POR ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ

I

El 29 de enero de 1915 aparece el primer número del semanario España. Abre dicho número, un artículo sin firma que es de la cosecha orteguiana. En esta carta de intenciones, Ortega apuesta por la esperanza en una nación que, vertebrada con «una solidaridad en ciertos principios», sea capaz de desterrar «los valores desprestigiados que corrompen nuestra vida colectiva» y, al mismo tiempo, al aire de «una rebeldía constructora», forje otra España, una España nueva, de limpios raudales de patriotismo. Por ello, Ortega solicita todos aquellos esfuerzos nacionales que confluyan en estos quehaceres: «Se publica en Madrid nuestro semanario, pero será escrito en toda la nación. No es, para nosotros, Madrid el centro moral del país. Por cada pueblo, por cada campiña pasa, a cierta hora del año, el eje nacional. Solicitamos, pues —sin ella nada haríamos—, la colaboración de cuantos aspiran a una España mejor».[1]

España y Ortega invitaban al diálogo nacional. El ademán orteguiano —nacido del enojo— se proyectaba en una actitud, radicalmente opuesta a la impasibilidad, ofreciendo un cauce de discusión y de construcción nacionales. De los varios y numerosos interlocutores que la carta de intenciones de España tuvo en el momento de su aparición, quiero atender a dos reflexiones barcelonesas y catalanas procedentes de las filas del noucentisme, el proyecto cultural y político (en la medida que existe un pacto entre los agentes culturales y el poder político) que quería para Cataluña —para Barcelona— un compromiso con la modernidad. Reflexiones que se producen cuando el noucentisme conoce su cénit, tal como atestiguan diversos datos: la constitución de la Mancomunitat de Catalunya (1914) gracias a la decisiva personalidad de Prat de la Riba; la apertura de la Biblioteca de Catalunya (1914), cuya vocación prolonga el sentido que tuvo inicialmente (1907) como biblioteca del Institut d’Estudis Catalans; la creación de la Escola Superior de Bibliotecàries (1915) con Eugeni d’Ors como rector de la empresa y de inmediato como director del Departament d’Educació Superior del Consell de Pedagogia; la aparición de las revistas Revista Nova (1914-1917) y La Revista (1915-1936); y la consagración normativa de los criterios estéticos del noucentisme desde el estudio Les tendencies actuals de la poesia catalana, que Alexandre Plana escribe como introito de la canónica Antologia de poetes catalans modernes (1914), donde se establece el eje Verdaguer-Maragall-Carner como la vía vertebradora de la recuperación cultural de Cataluña.

De las reflexiones barcelonesas ante la aparición de España una es sustancialmente conocida: la de Eugeni d’Ors, especialmente desde el minucioso y algo sesgado análisis del profesor Cacho Viu en su libro Revisión de Eugenio d’Ors (1902-1930). La otra reflexión —todavía olvidada por los estudiosos de las culturas española y catalana— procede de la pluma de Alexandre Plana, un intelectual noucentista de singular importancia para el mundo catalán y también para el universo de las letras y el pensamiento españoles durante la Gran Guerra (1914-1918). Eugeni d’Ors utilizó su habitual tribuna de La Veu de Catalunya para referirse a España en la «glosa» correspondiente al 30 de enero de 1915. Alexandre Plana lo hizo desde La Vanguardia, en la que también era ya habitual sección de su pluma, «Las ideas y el libro»,[2] correspondiente al 13 de febrero de 1915.

¿Quién era Alexandre Plana? Alexandre Plana (Lérida, 1889-Banyuls, 1940), quien, sin embargo era «un empordanés en profunditat»,[3] según testimonio de Josep Pla, cursó los estudios de Derecho en la Universidad de Barcelona, donde obtuvo el título de licenciado en 1910. Dichos estudios le permitirían a partir de 1915 desempeñar el cargo de secretario de la Unión Industrial Metalúrgica, y vivir de modo independiente y desahogado, si atendemos a los recuerdos de Rossend Llates,[4] pero a la vez le comportó —a tenor de la memoria de Pla— «molts mals de cap i li amargà la vida»,[5] porque, en realidad, su auténtica vocación era la literatura, con un arco muy amplio, que iba desde su sólida voluntad de ser poeta a sus más que notables dotes de prosista, pasando por sus sucesivos quehaceres de crítico literario, artístico, cinematográfico y musical.

