Además, sin entrar ahora en un análisis pormenorizado es de justicia subrayar que muchos de los procedimientos y estrategias narrativas plenamente desarrolladas por los novelistas del siglo xx tienen su origen en las novelas galdosianas, el estilo indirecto libre, el monólogo interior, la segunda persona narrativa, el multiperspectivismo o la novela dialogada, entre otros.
Delibes no se declaraba especialmente aficionado a Galdós según sus propias palabras en las Conversaciones con César Alonso de los Ríos, sino que reconocía sentirse más cercano a Baroja, sin embargo, se percibe la huella del autor de Doña Perfecta en las novelas que describen las costumbres de la pequeña ciudad de provincias, empezando por la pintura del ambiente y la atmósfera de la mística y fría ciudad de Ávila, en la que se desarrolla la trama de La sombra del ciprés es alargada. Así como también está presente la huella de Galdós en cierto naturalismo de los personajes y en las minuciosas descripciones de la malograda y mutilada por la censura Aún es de día, que certeramente la crítica relacionó en su día con la minuciosidad descriptiva del autor de La desheredada. Y más allá de estas novelas primerizas, y, sobre todo, de la segunda de ellas, de la que el autor no se sintió nunca satisfecho, yo añadiría que Delibes, como Galdós, es fundamentalmente novelista de personajes dentro de una historia. La factura de algunos personajes de Delibes tan entrañables como don Eloy, el anciano jubilado de La hoja roja, y su rústica y afectiva criada, la Desi, no se entenderían correctamente sin el eco de los múltiples cesantes y otros personajes de extracción humilde que pululan por el universo narrativo galdosiano. También se podría establecer un paralelismo entre ambos autores en lo concerniente a la propiedad en el uso de los diferentes registros del lenguaje en sus novelas. Ya en tiempos de Galdós, la crítica subrayaba el extraordinario dominio del lenguaje y la gran capacidad del autor para hacer hablar a los personajes de acuerdo con su estatus social y con las peculiaridades de su personalidad. Ello era así, porque como acreditan todos los que le conocieron y trataron, Galdós era un hombre muy reservado, observador agudo y con una gran memoria, al que le gustaba más escuchar que hablar. De ahí su facilidad para reproducir con igual exactitud el lenguaje desgarrado, popular y castizo de la Sanguijuelera, o la sensatez y corrección de Miquis en La desheredada; la voz bronca de Mauricia, la Dura, «más de hombre que de mujer y su lenguaje vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con alternativas misteriosas de depravación y de afabilidad» (Galdós, 2018: 635), siempre con una jerga descarada y castiza; la verborrea enloquecida de Ido del Sagrario, o las incorreciones fonéticas y de vocabulario de la bella Fortunata, en la novela homónima. Otro tanto se podría decir de Miguel Delibes, cuyas novelas son un gran depósito de palabras que reflejan de forma extraordinariamente precisa la psicología y el estatus social de sus personajes, valgan sólo algunos ejemplos, el lenguaje popular y castizo de las criadas en El príncipe destronado, el rico léxico rural del señor Cayo y, por encima de cualquier otro ejemplo, el lenguaje torrencial, reiterativo, lleno de muletillas y clichés, que empieza por ser acusatorio para irse transformando progresivamente en autoinculpatorio, en el magnífico soliloquio verbal de Carmen en Cinco horas con Mario. Probablemente el precedente a las particularidades del habla, de la lengua oral, que Delibes refleja tan bien en algunas de sus mejores novelas, tanto de ambiente rural como urbano, haya que buscarlo de nuevo en Galdós, pues tal como subrayaba premonitoriamente Emilia Pardo Bazán, defendiendo a Galdós frente a los que le acusaban de no tener estilo y de no usar un lenguaje académico, ése fue un hallazgo extraordinariamente novedoso, que sólo iba a ser valorado bastantes años después:
Galdós prefiere el lenguaje hablado; y esto, que obedece a una fórmula y un programa de sinceridad literaria, será, andando el tiempo, contado por mérito más que por descuido. En los libros de Galdós hay un tesoro, un caudal léxico, giros, palabras, idiotismos corrientes, formas, ya canallescas, ya amaneradas; la oratoria de la plebe, la jerga parlamentaria o política, lo pasajero y lo estratificado del idioma. En esto también Galdós es exuberante, y de todo se prenda, y todo lo recoge, y a todo encuentra su interés particular. En su estilo hay dos cualidades de primer orden: la personalidad y la vibración íntima, reflejo de su sensibilidad de artista (Pardo Bazán, 1891: 57).
