Dando un salto en el tiempo, otro autor que posibilita la comparación con Galdós es el primer Eduardo Mendoza, deudor del realismo decimonónico convenientemente actualizado que ha caracterizado su trayectoria narrativa. En cuanto a la influencia galdosiana, me refiero a las dos novelas más importantes de la primera etapa, La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986), en lo que ambas tienen de reconstrucción histórico-realista de la vida barcelonesa. En el caso de la primera, la acción se sitúa entre 1917 y 1919, es decir los años posteriores a la primera guerra mundial, en un ambiente de tensión revolucionaria entre burgueses y obreros con frecuentes episodios de pistolerismo y de creciente desarrollo del anarquismo, y la segunda en el tiempo de desarrollo urbano entre las dos exposiciones universales que tuvieron lugar en Barcelona en 1888 y 1929. Ambas siguen de cerca en lo que atañe a los procedimientos narrativos la estela galdosiana. A la que, por supuesto, hay que sumar la influencia de algunos otros ingredientes decimonónicos como la novela de folletín, de la que fueron fervientes lectores tanto Galdós como Baroja, este último uno de los autores más admirados por Mendoza, y cierto costumbrismo estilizado, despojado del casticismo más rancio y prosaico frecuente en algunas novelas del xix. Por último, el género policíaco es un ingrediente fundamental en las novelas de Eduardo Mendoza que ha contribuido sin duda a su extraordinaria popularidad. En este sentido, aunque probablemente son muchos los modelos que el novelista barcelonés pudo tener en cuenta, conviene también apuntar que, cuando el género policíaco apenas se practicaba en España, Galdós fue pionero con sus colaboraciones periodísticas en el diario argentino La Prensa.
En el objetivo de Eduardo Mendoza de reconstruir el pasado histórico y a la vez permitir que el lector, independientemente de su estatus, pudiera reconocerse de alguna manera en él, se acerca al propósito galdosiano de acercar la historia al lector. En este sentido, la poética narrativa de Eduardo Mendoza —como la de Galdós— se nutre eminentemente de hechos históricos del período en que sitúa y ambienta sus obras, pero nunca con frialdad académica, sino —como el autor de los episodios— insuflando a los sucesos históricos un auténtico pálpito de vida a través de un abigarrado mundo de personajes e historias secundarias que conforman el relato y discurren siempre sin respetar la linealidad temporal, aspecto este último en que se diferencia del tratamiento del tiempo en los episodios de Galdós. Mientras que tanto el abigarrado mundo de personajes y la cantidad de historias secundarias insertas en la trama principal son también deudores de Galdós. Valgan dos ejemplos: Fortunata y Jacinta y, quizás el más evidente, una novela mucho menos conocida y leída, Ángel Guerra, que la profesora Nöel Valis (1989) calificó de «novela monstruo», y, ya en su tiempo, Emilia Pardo Bazán comparó con la pintura de Rembrandt por la multiplicidad de figuras del cuadro trazadas con tal perfección que desbordaban y distraían la contemplación de la pintura del protagonista: «En Galdós —que es poco paisajista, al menos de paisaje rural— hay exuberancia de figuras, un hormigueo de cabezas puestas casi en un mismo plano, y todas estudiadas con escrupulosa atención, que recuerda La ronda nocturna de Rembrandt» (Pardo Bazán, 1891: 53).
Si en las novelas históricas galdosianas los sucesos históricos eran el cañamazo sobre el que se tejía la ficción narrativa con dos ingredientes fundamentales, el costumbrismo de herencia romántica y la estructura de la novela de folletín, con múltiples y enrevesados episodios, en las de Eduardo Mendoza, los hechos históricos están a merced de un relato poliédrico que conforma una original mistura de géneros, siempre, también como en Galdós, subordinados al objetivo principal de contar de forma verosímil una historia.
