POR AITOR ROMERO ORTEGA
Esténcil de Roberto Bolaño en Barcelona en 2012. (Barrio de Sant Antoni)

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Veo y reveo en YouTube una conferencia de Ricardo Piglia sobre literatura y tecnología organizada por el Instituto Tecnológico de Monterrey en el año 2013. Un tema muy sugerente del que extrañamente casi nadie habla. Una de las ideas centrales de la conferencia (muy atractiva, tanto en su audacia como en su formulación, como era habitual en Piglia) es que cuando una determinada tecnología artística se queda obsoleta empieza a ser empleada en funciones para cuyo uso en un principio no fue concebida. Y es ese uso desviado el que permite que sea utilizada artísticamente. De alguna forma, esa tecnología se estetiza. Así, cuando la pintura fue reemplazada por la fotografía, surgió la pintura abstracta. Tras la popularización del cine y la obsolescencia de la novela decimonónica, emergió la narrativa moderna. En el momento del triunfo de la televisión en los hogares eclosionó el cine de autor. Incluso ahora, desde hace unos años, con la consolidación de los nuevos formatos audiovisuales de Internet, las series de televisión parecen haber alcanzado una dimensión artística antes impensada. La intuición de Piglia es que cuando una determinada tecnología artística pierde centralidad y es desplazada de su posición de vértice del inconsciente colectivo, queda liberada de sus funciones de representación de la realidad (la función mimética que los antiguos griegos otorgaban al arte) y es precisamente esa nueva inutilidad, esa caída en desgracia, la que le permite sondear territorios estéticos antes impensados, la que propicia usos desviados que de otra manera hubiese sido imposible indagar.

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Sobre la grabadora, dice Piglia, no solo permitió registrar historias de vida, también los modos de hablar. El timbre, la sintaxis, el ritmo. Eso propició la entrada en la literatura de voces provenientes de las clases populares que hasta ese momento estaban excluidas. Y a su vez permitió que algunos investigadores sociales empezaran a inventariar esas voces para montarlas después en libros que se estructuraban como novelas corales. Ese fue, concluye Piglia en Monterrey, uno de los avances tecnológicos que produjo un cambio de mayor calado en el modo de escribir.

Pero más allá del puro registro y la posterior transcripción para producir un texto, la eclosión de esas voces contaminó el campo literario y lo modificó. Influyó notablemente en la forma de escribir de autores que fueron acercándose al registro coloquial hasta convertirse en falsos ventrílocuos que logran fabricar una sofisticada poesía con los materiales aparentemente gastados del habla popular. Esa es una de las mayores fortalezas de las literaturas americanas. Desde la poesía norteamericana –que es en sí misma un compendio de voces donde confluyen el canto, el grito, la conversación y hasta el comentario descuidado–, al manejo quirúrgico de los diálogos en el cuento anglosajón, a los grandes novelistas sureños, como el propio Faulkner en cuya narrativa a menudo importa más la propia voz que aquello que cuenta. Y esa misma preocupación estética por extraer un ritmo y un timbre poético del tono de la calle está en el centro de las literaturas latinoamericanas. No es su único afán, naturalmente, ni es el único estilo en un espacio que es rico y contradictorio, pero sí es al menos uno de sus vectores fundamentales, y es tal vez aquello que la ha distinguido de las demás. Aquello, por decirlo así, que la literatura latinoamericana ha hecho mejor que ninguna otra. Desde el Martín Fierro, a Rulfo, al Borges de Hombre de esquina rosada, pasando por Carlos Fuentes, Sara Gallardo o Cabrera Infante (la lista podría prolongarse durante páginas y páginas) las distintas literaturas hispanohablantes del continente han logrado singularizarse impostando poéticamente las voces que encontraban a su alrededor. Incluso hoy en día escritores como Fernanda Melchor, con el español de Veracruz, o Bruno Lloret, con el idioma áspero del desierto de Chile, prolongan esa tradición estilística a la que tantos escritores nacidos en la década de los ochenta y de los noventa siguen llegando para agregar sus propias contribuciones.

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Pues bien, a ese narrador que cuenta su historia hablando aquí lo vamos a llamar el charlatán. El gran narrador de la literatura latinoamericana del siglo XX, su héroe invisible. Un hijo de Faulkner. Alguien que a veces se pierde en su propio relato, que con frecuencia se desvía, que ocasionalmente encuentra perlas inesperadas en los pliegues de su propia voz y del que sabemos poco, aunque en realidad lo sabemos todo con solo leerlo, más allá de lo que nos cuenta, porque como acertó a decir Borges con claridad programática «descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino».

