Nos ha dejado un cumplido retrato de dicho ejemplo antropológico, si cabe esta fea fórmula, que bien puede considerarse cuidadoso por ser un autorretrato. Un incrédulo que acentúa el perfil malvado del hombre. Descreído, dubitativo, dado a darse explicaciones racionales, indiferente, moralmente débil por falta de símbolos y creencias. Fácil al desengaño. Pensativo y, en consecuencia, expuesto al error y a la desdicha que ignoran el salvaje y el niño, que nada conocen. Afecto a un ideal de madurez que contribuye a la constructiva maduración del mundo. Relativista en cuanto a la grandeza o la pequeñez de las cosas; capaz de medir por sí mismo, de aplicar valores propios a los objetos, ser autónomo en cuanto a leyes y formas.

¿Qué hacemos, en este contexto, con el progreso, otro de los grandes señuelos del siglo leopardiano? De su formación ilustrada, Giacomo conservó la admiración por lo que denomina el gusto político moderno, las Luces alumbrando la tiniebla de supersticiones y prejuicios. En este sentido, existe el progreso, es connatural al mundo histórico y permite al hombre fiarse –con el riesgo de desilusionarse, pero fiarse al fin– en su pertenencia/pertinencia al mundo.

Entonces, hay progreso social pero que no garantiza la felicidad humana sino todo lo contrario. La ignorante condición natural del primitivo está, en tal orden, más cerca de la dicha. El racional anhelo de perfección crea el malestar de la racional imperfección real. Lejos de la naturaleza, nada es necesario y todo es posible, el mundo carece de fundamento y se asoma a la nada. La verdad es pasajera, un ideal que encarna en verdades históricas con fecha de caducidad, meras y útiles convenciones. Sometiendo a la naturaleza desde la razón el hombre distancia el progreso, así positivamente entendido, de la felicidad. Ninguna sociedad hará felices a los hombres. Si acaso, los hará cada vez más enterados y potentes pero no más dichosos. Al contrario, la escasez de instrumentos ante la magnitud de lo desconocido, acentuará su desazón y su desdicha.

Este panorama es sombrío, románticamente sombrío, más allá de las reservas que Leopardi tenía ante el Romanticismo, que consideraba una enfermedad alemana. Por lo mismo y en plan paradójico, tal es su principal valor, acaso el mayor de la modernidad. El hombre moderno es consciente de su nulidad en cuanto se ve desprovisto de apoyos y fundamentos divinos y naturales. Se ve forzado a contar con la razón para corregir sus imperfecciones valiéndose del único instrumento que nos diferencia de los demás animales. Además, nada acepta en cuanto a conocimientos o ideas innatas. Todo debe aprenderlo. El hombre es lo que llega a saber educándose, assuefandosi.

Con todo esto volvemos al cruce leopardiano entre razón y naturaleza donde se sitúa el hombre moderno, un ser que no quiere ocupar el lugar que la naturaleza le ha adjudicado en el sistema animal de la vida, sino que se propone habitar el que él mismo se ha construido. Al alejarse de la naturaleza, se ha precarizado. Al prescindir de los dioses, ha volatilizado el fundamento y vuelto leve, frágil y eventualmente frívolo su devenir. Hay una gran pregunta metafísica que Leopardi no se formula porque la respuesta no es posible en la secularidad de lo moderno: ¿ha sido un acierto o un error la modernidad? Venga Dios y lo vea. Pero Dios no vendrá. O bien se ha muerto y dejado un hueco infinito y vertiginoso, o bien se ha jubilado como deus otiosus y dejado el mundo en las débiles y ambiciosas manos de los hombres, que allá se las arreglen solos.

4

El mundo moderno ha perdido su fundamento, es un mundo infundado. Esta oquedad de base carece de medida y apunta a la sinrazón. Sobre ella, lo existente es imaginario y produce desengaño, una suerte de indolencia indolora. Una verdadera filosofía debería ocuparse, justamente, en desengañar al hombre en lugar de ofrecerle postulados y conclusiones o, en el extremo opuesto, frivolidad y efímeros placeres.

