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Transcurridos cuarenta y dos años desde su primera edición, puede afirmarse que Manual del distraído, en cuyas páginas Alejandro Rossi se propuso renunciar a toda limitación de género, ha alcanzado la categoría de «precursor cotidiano». Solamente una estrategia expositiva tan singular como la de Rossi me habría inducido a acuñar semejante enunciación teórica, cuya espontánea traza no debería extinguir las favorables resonancias que es capaz de suscitar. Por de pronto, la familiaridad que emana de esta idea de «precursor cotidiano» (antes incluso de que profundicemos en ella) parece cuadrar con la literatura sin planes ni pretensiones cósmicas de Rossi, así como con el urgente magnetismo que provoca su apretada y heterogénea escritura, galvanizada en todo momento por el nervio ensayístico. «Es un libro portátil», afirmó una vez Enrique Vila-Matas. A su disperso y excéntrico modo, el Manual del distraído refleja el gusto del autor «por el juego, por la moral, por la amistad y, sobre todo, por la literatura»; su amor al detalle es casi patológico. Debemos a Alfonso Reyes una de las más felices metáforas sobre el ensayo, al que denominó «centauro de los géneros». Bestia híbrida, recipiente donde todo cabe, espécimen anfibio que se apoya en la imaginación y en la argumentación, el ensayo nació como el hijo caprichoso de una cultura rendida a la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera cantado por un poeta contemporáneo preocupado de filosofía. «El ensayo es arte y ciencia, pero su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla» (Gabriel Zaid). A lomos de este centauro, Rossi subordina siempre los datos, reflexiones y recuerdos al laboratorio de la prosa, en cuyo desenvolvimiento el ser mismo se cuestiona y se critica, recreándose en el texto.
Pero detengámonos por un momento en ambos sintagmas: «precursor cotidiano», «manual del distraído». Es indudable que encierran un aire de inminente paradoja, de tensión latente. Y, sin embargo, si apelamos a esa poética de lo cercano desplegada en estos ensayos y narraciones, el granulado semántico de ambos sintagmas revelará por sí mismo su óptima pertinencia. Así opera, por lo demás, el pensamiento de Rossi en este libro misceláneo, cuyo funcionamiento Jaime Moreno Villarreal ha asociado con un ademán típico del autor: esquivar sus propias gafas cuando el asunto exigía la mayor atención; el gesto filosófico por excelencia: «no te quites los lentes, nomás mira por encima de ellos».
Sentenciar que Manual del distraído es un «precursor cotidiano» significa asumir que los libros ocupan el lugar que les deparan la suerte y un afortunado conjunto de lecturas vitales. Y son lecturas vitales porque, por un lado, configuran una suma de significados que inevitablemente influirán en los lectores sucesivos de la obra. Y, por otro lado, estas lecturas vitales lo son también en un sentido literal, ya que vienen determinadas por quienes asumen la lectura como una experiencia vital, plena, relevante y significativa (es decir, que afecta a la vida), una actividad sensible mucho más afín a una biblioteca personal de lecturas —establecida por el azar, el placer y los gustos particulares— que a un rígido e impositivo canon decretado por los libros de texto (articulado, por lo general, mediante rígidos compartimentos genéricos, lo cual dificulta la entrada de libros como el de Rossi). Esta concepción se halla en estrecha relación con una visión dialógica de la historia literaria y la razonable necesidad de selección, elección estética y contextualización de la creación de la propia historia, alejada de cualquier pretensión de imparcialidad y de acabamiento. Sólo de esta forma es posible establecer un auténtico diálogo entre autores y lectores, tiempos presentes y pasados, a sabiendas de que «lo importante sigue siendo que esa conversación sobre las obras continúe y haga más rica su posible interpretación» (José María Pozuelo Yvancos). Más aún, incluso, cuando se trata de un artefacto como Manual del distraído, integrado claramente en una tradición que arraiga en el rechazo del concepto canónico de libro y que asume que «un escritor es, ante todo, un descubridor de filones» (Julio Torri). Por varios motivos, Manual del distraído no ha cesado de convocar complicidades, alusiones, homenajes y ecos. Es difícil no rendirse al encanto de su estructura sans tête et queue; es difícil ignorar que una estructura semejante se parece demasiado al método idóneo mediante el que vehicular nuestras ideas sobre un mundo tan abigarrado y movedizo. Gracias a la atracción exclusiva que ejerció desde el principio, Manual del distraído ha logrado contribuir a la cabal articulación de la tradición en la que se integra, enriqueciéndola y matizándola por añadidura.