Sus labores críticas se iniciaron en 1910 en El Poble Català, donde publicó regularmente revistas de teatros, a la par que artículos de naturaleza política, cultural y literaria. En la primera carta a don Miguel (8-VI-1914) le confiesa: «En las columnas de El Poble Català, el periódico de la izquierda nacionalista, donde me habían confiado la crítica teatral (cuando el teatro me tenía sin cuidado; y pensando tal vez que con el roce nace la vocación a veces) empecé a hablar de los libros de mis amigos, y así poco a poco me hallé con que éstos me tenían por crítico».

Lluis Nicolau d’Olwer en su tomo de memorias, Caliu. Records de mestres i amics (1958), le evoca así:

Alexandre Plana comença la seva vida d’escriptor en El Poble Català, recentment convertit en diari sota la direcció de Pere Coromines. Allà s’aplegaven, abans del «pacte de Sant Gervasi», les signatures més prestigioses dels escriptors i politics d’esquerra: Pous i Pagès, Rovira i Virgili, Prudenci Bertrana, Gabriel Alomar, Màrius Aguilar, Dídac Ruiz, etc. Per aquella redacció del diari catalanista republicà passaren també Claudi Ametlla, Xavier Gambús, Noguer i Comet, Rafael Campalans, Manuel Reventós, Carles Soldevila. Al Poble Català rep Alexandre Plana d’una manera especial l’influència política de Rovira i Virgili, vingut a la causa nacionalista pel camí del federalisme. No ha de sorprendre doncs que el primer llibre del nostre amic hagi estat un estudi sobre Les idees polítiques de Valentí Almirall, publicat l’any 1913.[6]

 

Los trabajos de El Poble Català definen a Plana como un liberal radical, fervoroso partidario de los ideales de democracia y de justicia social, en el marco de unas inflexibles convicciones que tienen como eje vertebrador el respeto de los derechos de cada uno de los pueblos ibéricos. Josep Pla, a quien Plana apadrinó en sus primeros pasos de periodista en La Publicidad a fines de la segunda década del siglo y hacia quien volcó su latente homosexualidad (El quadern gris ofrece puntual información), le recuerda en uno de sus magistrales Retrats de passaport (1970) como «un home literalment pastat en les idees de llibertat, de negociació i de convivencia».[7]

Precisamente coincide su salida de El Poble Català con la publicación de la Antologia de poetes catalans moderns y con su paso a las columnas de La Vanguardia, donde en la sección «Las ideas y el libro» mantuvo informado (información acompañada del juicio crítico y estético) al mundo barcelonés, entre 1914 y 1918, de las novedades literarias españolas: Rubén, Unamuno, Baroja, Azorín, Valle Inclán, Ortega, Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Moreno Villa, etcétera. La insólita calidad y el pulcro rigor de sus trabajos le acreditan como eslabón imprescindible en la historia de la crítica literaria española de la segunda década del siglo xx.

El primer artículo de la serie es un análisis de la obra de Gabriel Miró, Del huerto provinciano, que se publicó el 12 de junio. Cuatro días antes, Plana le expuso a Unamuno en la carta ya citada el propósito que le habría de guiar:

Así yo, que soy un don nadie —y sólo porque me levanto un poco sobre el nivel de horrible incomprensión de nuestra prensa— voy a intentar hacer algo desde las columnas de La Vanguardia, donde se me ha confiado una nueva sección. De Las ideas y el libro me parece que voy a encabezarla y, en ella, me prometo hablar muchas veces de la impresión que en mi temperamento de catalán dejan las obras de la actual generación literaria castellana, o mejor, de lengua castellana.