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Una noche en Madrid, en la barra de un bar con mucho ruido, un escritor conocido compartió conmigo una teoría. Según había hablado a su vez con otros críticos o colegas, Roberto Bolaño y Mario Levrero son los dos polos por los que transita la literatura latinoamericana del siglo XXI. Pues bien (y aquí ya sí, empieza la teoría que desgranó esa noche ese escritor y que motiva este breve ensayo), la narrativa de Bolaño ha perdido influencia en su capacidad de dialogar con el presente, no por el desgaste de una moda, sino porque su obra tiene el aliento épico de las grandes narraciones; mientras que la de Levrero cada vez dialoga mejor con la sensibilidad contemporánea, porque sus libros son antiépicos y autoparódicos, colocando un mayor peso en la reflexión que en la acción. Luego dijo (o creo que dijo, había mucho ruido a nuestro alrededor y transcribo de memoria, pero, en fin, creo que no traiciono el espíritu de lo que intentó decir) que la de Bolaño era una novela de cierre del Boom y de toda la literatura anterior, una novela que da una última y genial vuelta de tuerca a los grandes temas de la Gran Novela Latinoamericana: el romanticismo fracasado, la fantasmagoría y el horror, el tema del latinoamericano en Europa. De esta forma (esto lo infiero yo de lo que me conto ese colega esa noche) la actual crisis de la experiencia ha provocado que el eje se desplace de la acción a la propia construcción del relato. Levrero escribe sobre el hecho de estar escribiendo y sobre su fracaso, mientras la vida le interrumpe y se mete en el texto. Una película, decía Godard, es siempre la historia que cuenta y la narración de su propio rodaje.

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Esta es en efecto una teoría atractiva, provocadora, incluso irritante. El problema es que sigo sin saber si es cierta o solo suena bien. Ha servido, sin embargo, para sugerirme otra teoría más humilde en cuyo interior me siento más a gusto y que ahora me atreveré a esbozar brevemente.

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Como decíamos, tenemos al charlatán. Alguien que habla apostado en una cantina. Ese es el lugar de enunciación. Naturalmente, la cosa se complica enseguida. Aparecen nuevas ubicaciones. Además, la propia evolución de la novela va añadiendo complejidad: su discurso se fragmenta, se desordena, se mezcla con otras voces. Pero el principio se mantiene fijo: alguien que habla.

En el otro extremo, nos encontramos con una literatura en tono menor, alejada de la exuberancia de la oralidad, que se viene desarrollando desde el principio en el continente. A veces las novelas en forma de diario, después la aparición de La tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro, así como sus prosas no narrativas, empiezan a delimitar el espacio ganado por una escritura en que el narrador y el protagonista es alguien que escribe y apenas ocurre nada, o lo que ocurre es la propia escritura del relato y los hechos mínimos que la circundan: la procrastinación, los hallazgos, los desvíos inesperados, los proyectos esbozados que nunca se materializan, la infame cotidianidad como fantasma moderno. La búsqueda de un tono y de un estilo que se va fraguando durante el propio transcurso del relato parece ser su argumento principal. En sus diarios Ribeyro se reprende a menudo por su vida disoluta en París, por todas las distracciones que de forma irresponsable abraza y que le impiden escribir nada que no sea ese propio diario, que en gran parte versa sobre la imposibilidad de hacer otra cosa, y que se edifica aprovechando caóticamente los materiales de todas esas obras que no terminan de escribirse nunca. El lugar de enunciación ya no es la cantina, sino el escritorio. El narrador ya no habla, sino que escribe o trata de hacerlo, y lo que nos cuenta tiene que ver con el mismo hecho de escribir, así como con lo que sucede a su alrededor o en su pasado, pero el centro está ahí, en la mesa, y sobre todo en una determinada posición del cuerpo y en una predisposición del alma que es sensiblemente distinta a la que uno tiene cuando relata en voz alta. Uno habla para los demás, pero escribe para sí mismo. Y es en ese cambio de tono, en esa nueva intimidad, donde reside la principal transformación de este narrador que emerge, y que ha renunciado al paisaje para refugiarse en su escritorio como último reducto del Yo. Es el hikikomori, un narrador que toma como modelo a esos adolescentes japoneses que al percibir el mundo exterior como una amenaza deciden encerrarse en el interior de sus habitaciones.

