualquier pregunta sobre sus libros o su, digamos, experiencia de escritura.

Como se espera en un evento así, en la presentación de Yo maté un perro en Rumanía esa noche, Villalobos elogió, con la misma precisión de su texto en la contratapa del libro, la primera novela de Ulloa. Luego, aquí también, ella se encargó de desviar o diluir rápidamente todo comentario o pregunta del público que buscara depositar en ella algún tipo de excepcionalidad. Sin ninguno –estuve ahí y lo atestiguo– de los deslices de la falsa modestia que es moneda común entre escritores.

Todavía no había leído la novela. Eso pasó después y de forma paralela al intercambio de mensajes de WhatsApp que se extendió por un par de meses. Pasaron dos cosas en ese lapso: 1) comprobé como verdad todas las palabras de Juan Pablo Villalobos sobre Yo maté un perro en Rumanía y 2) fui conociendo a Claudia al mismo tiempo que a la protagonista de la novela: una latinoamericana trasplantada a los rigores climáticos y culturales nórdicos, profesora de noruego para extranjeros que, tocando fondo en su vida, se aventura en un viaje a Rumanía con un exalumno.

No es este el lugar para reseñar la novela que, de todos modos, ha sido alabada por la crítica a ambos lados del Atlántico. Sí quiero compartir el pasaje descomunal (no encuentro otra palabra), por su carácter vulnerable y anárquico, de uno de los primeros capítulos de la novela: «La primera foto que tomé en Rumanía fue una foto de la oscuridad. La corazonada se dio en mis pupilas. Eso que no podía ver era lo que tenía que recordar». Una frase que se conecta con aquella de Anne Carson que, traducida al vuelo, dice: «Cuando se nos niega una historia, se apaga una luz. Te pido que estudies la oscuridad».

Esa frase de la narradora y el viaje que se iba desplegando en la novela estaban detrás o al lado o encima de las conversaciones con Claudia; y si bien estaba consciente de que Ulloa Donoso había escrito una obra de ficción, la fui encontrando en los ecos de la protagonista. Y poco a poco, de forma más clara, en sus diferencias.

Yo recibía y enviaba desde Palamós (estaba en una residencia literaria) textos, fotos y audios. Sin orden ni horario ni causalidad contábamos cosas. Por ejemplo, supe que su abuela le enseñó a escribir, también vi escenas de una familia de mujeres que atravesaba fronteras hasta llegar, en su similitud y mestizaje, a la mía. El idioma latinoamericano, diría.

Quedan un par de cosas nada más. Buscando apoyo para este texto encontré una entrevista televisiva que le hicieron a Randall el Chiqui Brenes después de un partido en Noruega y la soltura y admirable confianza con que responde aquel cartaginés (ya sea bien o mal, eso lo ignoro) le borra las líneas faciales de preocupación. La otra es esta: después de la presentación del libro fuimos a cenar y, no recuerdo bien cómo, terminamos después en un bar en territorio de la juventud, el Heliogàbal. No hablaré por Claudia ni Guillermo ni Juan Pablo, pero, de no haber sido por lo mestizo, yo habría dado la impresión de ser un policía encubierto. Ahí entre la aglomeración en un espacio pequeño, la iluminación sincopada, la música estridente e inexplicablemente conocida (temas de mi época pero en clave oldies-but-goldies), la que ahora considero una de las mejores narradoras contemporáneas, una escritora de primer orden que llega a la médula de la literatura por el mejor camino, bailaba en una oscuridad que se parecía mucho a la luz. Y yo no lo sabía en el momento, pero era justo eso lo que iba a recordar.

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