POR SERGIO RAMÍREZ
Busto en recuerdo del Premio Nobel guatemalteco Miguel Angel Asturias. Fuente: @wikicommons

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos nos desafían a relatarlos; se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela.

Es eso que primero se llamó real maravilloso, de mano de la prosa inventiva de Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, y luego realismo mágico, con Gabriel García Márquez, y que en muchos sentidos es un concepto ligado a las deformaciones del poder.

Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro escrito en 1949 por el corresponsal de la revista TIME, el canadiense William Krehm, en el que desfilan los dictadores de nuestras «banana republics». Es un reportaje, pero parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.

Ese término banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O’Henry en su novela De Coles y Reyes, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Nueva Orleans en 1895, acusado de desfalcar un banco en Austin, para el que trabajaba de contador. Y huyó, por supuesto, en un barco bananero.

El libro de Krehm es un verdadero bestiario político. El general Jorge Ubico, que al creerse el vivo retrato de Napoleón Bonaparte se peinaba como él, y se fotografiaba con la mano metida en la casaca, y, quien, por esos azares inefables del destino, tras su caída fue a morir en Nueva Orleans, desde donde la United Fruit Company, que lo había amparado y sostenido, dirigía sus operaciones bananeras; el general Maximiliano Hernández Martínez, teósofo y rabdomante, que daba conferencias esotéricas por la radio, y a quien no tembló el pulso para ordenar la masacre de miles de indígenas en Izalco; el general Tiburcio Carías, que tenía en los sótanos de la Penitenciaría Nacional una silla eléctrica de voltaje moderado capaz de chamuscar a los presos, sin matarlos; y el general Anastasio Somoza, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial de la loma de Tiscapa, donde los presos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

No había manera de que en América Latina los novelistas no se vieran enfrentados al caudillo convertido en dictador, una tradición que iniciaría en 1927 don Ramón del Valle Inclán con Tirano Banderas, parte de lo que él llamaría su «ciclo esperpéntico», y donde nos cuenta la caída de Santos Bandera, ficticio dictador de Santa Fe de Tierra; y que alcanzaría su cumbre casi veinte años más tarde, en 1946, con El Señor presidente, de Asturias, donde se recrea la figura de Manuel Estrada Cabrera, quien imperó en Guatemala entre 1898 y 1920.

Pero todo ese universo de la dictadura de Estrada Cabrera donde se condensa con maestría en El señor presidente, una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo, el sometimiento y la crueldad

Por eso es que cuando leí hace años ¡Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez, nuestro primer narrador moderno centroamericano, y lo digo porque en 1914 escribió El hombre que parecía un caballo, todo un alarde de novedad en aquel temprano entonces, sentí que lo que había en aquella crónica, o reportaje intensivo sobre Estrada Cabrera, era en verdad una novela preñada de imágenes. Y las imágenes son vitales en una novela, porque son las que habrán de recordarse siempre.

Hay escenas inolvidables en ¡Ecce Pericles!, publicado en 1945, un año antes de El señor presidente, como aquella en que el tirano visita la Escuela Politécnica Militar, y cuando la guardia de honor de cadetes le presenta armas, disparan contra él; sale ileso del atentado, y como castigo manda demoler el edificio de la escuela, y a regar sal sobre el terreno baldío, ya libre de escombros.

También Más allá del golfo de México de Aldous Huxley, publicado en 1934, un libro de crónicas de viaje, se lee como una novela. Otra vez, las imágenes, ahora vistas desde el tren en marcha: «junto a un grupo de chozas especialmente tétricas un gran templo griego construido de cemento y calamina dominaba el paisaje kilómetros a la redonda…habría de ver más tarde muchos de esos partenones guatemaltecos. Templos de Minerva los llaman…fueron construidos por mandato dictatorial y son la contribución a la cultura nacional del difunto presidente (Estrada) Cabrera…».

Pero todo ese universo de la dictadura de Estrada Cabrera donde se condensa con maestría en El señor presidente, una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo, el sometimiento y la crueldad.