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También en Los detectives salvajes hay un diario, podría objetarse con razón. Es verdad, el diario del poeta García Madero ocupa la primera y la tercera parte de la novela. Sin embargo, pese a su magnífico arranque, creo que hoy día resulta difícil discutir que Los detectives salvajes es considerada como una obra mayor gracias a su segunda parte, la que comparte título con la novela. ¿Y qué tenemos en esa segunda parte? Todos lo sabemos ya a estas alturas del siglo XXI, pero, en fin, volveré repetirlo una vez más: un concierto de voces, una cacofonía de voces que nos cuentan una historia que es a su vez muchas historias, las de cada personaje que habla. Y la percepción que tenemos en todo momento es que esas voces están conversando con alguien, le están contando sus historias personales a alguien, a un narrador oculto, que las registra en una grabadora y que luego se ocupará de transcribirlas, cortarlas en fragmentos y montarlas con una intencionalidad narrativa y un efecto poético muy particulares para construir el libro que ahora leemos. Es decir, el principal logro de esa segunda parte de la novela es fingir que no está escrita, que es un documento periodístico.

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Levrero sería en este caso el hikikomori total, la culminación de ese narrador misántropo que se encierra a escribir y es interrumpido constantemente por la vida. Su novela El discurso vacío se inicia con la necesidad de hacer ejercicios de caligrafía para mejorar su letra que se había ido degradando. Para ello Levrero concibe un diario en el que se propone escribir sin contar nada, focalizando todos sus esfuerzos en la pura caligrafía. Pero rápidamente le ocurre que es imposible escribir sin contar nada y ese diario se puebla de hechos comunes (la relación con su mujer, con su hijo, sus recuerdos, las preocupaciones por un traslado), cosa que hace que cuando los pasajes se vuelven más narrativos su caligrafía empeore y él recupere entonces su voluntad de no decir nada, de escribir sin escribir, para así enderezarla. Es decir, la tensión de la novela se sostiene sobre el deseo del narrador de no decir nada y continuar con su ejercicio caligráfico. Sin embargo, los acontecimientos y su pensamiento boicotean esa idea primigenia hasta el punto de que el narrador termina escribiendo una novela contra su propia voluntad.

En su obra póstuma y más célebre, La novela luminosa, el mecanismo es parecido. En este caso el narrador escribe a ordenador. Lo que aquí sucede es conocido: el narrador recibe una Beca Guggenheim para escribir una novela, pero las distracciones, una serie de ejercicios que empieza para ponerse en disposición de escribir y que se alargan indefinidamente, y, en fin, la interminable procrastinación, así como los constantes problemas con la computadora, hacen que en realidad escriba un diario, el diario de la beca, que es lo que debía hacer antes para calentar un poco y que en última instancia coloniza la novela hasta ocupar más de tres cuartas partes del libro. La novela luminosa, al final, es una nouvelle que queda orillada al fondo, casi como un chiste o como una ensoñación. Es decir, otra vez se trata de una novela de alguien que escribe un diario (un misántropo, un hikikomori) sobre la imposibilidad de ponerse a escribir lo que en realidad debería estar escribiendo, mientras los demás (su familia, sus amigos, sus amantes, el mundo en su conjunto) le interrumpen y boicotean su proyecto. Lo que leemos es justamente ese texto en los márgenes, que sería en realidad el rodaje de la película, su comentario y su making-off, y no la historia en sí.

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Hace años escuché a Alessandro Baricco decir en el festival Kosmópolis de Barcelona que ahora vivimos inmersos en la época de la escritura. Nos mensajeamos todo el rato, redactamos correos y comentarios de lo que otros escriben, chateamos sin parar. Jamás la humanidad, dijo Baricco aquel día, había escrito tanto. Reconozco que entonces aquella afirmación me pareció de un tecnoptimismo cándido e insoportable. Hoy, sin embargo, empiezo a pensar que había algo de verdad en esa declaración. Quizás la lenta eclosión del silencioso escribiente frente al charlatán, en una literatura como la latinoamericana, tan apegada a la oralidad, es una prueba definitiva de ello. De este tiempo de comunicaciones calladas en el que el rumor de los chats y el brillo de las pantallas táctiles en la oscuridad mantiene a flote nuestras soledades interconectadas y nos salva del pozo en el que estamos siempre a punto de sucumbir. La narradora de La amante de Wittgenstein, la novela de David Markson, repite sin cesar (escribe más bien, pues ella escribe a máquina y lo que leemos es su relato, el relato final de la humanidad, de la que ella es la última superviviente) una anécdota de Maupassant, quizás apócrifa. Asegura que Maupassant odiaba tanto la Torre Eiffel que cada día comía en el restaurante que estaba en su primera planta, pues ese era el único lugar de todo París desde el que no tenía que soportar su vista. El hikikimori –nuestro narrador, nuestro héroe moral– se encierra a escribir en su guarida porque ese es el único lugar en el que no tiene que actuar como si estuviese contando una historia.

Mario Levrero Fuente: wikicommons