Volviendo a Delibes, concretamente a la última obra, El hereje, novela homenaje a su ciudad natal Valladolid, que el autor no quiso considerar propiamente histórica aunque utilizase muchos de los recursos propios del género. En ella, para tejer la trama novelesca, Miguel Delibes sigue un procedimiento muy semejante al de Galdós en los Episodios nacionales, es decir, una documentación exhaustiva para la reconstrucción del andamiaje de unos hechos históricos sobre los que situar una mezcla deliberada de personajes reales y personajes de ficción que, sin renunciar a las señas de identidad características del autor vallisoletano, se sustentan sobre una importante documentación y bagaje de lecturas. Aunque el caso de Delibes no se trate de la reconstrucción de la historia reciente, como ocurre en las sucesivas series de Episodios galdosianos, desde la guerra de la Independencia a la Restauración borbónica, y que es, indudablemente, el gran logro de Galdós (Penas, 2019), sino de la reconstrucción de un pasado histórico lejano, circunscrito a los dos autos de fe que tuvieron lugar en Valladolid en el siglo xvi, y que fueron paradigma de la intolerancia religiosa española. El procedimiento de escritura, sin embargo, pienso que es muy similar en ambos novelistas, abundante documentación histórica —en la que no falta, en el caso de Delibes, la fascinación por la Historia de los heterodoxos de Menéndez Pelayo— para poder tejer la ficción de forma verosímil y unos personajes reales, como los Cazalla, Leonor de Vivero, Carlos de Seso o doña Ana Enríquez, de los que, a través de la documentación histórica, podemos conocer su trayectoria y el papel decisivo que jugaron en la vida político-religiosa de la Castilla de la época, junto a unos personajes enteramente delibianos, como Cipriano Salcedo, el protagonista fiel a sus ideas luteranas hasta la muerte en la hoguera, o la ternura y la fidelidad de su nodriza Minervina Capa, en los que Delibes —como Galdós— hace gala de una extraordinaria perspicacia psicológica, a la vez que vuelve una y otra vez sobre las ideas matrices y obsesiones personales de toda su trayectoria narrativa: la infancia, la autenticidad, la fidelidad, la muerte, el desamparo del ser humano y, en definitva, el retrato de la sociedad española de provincias. Galdós obraba de manera similar: junto a los personajes históricos, Zumalacárregui, Prim, Cánovas, deja también sus inconfundibles señas de identidad, el fermento de su liberalismo, en sus personajes de ficción que participan en la trama de los sucesos históricos narrados por el autor. Así, el protagonista de las primeras series Gabriel Araceli o el historiador de irónico nombre, Tito Liviano de la última, tan parecido a su autor. De la misma manera también conviene subrayar que Delibes, en El hereje, se documentó sobre el léxico de la época en sus diferentes aspectos, marítimo, médico, rural o el referido a la indumentaria, y los usos cotidianos en aras a reforzar su verosimilitud y evitar anacronismos, y ello explicaría «la cautela en el uso del lenguaje, a fin de no poner en boca de los personajes formas idiomáticas impropias del siglo xvi», así como la frecuencia en la novela «de la modalidad del estilo indirecto predominante sobre el diálogo en notable proporción» (Senabre, 1998).