POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

No son mucha las ciudades de la literatura que integran el selecto club de la UNESCO. Dublín es por derecho propio una de ellas. Vuelvo a la capital de Irlanda por primera vez desde que se extendió la pandemia. Regresar a estas calles, nuevamente atestados los bares, llenos los conciertos, es como sentirse otra vez en casa. Con familiaridad y extrañeza a un tiempo, como sugiere un verso de Seamus Heaney de su libro Wintering Out que figura en un cartelón de la exposición organizada sobre él en la sede del Banco de Irlanda: «infeliz y en casa».

La última vez había venido en el verano de 2019, meses antes de que la enfermedad se enseñoreara del mundo, con motivo de un congreso internacional sobre Flann O’Brien, el más divertido de los escritores irlandeses del siglo XX, aunque él también viera en Joyce rasgos de humor que destacó contra la industria joyceana de aburrido academicismo. O’Brien fue uno de los participantes (el poeta Patrick Kavanagh fue otro de ellos) en el primer Bloomsday, el 16 de junio de 1954. Es, ya se sabe, la celebración del día en que se desarrolla Ulises. Curiosamente, el mismo día nació en Chicago el guitarrista irlandés Dennis Cahill, del que, para mantener el suspense, solo diré ahora que hablaré de él más adelante.

O’Brien escribió una Crónica de Dalkey en la que saca a un James Joyce inverosímilmente pacato. Yo ahora me dispongo a escribir una Crónica de Dublín, menos obra de ficción que testimonio. Contaré en ella experiencias varias de este viaje último a la ciudad, aunque no omitiré, a pesar de no haber pisado Dalkey en esta ocasión, la noticia de que en la localidad costera al sur de Dublín está el pub que da nombre a la Orden del Finnegans, grupo de conmilitones españoles y un mexicano que durante un tiempo fue cada año para celebrar el Bloomsday a la ciudad que Joyce dijo que inmortalizaría en su obra. Me refiero a Enrique Vila-Matas, Jordi Soler, José Antonio Garriga Vela, Antonio Soler y Eduardo Lago. Todos hombres, como se ve. Quizá por ello, en un libro que pergeñaron ponían en la cubierta a una Marilyn Monroe tan lectora de Ulises como ligerita de ropa.

En el Finnegans estuve en una visita anterior con mi amigo Ciaran Cosgrove, catedrático emérito de literatura española e hispanoamericana en Trinity College. No lo pasamos mal. Delante de unas pintas de Guinness, Ciaran me contó con detalle cómo abordó a Borges cuando este visitó Dublín e hizo de intérprete del argentino. El autor de El Aleph se alojó en el hotel Shelbourne. De aquella visita dublinesa dejó breve testimonio en Atlas, un libro singular escrito en colaboración con María Kodama que compila sus diferentes viajes por todo el mundo.

Borges había sido invitado a Dublín por Anthony Cronin, uno de los organizadores del mítico Bloomsday de 1954 y presidente del Comité Organizador de aquel otro de 1982, centenario del nacimiento de Joyce. Y como un juego de palabras joyceano, coincidió en las celebraciones con Anthony Burgess: Borges y Burgess. Este consignó la intervención de Borges en el Castillo de Dublín, al término de un banquete bullicioso en el que nadie pareció prestar atención a lo que dijera el argentino. De hecho, ¿quién narices era ese hombrecillo?

En un ensayo sobre el Bloomsday, evoca John Banville cómo quienes fueron a recibir a Borges al aeropuerto lo dejaron en el Shelbourne y marcharon a recoger a más invitados. Al volver al hotel, allí seguía Borges en su habitación, que no había abandonado durante aquellas horas. Dónde iba a ir, dijo, si no conocía la ciudad ni a nadie en ella. Y cierra su recuerdo Banville, potenciando esa línea suya no lejana a veces de Beckett: «Desde entonces, cuando oigo hablar de las celebraciones del Bloomsday, esa, me temo, es la imagen en la que inmediatamente pienso: un viejo escritor ciego, uno de los mayores de su época, sentado a solas en una habitación de hotel que domina un St. Stephen’s Green que no puede ver».

En su breve estancia dublinesa, Borges fue entrevistado varias veces: una de ellas por Francis Stuart para la revista Magill, uno de cuyos responsables era Colm Tóibín, quien pasó varias horas con el argentino. Otra entrevista fue realizada por Richard Kearney y por Seamus Heaney el mismo 16 de junio. Llama la atención que en aquel momento era Borges eterno candidato al Premio Nobel; sin embargo, nunca lo obtuvo y Heaney (que a la sazón solo había publicado cinco libro de poemas) lo ganó en 1995.