Es un mundo asfixiante y cerrado, que seduce por su pirotecnia verbal, como seduce Hombres de Maíz, toda una aventura de lenguaje híbrido, y seduce también la gracia picaresca de Mulata de tal.

La literatura son palabras, y está en las palabras: ¿el mundo imaginativo, y verbal de Asturias, ha perecido, o sigue vigente? ¿En el lenguaje que buscó inventar, sobrevive algo nuevo que decirnos? Toda obra literaria, insisto, es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de producir, un mundo que siendo el mismo parezca otro y siempre el mismo, con los trazos o con las palabras.

Este afán de crear un universo verbal distinto del verdadero aparece como una herencia del surrealismo francés que Asturias conoció de primera mano durante su primera temporada en Francia en la década de los veinte, y que tanto marcó su obra desde el principio, cuando a través de las enseñanzas del profesor Raynaud fue a encontrarse en La Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente, había dejado atrás en Guatemala. Y fue, curiosamente, un doble descubrimiento, el de la herencia de su propio mundo tradicional y el del surrealismo, entonces en la vanguardia de los experimentos estéticos europeos. Como ocurrió, por su parte, a Carpentier, que fue a descubrir en Francia las voces mágicas del Caribe, en los laberintos del surrealismo.

De aquella experiencia aleccionadora vivida por Asturias resultó en 1930 Leyendas de Guatemala, un pequeño libro de estampas celebrado por Paul Valéry; y quién duda que, a partir de entonces la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después, lo real maravilloso sucedido por el realismo mágico, como se ha dicho.

Miguel Angel Asturias. Fuente: @wikicommons

Asturias entra por la puerta del surrealismo a encontrarse con los mitos ancestrales del mundo maya-quiché, como quedará patente más tarde en Hombres de maíz.

Lejos de convertirse en una abstracción, el lenguaje en Asturias busca transformar las cosas concretas que va tocando; no sólo las evocaciones de la tradición indígena, y todo el acervo de mitos sagrados, historias y leyendas de que se hace dueño, sino lo que está en sus recuerdos visuales del país que recorrió en sus años de estudiante ávido de descubrimientos, paisajes, montes, cabildos, plazas, portales, cantinas, iglesias, y que procura hacer brillar con deslumbres distintos.

Luis Cardoza y Aragón, en su libro Miguel Ángel Asturias, casi novela, dice que «el timbre peculiar de Asturias nace de París y de Chichicastenango y de la infancia en el barrio de la Parroquia en la capital de Guatemala, en su hogar, en la tienda de granos, en las historias de los arrieros…».

Y él mismo, en su conferencia de Estocolmo después de haber recibido el premio Nobel agrega a este inventario las voces: «cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases», dice. «Hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes…».

Cuando Asturias se expresa sobre los motivos de su literatura, como en la conferencia pronunciada en Estocolmo, hace énfasis en la denuncia de la explotación y de la dominación, y del compromiso social con los oprimidos, con los mismos acentos deliberados que están en sus novelas de la trilogía, El papa verde, Los ojos de los enterrados, y Viento Fuerte.

Pero no es allí donde se encuentra su fortaleza narrativa, sino cuando sus personajes ganan complejidad y su escritura entra tanto debajo de la piel de los mestizos como de los indígenas enfrentados por la tierra, para enseñarnos la naturaleza humana de víctimas y victimarios, aún con gracia y humor al acercarse a los villanos, como pasa con los que han conspirado para envenenar a Gaspar Ilom en Hombres de Maíz, empezando por la vaca Manuela Machojona.

Y siempre estará regresando a lo que podemos llamar el espíritu fundamental de Leyendas de Guatemala. Los relatos de El espejo de Lida Sal, aparecidos el mismo año en que ganó el premio Nobel de Literatura, están escritos con gozosa pasión juvenil, cuando alguien esperaría una obra de lo que se da en llamar la madurez reflexiva del escritor.

Mulata de Tal es una fiesta verbal, que hunde sus raíces dichosas en la picaresca del siglo de oro. ¿Qué otra cosa puede decirse de una novela que empieza con la entrada de su protagonista, Celestino Yumí, a la iglesia de San Martín Chile Verde con la bragueta abierta, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos?