Como es sabido, el término precursor designa, en el ámbito de la literatura, al autor que anuncia, prefigura o determina algunos de los elementos característicos de una concreta tradición o movimiento literarios, o que goza de ascendiente sobre la obra de otro autor o de una serie de autores, a quienes proporciona impulso sentimental, ideas, imágenes, estructuras y conjuntos formales, temas o motivos. Este término ha sido de uso corriente en el estudio histórico de la literatura, así como en el campo de la Literatura Comparada, donde se le asimila habitualmente a la constelación de fenómenos de influencia, transmisión o comunicación entre textos y autores de distintos ámbitos nacionales, aunque fue a lo largo del siglo xx cuando el concepto de precursor —tras superarse, gracias a T. S. Eliot y Jorge Luis Borges, entre otros, la preocupación por describir el proceso genético— se alzó como un valioso procedimiento de relación y complicidad entre obras. En consecuencia, debe considerarse como precursor a todo aquel escritor que, mediante distintas estrategias, pone de manifiesto un complejo campo de resonancias intertextuales más allá de las nociones de fuente e influencia y en un orden de múltiple temporalidad con otros autores. Esto último resulta especialmente valioso: la múltiple temporalidad. ¿Qué significa esto? En concreto, que un libro como Manual del distraído funda un campo de gravedad donde se atraen libros de Enrique Vila-Matas, Sergio Pitol, Augusto Monterroso, Salvador Elizondo, Gabriel Zaid o Adolfo Castañón, autores contemporáneos de Rossi o que han escrito sus libros después de él. Pero ese campo de gravedad literario es bastante más ancho de lo que parece a simple vista. Y esto es lo verdaderamente fundamental, pues todo libro de valía y cada lectura vital son susceptibles de despertar resonancias en libros anteriores, esto es, de activar ciertos significados hasta entonces ocultos o latentes, de trazar insospechadas aproximaciones entre autores y épocas, hasta el punto de convertir al precursor en «el efecto de una línea de transformación (devenir) que atraviesa el presente haciendo proliferar las relaciones entre los acontecimientos del pasado» (Eduardo Pellejero). Uno de los principales hallazgos del manual de Rossi es la manera, tan franca y desprejuiciada, mediante la que asume la frecuente inanidad del sustrato idealista de la literatura moderna –conformada en lo esencial por la tradición romántica y vanguardista–, razón por la que el libro funciona como un perfecto antídoto frente a la gravedad postiza y oracular. La literatura, así, se vuelve asunto cotidiano, un utilísimo cayado del pensamiento y la costumbre: «Efectivamente, como si hubiera decidido desembarazarse de una vez por todas de dos siglos de hierática sacralidad, la literatura contemporánea es, en esencia, un arte desencantado y ha vuelto a poner los pies en la tierra» (Gustavo Guerrero). Y a este respecto, resultan esenciales los modelos que asume y manifiesta Rossi en Manual del distraído, desde Lichtenberg a Antonio Machado, algunas de cuyas tensiones intelectuales también hereda y, simultáneamente, problematiza y renueva para cada lector que se sumerge en el libro. Tampoco me parece fortuito que el primer texto del manual se abra con una anécdota extraída de la célebre biografía de Samuel Johnson compuesta por James Boswell, un auténtico hito de la literatura del siglo xviii, un tiempo que «tenía en mucha mayor estima la literatura real que la ficción» (Frank Brady), es decir, que privilegiaba el conocimiento sobre libros antes que su escritura y, en definitiva, se inclinaba por obras que se abrían a la vida y se dejaban permear por ella: «Somos perpetuamente moralistas, pero geómetras sólo al azar», dijo Johnson. «Represento una racionalidad laboriosa y modesta, sin éxtasis solares o nocturnas hipotecas del alma», escribió Rossi. En su sencillez, en la cotidianeidad de sus asuntos, Manual del distraído es insustituible por la manera en que nos permite comprender mejor, y más ampliamente, qué significa, y qué ha significado, escribir literatura y ensayar en lengua española (aun obligándonos a arriesgar nuevas relaciones entre autores), y hasta qué punto las inflexiones ensayísticas configuran un espacio idóneo de pensamiento y creación.