En un ensayo sobre el Bloomsday, evoca John Banville cómo quienes fueron a recibir a Borges al aeropuerto lo dejaron en el Shelbourne y marcharon a recoger a más invitados. Al volver al hotel, allí seguía Borges en su habitación, que no había abandonado durante aquellas horas. Dónde iba a ir, dijo, si no conocía la ciudad ni a nadie en ella

En Atlas, Borges evoca ese viaje presidido por las sombras de Yeats y Joyce («dos máximos poetas barrocos» los llama), el Erígena, Wilde, Berkeley y George Moore. «De todas ellas», añade, «la más vívida es la Torre Redonda que no vi pero que mis manos tantearon, donde monjes que son nuestros bienhechores salvaron para nosotros en duros tiempos el griego y el latín, es decir, la cultura». Se refiere, y las fotos que ilustran su estampa lo corroboran, a una de las round towers de Glendalough, a las afueras de Dublín, ya en el condado de Wicklow.

Temprano traductor de Ulises, Borges fue también pionero en la atención a O’Brien. Así sintetizó la novela experimental de este En Nadan-Dos-Pájaros: «Un estudiante de Dublín crea una novela sobre un tabernero de Dublín, que escribe una novela sobre los parroquianos (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas en que figurará el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas». La novela de O’Brien se desarrolla en parte en el caserón al otro lado del parque que Borges no pudo ver, sede en tiempos del University College donde se aplica a no estudiar el novelista de la ficción y donde lo hizo también su autor. Ahora está allí, desde hace poco, el MoLI, museo literario en el que prima Joyce pero que alberga también exposiciones temporales. Con notable impertinencia le señalo a uno de los celadores que hay una errata en el rótulo en gaélico que da paso a una muestra sobre la literatura que hace un siglo surgió en la costa sudoriental de la isla, satirizada por O’Brien en el segundo de sus libros: La boca pobre.

Otro escritor hispanoamericano que estuvo en Dublín un Bloomsday fue Gabriel García Márquez, que asistió al de 1997 invitado por el ex presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, a la sazón residente en la capital de Irlanda. También se hospedó el colombiano en el Shelbourne. Durante esa visita Gabo, su esposa y los Salinas de Gortari fueron a la torre Martello de Sandycove donde se inicia Ulises. Compatriota del autor de Cien años de soledad, Juan Gabriel Vásquez ganó en 2014 el premio IMPAC, concedido en Dublín, por El ruido de las cosas al caer. Javier Marías lo recibió en 1997 por Corazón tan blanco. Otra ganadora de nuestra lengua ha sido la mexicana Valeria Luiselli por Desierto Sonoro, ya cuando el premio pasó a llamarse International Dublin Literary Award.

En mi deambular paso junto a donde estuvo el Finn’s Hotel en el que Nora Barnacle, la mujer de Joyce, trabajaba cuando ella y él se conocieron. Está a unos 18 metros (los capítulos que tiene Ulises) de la sede del Instituto Cervantes, que desde hace algunos años organiza, en octubre, un festival llamado ISLA al que concurren autores irlandeses y, sean de América o España, en la lengua del escritor que precisamente fue aprovisionador de aquella Armada que vino a combatir a los ingleses que sojuzgaron a Irlanda. Vargas Llosa presentó en el Instituto Cervantes El sueño del celta, novela que reconstruye la vida y muerte de los protagonistas del Levantamiento de Pascua de 1916, Roger Casement, otro combate contra los ingleses en los que no hubo español en la clase de tropa, pero sí por ascendencia, pasada por Cuba: Éamon de Valera, pariente lejano del autor de Pepita Jiménez.

Se celebra estos días otro festival, el de música tradicional Temple Bar TradFest. Ese es el motivo de mi viaje, pero entre los huecos que dejan los conciertos soy capaz de hallar momentos dedicados a la literatura. La visita de librerías es una de estas actividades complementarias. En An Siopa Leabhar veo varios ejemplares de una antología de Antonio Machado traducida al irlandés y algunos otros libros que tienen alguna relación con España, como uno sobre el Camino de Santiago también en irlandés o gaélico y una novela de aventuras que tiene como protagonista a uno de los condes que vinieron a España a servir al rey cuando se vieron obligados a abandonar su patria a principios del siglo XVII, tras la debacle de la Armada y la batalla de Kinsale. El libro sobre la peregrinación a Compostela es del mismo autor, Mícheál de Barra, que Na Gaeil i dTír na Gauchos, un curioso y documentado libro sobre la emigración irlandesa a la Argentina desde 1516 (que dio en escritores importantes como Benito Lynch o María Elena Walsh, sin olvidar al autor de Martín Fierro, que también tenía sangre irlandesa en sus venas por vía materna). Luego en Hodges Figgis, mencionada en Ulises, hojeo una vez más libros de varios poetas irlandeses que han traducido a sus colegas de lengua española.