 

Después de cuatro años —los de la Gran Guerra— de colaboración regular en el periódico de la calle Pelayo, Plana abandonó la crítica literaria y pasó a ocuparse del mundo del cine en La Publicidad. Corría el año 1920 y Lluís Nicolau d’Olwer le recuerda con propiedad: «La fina intuició periodística de Romà Jori el crida a la crítica cinematogràfica —la primera que va fer-se a Barcelona— en aquella fulla vibrant a totes les inquietuts de l’art i de la cultura, que era l’edició vespral de La Publicitat».[8]

Los años veinte conocen sus trabajos críticos en La Publicidad, La Revista y otras publicaciones de corte noucentista. A finales de la década, desde las columnas de La Publicidad, y al comenzar los años treinta desde el importante semanario fundado por Amadeu Hurtado, Mirador, ejerció la crítica de discos. Según varios testimonios contemporáneos, Plana poseía una magnífica discoteca, que se reconoce en los brillantes comentarios firmados con el seudónimo «Discòfil». En la sección de La Publicitat, «La música en disc», el curioso lector tropezara con certeros juicios sobre la música de cámara, la sinfónica, la ópera, el jazz e, incluso, el tango, desde la perspectiva de un crítico que cree que el mundo de las grabaciones discográficas a la altura de 1930 viene determinado por una transición entre los tiempos viejos y los nuevos tiempos, cuya frontera son las grabaciones wagnerianas: «L’augment gradual de producció de discos wagnerians permet els discòfils d’esperançar en un canvi lent però segur de repertori», escribe en la sección de La Publicitat del 24 de marzo de 1929.

Sus trabajos críticos se cierran en La Vanguardia, reclamado por Gaziel —su director— para ejercer la crítica de las artes plásticas. En la sección «Arte y artistas» comentó desde 1934 las exposiciones barcelonesas, reviviendo una pasión que había producido años atrás (1920), entre otros frutos, su libro en colaboración con Pla sobre Joaquim Sunyer.

Tal y como ha recordado Pla en Prosperitat i rauxa de Catalunya, los últimos años de la vida de Plana fueron deplorables: «Republicà, liberal, progressista, desproveït d’una qualsevol forma de fanatisme, cregué sempre que la situació social es podia anar arreflant amb la negociació, la compensació, amb una visió moderna i europea del problema. Quant es trobà davant la Guerra Civil i la revolució, quedà como un enze, como si veiés visions».[9]

Durante la Guerra Civil sobrevivió en París, nombrado administrador general del Museu de Catalunya. Al acabar la guerra, solo y desanimado, encontró cobijo en la familia de Sagarra. En la residencia «Ville des Mimosas», en Banyuls, murió de un infarto el 7 de mayo de 1940.[10]

En los dominios de la crítica literaria son los años de La Vanguardia los que ofrecen el mejor abanico de juicios, análisis y comentarios. Plana entiende la crítica como un valor creador, que, no obstante, tanto en la teoría como en la práctica inquiere por el sentido íntimo de la obra analizada, para una vez desnudado, enriquecerlo. Para Plana, la comprensión de la obra artística, que el crítico lleva a cabo en su hermenéutica, conlleva la necesidad de los prejuicios del crítico:

Una crítica fría, opaca, equidistante de todos los puntos extremos es la mayor negación de la crítica. Sin ideas propias, sin temperamento personal, sin una sensibilidad trabajada, la labor crítica carece de trascendencia, es un ejercicio más en el vacío, y las palabras son voces en el viento.[11]

 

Conviene decir que los prejuicios de Plana nacen de una cultura densa y dilatada, de un fervoroso devorador de la Nouvelle Revue Française. Buen gusto natural, lectura incesante, amplia curiosidad cosmopolita y claridad de análisis son sumandos que perfilan un punto de vista singularmente rico, riguroso en el empleo del positivismo y con contrastes amplios y oportunos. Cumple así de la mejor manera posible el acto crítico, que, tal y como escribió en un ácido comentario sobre Julio Casares y su Crítica profana, «consiste en el acto simplicísimo de añadir un predicado al sujeto de la contemplación».[12]

Total
2
Shares