Estas observaciones permiten perfilar a un Leopardi nihilista, el que prefiere el sueño a la vigilia porque se ejercita para la muerte, o advierte en la vigilia el estado de vacuidad del alma que llama hastío o tedio (noia). Una metafísica radical, completamente improbable, se plantearía no existir, decidir no nacer y ahorrarse las penalidades de la vida. U optar por una vida futura extraterrena, una opción ajena a Leopardi. De todos modos, entre Montaigne y Dostoievski, la libertad ha sido vista como la indiferencia ante la muerte, cuando ésta no es amenaza ni esperanza. Y de Novalis a Camus, se ha propuesto como supremo problema filosófico el suicidio. Todos estos extremos acaban con la libertad porque la indiferencia ante lo existente impide elegir y quien no puede elegir no es libre. Tal es la paradoja de un radical y estricto nihilismo.

La salida leopardiana tiene un matiz estoico. Parte del amor propio. En cada uno de nosotros, la vida se ama a sí misma y hace que cada quien, a su vez, se ame a sí mismo. Es un amor indefinido aunque no infinito porque ocurre en los límites de la materia a partir de un sentimiento de serena desesperación ante la pequeñez del saber y la nadería del mundo pero que se serena con el ciceroniano contento consigo mismo, un gozo de medida intuitiva que se obtiene renunciando a conocer. Es una suerte de primitivismo afectivo que, sin embargo, asienta la socialidad. Quien se ama a sí mismo ama lo que tiene y empieza a advertir que los demás hacen algo similar y conforman el conjunto de los bienes propios que son el bien común.

Esta afirmación de la vida tal como es, o sea, como nos es dada, habilitó a Leopardi para zafarse de un radical nihilismo. Mejor dicho, para quitarle radicalidad a la nada y echar raíces en tierra. Ya Nietzsche, que algo entendía de esto, dejó dicho que Leopardi era una suerte de nihilista imperfecto porque se lamentaba de la vacuidad de mundo y, lo que es peor, tenía razón para lamentarse. Un nihilista auténtico es auténticamente indiferente, se encoge de hombros y no se lamenta por nada. Leopardi sí lo hace, sufre y propaga su dolor, dándole validez de saber. Es, en este sentido y en otros –su filosofar en privado, mientras lo público quiebra, su contento morigerado en el cultivo del jardín casero–, un estoico, quizá con algo de cristiano y, en todo caso, de un cristianismo sin Iglesia.

5

Si hubiera que sintetizar una posible antropología leopardiana, yo diría que es la del hombre como ser deseante. En efecto, el hombre no sólo es sino que existe, según ya se dijo. Y esta existencia se da en el presente, una fluidez temporal que tiene un pasado (la memoria) y un futuro (la esperanza, la espera que vence al temor inherente al estar vivo, o sea, al ser mortal). Fecunda en ilusiones, la espera/esperanza lo es menos que el terror, ambos hijos de la abolición moderna de la trascendencia, que ha tornado intrascendente la existencia misma. «El ignorante difiere del sabio en la esperanza». ¿El sabio lo es por esperanzado o por desesperado? Sabemos la respuesta del ignorante, pero Leopardi lo deja fuera de juego, su doctrina de la felicidad no es la leopardiana. En cualquier caso, el estoico se entrega, al menos, a la paciencia. De lo contrario, lo arrebata el temor. Los desesperados, los que nada tienen que perder porque todo lo han perdido, nada temen. Son libres, aunque su libertad sea abstracta por carecer de objeto. Leopardi entreabre aquí una puerta a cierto misticismo contemplativo, de conformidad con el vacío, pero no la transpone.