DE LA LIBRE ELECCIÓN DE LA LECTURA
A nadie se le oculta que el genuino asunto de la escritura ensayística es el «yo», cuya aparición significa que la visión personal de los acontecimientos predominará en lo sucesivo sobre la mera compilación de datos: «Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro», afirma Michel de Montaigne en la nota que precede al libro primero de los Ensayos, firmada el 1 de marzo de 1580. No hay solemnidad en Manual del distraído; sí, en cambio, un higiénico escepticismo que esquiva los efluvios románticos y no renuncia a la dimensión ética de la vida humana. El ensayista moderno barre con su mirada el mundo que le circunda, consciente de ser quien otorga unidad subjetiva o personal a los hechos que allí acontecen. En este aspecto es donde difiere de los principales inspiradores clásicos del género, concretamente de Séneca y Plutarco en relación con Montaigne, o de Cicerón si se consideran las Epístolas familiares (1539 y 1541) de Fray Antonio de Guevara como una obra protoensayística. Superar el depósito de la incuestionada Antigüedad, o profundizar en lo referido por los clásicos, es también uno de los elementos característicos del ensayo moderno: «El alejamiento de los argumentos de autoridad provoca incertidumbre, pero también la inquietud de seguir aprendiendo» (Francisco García Jurado). Y este aprendizaje, revocable y provisional, exige unas estrategias muy particulares, entre ellas la complicidad con el lector, el carácter tentativo del saber que se persigue, una escritura marcada por la levedad narrativa y la brevitas, y cierta inclinación por lo lúdico o, en todo caso, por sortear los teoremas y las demostraciones irrefutables (el ensayista, por lo general, no es un especialista, ni se espera que lo sea). A estas características, sin duda presentes en el libro de Alejandro Rossi, cabe añadir otra que él mismo consigna y que resulta especialmente relevante para aproximarse a los orígenes del ensayo moderno tal y como lo concibe este autor. Me refiero a la lectura sin planes, es decir, caprichosa y aleatoria, en congruencia con la escritura del Manual, «inseparable de las dudas, los matices, los retornos y las desviaciones» (Juan Villoro), indisociable de «las secuencias heterogéneas, abiertas y sin jerarquías aparentes» (Gustavo Guerrero). Y en esto, Rossi vuelve a ejercer de precursor cotidiano, toda vez que dirige nuestra mirada hacia la obra de quienes asumieron y manifestaron que, junto al placer de pensar y al propio interés de los hechos relatados, la libre elección de la lectura siempre constituyó un importante acicate para asomarse a un ensayo, fuera cual fuera su naturaleza.