La documentación histórica, que juzgo fundamental en la poética narrativa del primer Mendoza, se sitúa siempre en una estructura compleja, «como quien arma un puzle» (Mendoza, 2003), fruto del juego combinatorio y, sobre todo, transgresor de diferentes géneros tanto de la literatura popular, como de la mejor tradición literaria culta. En el primer caso, sobresalen el relato policiaco y detectivesco que sirve de marco a la mayoría de sus novelas; la novela de folletín, de la que, sin duda a través de Galdós y Baroja, ha tomado esa facilidad para insertar, interrumpir y derivar historias secundarias que se entrecruzan y se dilatan como si se tratara de una materia elástica, al modo de las novelas por entregas decimonónicas o los actuales culebrones televisivos. Además, Mendoza conoce bien la morfología de las novelas de aventuras, de Julio Verne o Emilio Salgari, entre tantos otros nombres propios del género.
En cuanto a las fuentes cultas de Mendoza, hay que mencionar a Cervantes, la novela picaresca y la gran novela realista decimonónica, Galdós, Dickens, Balzac y Tolstoi. Y una influencia más difusa de la ironía, la parodia y la sátira junto al humor del absurdo de raigambre valleinclanesca. Con todos estos mimbres y un gran dominio del lenguaje, en todos sus registros, desde la jerga popular al lenguaje jurídico-administrativo, con el que el autor se había familiarizado por su experiencia profesional como abogado, Eduardo Mendoza construye un universo narrativo rico y polifónico en el que también mezcla deliberadamente el catalán y el castellano. En este sentido, la crítica ha señalado la habilidad del autor para definir el perfil de sus personajes mediante las distintas maneras de hablar, tal como hacía Galdós.
En La verdad sobre el caso Savolta, Mendoza nos propone, a modo de lo que Galdós llamó «literatura de veleta», en referencia a la perspectiva abarcadora desde las alturas con que le gustaba contemplar Madrid, una visión panorámica de la ciudad de Barcelona desde una azotea, en la que se refugian el protagonista junto al idealista Pajarito de Soto, tras la visita al Mestre Roca, que disertaba sobre anarquismo en la trastienda de una librería. Escribe Mendoza a propósito de esta perspectiva pre-demiúrgica:
Juntos hicimos y deshicimos planes de amplio alcance, no sólo individuales. Discutimos minucias hasta el amanecer, recorrimos cada uno de los rincones de la ciudad dormida, poblados de mágicas palpitaciones. Si encontrábamos un portal abierto, nos introducíamos en el tenebroso zaguán alumbrándonos con una cerilla y remontábamos las escaleras hasta la azotea desde donde contemplábamos Barcelona a nuestros pies. Domingo Pajarito de Soto se sentía y su impresión no andaba desencaminada, el diablo cojuelo de nuestro siglo. Con su dedo extendido señalaba las zonas residenciales, los conglomerados proletarios, los barrios pacíficos y virtuosos de la clase media, comerciantes, tenderos y artesanos… (La verdad sobre el caso Savolta, 80).
Si se compara el pasaje anterior de la novela de Mendoza con el texto galdosiano titulado «Desde la veleta», publicado en el diario madrileño La Nación (25-10-1865), es decir, cien años antes, se observan no sólo coincidencias en la perspectiva elegida para retratar la ciudad, sino incluso coincidencias en la referencia literaria al «diablo cojuelo», personaje legendario y popular de la obra de Luis Vélez de Guevara:
Es preciso confesar que el nido de la cigüeña es una magnífica tribuna donde más de un orador pudiera anatemizar la corrupción de la villa, y sería el más feliz de los mortales aquel que pudiera asirse a la campana como el buen Quasimodo, y contemplar, dando volteretas en el aire, el inmenso panorama que se extiende bajo el horizonte que describe la veleta en su incesante movimiento. Imaginemos una excursión a vista de pájaro; y ya que no podemos, como el diablo Cojuelo, levantar los tejados para registrar con nuestras miradas las interioridades de las habitaciones, ya encontraríamos asunto para divertirnos en la simple contemplación de las calles y de los dramas, sainetes y comedias que desenvuelven su complicada acción en más de una esquina (en Shoemaker, 1972:189)