Quizá estos nombres no digan mucho, pero es de justicia traerlos aquí, al menos algunos de ellos como los de Pearse Hutchinson o Michael Hartnett, ya fallecidos. También Theo Dorgan, felizmente vivito y coleando, frecuente visitante de Granada y encandilado por el duende de García Lorca, tan importante también en la vida del dublinés que ha ganado el último Premio Comillas de Biografía, en este caso con sus memorias de infancia y juventud: Ian Gibson. Con Gibson y Martin Hayes, virtuoso violinista del condado de Clare, coincido habitualmente en las recepciones que la embajada de Irlanda en Madrid ofrece cada año con motivo de la festividad de san Patricio. Este año me encuentro con Hayes, sin embargo, en el vestíbulo del Shelbourne (cuya puerta giratoria parece no haber dejado genio sin pasar), donde se aloja estos días en los que ha venido a homenajear al guitarrista Cahill con el estreno de un documental, en una sala de cine, antes de que pase al canal de televisión que emite la mayor parte de su programación en gaélico. No será la proyección muy lejos de Fleet Street, donde está mi pub preferido de Dublín, sin duda por sus vínculos literarios. Me refiero al Palace, por donde desfilaron en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo casi todos los escritores y periodistas de importancia del país, entre ellos mi admirado O’Brien. También, no menos borrachines, Patrick Kavanagh y Brendan Behan, de quien este año se cumple el centenario de su nacimiento.

Cerca de la filmoteca toca el sábado un grupo del que es vocalista quien acompañó al final de su carrera, ya abandonado el grupo al que perteneciera, Ronnie Drew, miembro fundador de The Dubliners. Poca gente sabe que Drew hizo sus pinitos en Sevilla, donde compró una guitarra flamenca. Con ella u otra posterior cantó numerosas veces «Viva la Quinta Brigada» sobre los irlandeses que vinieron a luchar a España durante la Guerra Civil (unos con la República y otros con Franco). En realidad, el título es erróneo, pues se trató de la Decimoquinta Brigada, pero ordinal tan largo no cabía en la letra de la canción. La penúltima tarde de mi estancia en la ciudad me reservo un par de horas para visitar la tumba de otro de los Dubliners, el legendario Luke Kelly, cuyos restos reposan en una anexo del cementerio de Glasnevin (escenario de capítulo 6 de Ulises). Con permiso de Van Morrison, Kelly es quien mejor interpretó la bellísima canción de Kavanagh «Raglan Road», que reparte su acción entre esta tranquila calle del sur de Dublín, allende el Grand Canal, y que recorro por primera vez, y la principal arteria peatonal, Grafton Street, tantas veces pateada.

No son pocos los libros de autores hispanoamericanos (si el adjetivo incluye a los españoles) que han ambientado libros suyos en estas calles y paisajes. Viene a la memoria enseguida la novela Dublinesca de Vila-Matas, pero también Solos en los bares de noche, de Toni Montesinos, quien asimismo ha escrito poemas sobre la capital de Irlanda, como lo hizo Juan Manuel González (La llama de brezo) y espero que lo siga haciendo, tras varias entregas intercaladas en sus colecciones de poesía más recientes, José Manuel Benítez Ariza. Todos ellos, y numerosos más, evidencian el gran atractivo que Irlanda ofrece a los extranjeros. En la librería Books Upstairs, tras caballerosamente ayudar a cruzar la calle a una ancianita que teme al tranvía y que no descarto que sea una personificación de Irlanda, joven y hermosa en el fondo, me aprovisiono de más libros y revistas, incluido A Ghost in the Throat, el original de Doireann Ní Ghríofa que ha publicado en traducción la editorial hispano-mexicana Sexto Piso, curiosa relectura de la gran elegía de la literatura irlandesa en gaélico, escrita por una mujer. En las muchas actividades culturales organizadas por el Pabellón de Irlanda en la Expo de 1992 en Sevilla tuve el privilegio de oírsela recitar en versión inglesa a Sinéad Cusack cuando vino a mi ciudad con una representación de la compañía Field Day Theatre encabezada por los dos grandes Seamus: Seamus Heaney y Seamus Deane, compañeros de escuela en el colegio de san Columba, en Derry.

Es una de mis últimas noches en Dublín y tomo unos vinos con Banville en su local preferido, quien me habla con afecto de su amigo Rodrigo Fresán. Hablamos también de varios escritores irlandeses, y de Beckett. No da tiempo de hablar de todo, y mucho se queda en el tintero, aunque nada en las copas. ¿Sabrá el autor de El mar, buen lector de poesía, que su paisano tradujo al inglés una antología de poetas mexicanos seleccionada por Octavio Paz? Parte de esos poemas llegaron a integrar su propia obra. Al día siguiente es el aniversario de la muerte de Yeats y la Biblioteca Nacional ha organizado un acto en recuerdo del poeta, en el que participo leyendo una de mis traducciones de su Poesía reunida. Pude haber elegido «En Algeciras, una meditación sobe la muerte», por hacer patria, pero me decanto por los románticos versos de «Desea las telas del cielo», que parece un conciso trasunto de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda.

Terminada la lectura, la puerta giratoria del Shelbourne también da vueltas para mí y me refugio en su Taberna de la Herradura (así llamada por la forma de la barra), a embriagarme de una potente cerveza oscura en barrica de whiskey. Fuera, al anochecer, ya del color del vaso si se hace caso omiso de su espuma, el parque está ya como lo viera o no lo viera Borges.