Cumple hacer cala, entonces, en uno de los principales (y más soslayados) precursores del ensayo moderno: Aulo Gelio, autor de las Noches áticas, misceláneo conjunto de saberes y recuerdos aparecido hacia el año 170 de nuestra era. Lejos de alzarse como una hermética contraseña, las referencias a Gelio han circulado por la literatura hispanoamericana del siglo xx con asiduidad: Arturo Capdevila, Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar. ¿Qué atrajo la atención de estos autores hacia la obra de un erudito que cultivaba la diatriba cínico-estoica?, ¿qué pulsión moderna descubrieron entre sus páginas? «Es posible que Gelio haya sabido recoger, sin tener plena conciencia de ello, algunos de los resortes más atemporales de nuestra relación con el saber» (Francisco García Jurado). Ciudadanos de una cultura dispersa y sometida a los vaivenes de la simultaneidad, los mejores ensayistas parecen haber heredado una premisa esencial: «El saber importante en un ensayo es el logrado al escribirlo: el que no existía antes, aunque el autor tuviera antes muchos otros saberes, propios o ajenos, que le sirvieron para ensayar» (Gabriel Zaid). La prosa construye y critica aquello que sugiere, antes incluso de averiguarlo. En las Noches áticas la dimensión didáctica no arruina el placer de la lectura. Seguramente, este hecho determinó la forma en que también se aproximaron aquellos autores a Aulo Gelio: no porque formara parte de un programa docente, sino para deleitarse con sabrosas anécdotas acerca de las vidas de los filósofos, descubrir etimologías ignotas y curiosidades de la vida cotidiana en la antigua Roma. Y, por si fuera poco, ofrecía la oportunidad de aprender en un orden fortuito, no sistemático: «Una característica esencial de las Noches áticas viene dada por la posibilidad que nos ofrece de ser leída siguiendo un orden no necesariamente lineal» (Francisco García Jurado). Esta virtualidad del orden es esencial en la literatura moderna y, en particular, en la literatura hispanoamericana del siglo xx, repleta de ejemplos de libros fragmentarios o desintegrados que, de una forma u otra, se relacionan con Manual del distraído. No es en absoluto casual que el tablero de Rayuela, una novela que invita explícitamente a ser leída a saltos, incluya entre sus capítulos una de las reflexiones etimológicas de Aulo Gelio, en concreto sobre el término persona. Sin embargo, no aparece ninguna mención a Gelio en Manual del distraído. Rossi no dialoga abiertamente con este discípulo de Favorino. Pero parece innegable que el de Aulo Gelio es un jalón decisivo en el trayecto que el género ensayístico recorre hasta configurarse como uno de los cauces inconfundibles de la literatura hispanoamericana que, mediante la desintegración y la hibridez genéricas, critica los modos del saber en la civilización moderna (y ahí están las decisivas y reactualizadoras lecturas de Gelio llevadas a cabo por Borges o Bioy Casares, a través de los cuales pervive este espíritu crítico, diverso y lúdico, como cuando construyen al alimón el despistado y pomposo personaje de Honorio Bustos Domecq, insensato crítico cultural). Tengamos en cuenta una reflexión decisiva: si un lector es una persona que se adentra en un libro a la búsqueda de algo, consideremos que los libros incluyen, asimismo, «todo lo que otras personas buscarán en su lectura» (Antonio Tabucchi). Ha de recordarse que, en Oxford, Rossi había encontrado cobijo en la casa conceptual de John Langshaw Austin y Ludwig Wittgenstein y, en general, en esas transformaciones de la filosofía que llevaban, «desde la concepción de una verdad y un mundo únicos, acabados y encontrados así, a pensar en una diversidad de versiones, todas correctas y a veces en conflicto, de diferentes mundos en su hacerse» (Nelson Goodman). Asistimos, por lo tanto, al desarrollo de un enciclopedismo de naturaleza distractora. A los nombres de Enrique Vila-Matas, Sergio Pitol, Augusto Monterroso, Salvador Elizondo, Adolfo Castañón o Gabriel Zaid, los cuales ya gravitaban alrededor de Manual del distraído, deberíamos añadir los de Aulo Gelio, Montaigne, Georg Christoph Lichtenberg, James Boswell, Eugenio Montale, Jorge Luis Borges o el Antonio Machado del Juan de Mairena. A partir de esas coordenadas debería ser más provechosa la lectura del libro de Rossi, levantado sobre los principios de la libre elección de la lectura, la permeabilidad de la vida en el texto, la sensibilidad de lo mínimo, el amor a la palabra y la inclinación al juego y la parodia, la progresiva construcción del saber o la reunión inesperada de géneros. Todos estos ingredientes determinan el acercamiento crítico a lo literario de Alejandro Rossi, cuyo Manual del distraído parece representar una sincera búsqueda de la especificidad característica de la literatura, amén de un notable capítulo en esa convulsa historia moderna «de los deslindes y fusiones entre la crítica y la creación» (Humberto Beck). Si Rossi no hubiera eludido y alejado de sí con su característica firmeza cualquier tic de raigambre romántica, si Heinrich Heine no se hubiera adelantado ya en 1836, Noches florentinas (o romanas, o caraqueñas, o incluso mexicanas) podría haber sido un adecuado título para este ensayo.