El señor presidente, por otra parte, es una novela sobre el poder absoluto del caudillo, la peor de las herencias de la realidad rural que está en nuestros orígenes y que sigue dominando nuestra historia. Pero Hombres de Maíz no refleja ese mundo rural, sino que lo encarna. Es su esencia y a la vez su escenario. Un mundo rural que no es exclusivamente indígena. La Guatemala que entra en sus páginas es arcaica, como lo es el mundo indígena; pero es arcaica en su totalidad, y eso incluye, además de lo indígena, lo ladino.

De la separación, o contradicción, entre nuestra idea de modernidad y el peso del mundo rural, un mundo anterior que todavía existe, aunque pretendemos que ya ha sido enterrado, es que surge esa fascinación mágica por lo arcaico, que sólo puede ser atraída con imágenes que a su vez dependen del lenguaje. Real maravilloso, o realismo mágico. Es la realidad real. Y sólo el lenguaje llevado hasta el fondo de la magia en Hombres de Maíz, deja a un escritor como Asturias a salvo de la indigencia del indigenismo, o del vernaculismo, o el regionalismo, que se erigieron entonces como barreras de la mediocridad provinciana.

Creo que no hay otro escritor que sea mejor expresión de la cultura ladina que Asturias. Su visión del mundo indígena es la del ladino, lo que le permite, en primer término, explorar, recrear, y si se quiere reconstruir el mundo indígena desde el lenguaje. O reinventarlo.

De aquella experiencia aleccionadora vivida por Asturias resultó en 1930 Leyendas de Guatemala, un pequeño libro de estampas celebrado por Paul Valéry; y quién duda que, a partir de entonces la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después, lo real maravilloso sucedido por el realismo mágico, como se ha dicho

Los ladinos y los indígenas están arraigados en el territorio rural que comparten, y en el que chocan en un fuego cruzado de lenguas; pero quien entra a narrar ese territorio no puede excluir ni las unos ni a los otros sin cometer un acto de mutilación. Asturias se enfrenta a la compleja sustancia narrativa de su país, fruto él mismo de esa dualidad. El mundo rural es un mundo derrotado, pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad.

Un mundo rural donde la fábula despierta con todo su poder, encandilada por el lenguaje. Al fin y al cabo, en términos de la literatura, y sus consecuencias, éste es el territorio cultural donde se encuentran los textos sagrados maya quichés, las lenguas indígenas en sus infinitas variantes, la lengua colonial de los cronistas, las tradiciones verbales, las leyendas, los cuentos de camino, los romances memorizados, las oraciones nocturnas y los conjuros, el catolicismo sincrético, el bullicio sonoro de las plazas y los mercados que también es verbal, junto a la vasta realidad de desamparo, atraso y miseria seculares, segregación y opresión, y luego rebeliones, aldeas exterminadas, cementerios clandestinos.

El lector, al final, queda exhausto de invenciones, magias y sorpresas, como ante las visiones de una linterna mágica que cambia sus escenarios a una velocidad tal que amenaza destrastarlos.

Asturias nos enseña que hay que contar la historia, aunque sea en sus crudezas, como un cuento de camino, los cuentos que se oyen de boca de los peones deslenguados a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio en las barberías de los pueblos centroamericanos, en boca de los léperos irreverentes que recogen una historia inventada y la vuelven a inventar en un proceso sin fin. Crear es siempre recrear.

En la carta que Paul Valéry escribe en 1931 a Francis de Miomandre, el traductor de Leyendas de Guatemala, le dice: «¡Qué mezcla esta mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, las “bandas de pericos dominicales”, los maestros magos que van a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y el valor del Cero, componen el más delirante de los sueños!».

Las palabras de Valéry recuerdan las de don Juan Valera, escritas desde Madrid en octubre de 1888, en una de sus Cartas americanas, al saludar la publicación de Azul…de Rubén Darío: «ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia».

Es la novedad de la lengua, que es al mismo tiempo su permanencia. Y la permanencia de la invención, como acto de magia.

Notas del libro Leyendas de Guatemala. Fuente: @wikicommons