Su recinto es otro, el deseo, del que también se ocupa un contemporáneo suyo, Schopenhauer, bajo el nombre de Wille (voluntad o, mejor dicho, querer). El objeto del deseo leopardiano es «un placer abstracto e ilimitado». El del querer schopenhaueriano, el Todo, lo Absoluto, también lo es: ilimitado por ignorarse sus límites y abstracto porque para aceptarlo como totalidad han de abstraerse sus partes puntuales. A ninguno de los dos les satisface ningún objeto determinado. En realidad, no se desea la cosa sino el placer de poseerla, que es infinito. La ausencia de placer produce noia porque no persigue lo bello sino lo sublime, lo que siempre está más allá. La satisfacción de esta cacería en pos de la sublimidad sería una plenitud indeterminada del alma, una experiencia mística que los hombres modernos, Leopardi entre ellos, no pueden cumplir. Si fuéramos animales o vegetales, no nos aburriríamos, pero nuestro alejamiento de la naturaleza nos veda esa plenitud de lo inmediato, es decir, la compactidad de lo concreto (y pido nuevamente disculpas por estas fealdades verbales, que Leopardi, gran poeta, jamás cometería). Los seres naturales son lo que son, el hombre no lo es nunca y por eso, valga la repetición, existe como humano.

Entonces, es el deseo el que crea la cosa que se ilusiona en considerar satisfactoria. Para Leopardi, el ejemplo máximo –muchos lo compartimos– es el amante. Hace grande lo pequeño y toda grandeza le parece pequeña en relación con el amado. Y si el placer que lo guía admite la determinación y en ella se ancla, en cambio, el deseo mira más allá del objeto placentero, acaso hambriento de goce y no de mero placer. El más allá no tiene límites y se postula como infinito aunque no lo sea. Se siente, no se mide, ni siquiera se conoce porque la facultad humana de conocer es ilimitada, no correlativa ni pertinente al infinito que tanto estimula al poeta Leopardi. Algo infinito es mensurable pero no abarcable.

Aquí hay un rincón leopardiano que debe examinarse con cierto cuidado y que explica cómo Leopardi anticipa a Freud, ambos ligados por el eslabón Schopenhauer. El deseo se ilusiona dando por supuesto que conseguirá su objeto –luego habrá de decepcionarse y desesperarse al comprobar que no es así– porque en su memoria conserva, o cree conservar de modo fantástico, el haber sido un sujeto satisfecho: el niño. De tal modo, Leopardi no sólo freudiza de antemano sino que anticipa a Proust y a Bergson: el objeto deseable es una remembranza, un recuerdo de haber sido pleno y harto. De nuevo, inmediato y compacto en el hallazgo del objeto satisfactorio.

La memoria es esencial en la antropología leopardiana porque es una de las características definitorias de lo humano: la facultad intelectual de la assuefazione que lo habilita como ser deseante. El deseo leopardiano lo es siempre de lejanías: recuerdo, espera. Más aún, sólo es bello el pasado, no el presente, que es verdadero. El pasado no es verdadero pero es veraz y acaba siendo verosímil, por lo cual resulta deseable. El futuro, por su parte, es proyección del pasado y no del presente, una suerte de rememoración por realizar de un objeto nunca realizado. Al placer de desear se une otro inherente también al hombre: el placer de narrar el placer.

Con esto llegamos al tiempo y ya es hora de terminar. «El tiempo, único y verdadero triunfador en todas las cosas terrenas». El tiempo, padre de la nada, donde ocurre el recuerdo como placer y el olvido como gozo. Un doble juego que podemos atribuir a la historia. Leopardi fue un hombre severamente crítico de su tiempo histórico pero, además, lo fue desde su lugar en dicho tejido histórico, salvando su laicidad en medio de una reacción eclesial que pretendía lo que él repudiaba: explicar lo infinito. Al hacerlo, se encontró con el arte, la poesía, que era lo suyo, y la música, que no era lo suyo. Compuso una rapsodia verbal que responde a las contradicciones del pensamiento con la ufanía del decir certero que se vuelve bello porque, como diría Leopardi, es bello lo que conviene como forma a su materia y, al convenir, convence, según hacen los poetas y los músicos.

BIBLIOGRAFÍA
· Leopardi, Giacomo. Zibaldone di pensieri, edición de Anna Matia Moroni, introducciones de Sergio Solmi y Giuseppe de Robertis, Mondadori, Milán, (1937) 1999.
· Citati, Pietro. Leopardi, Mondadori, Milán, 2010.

· Origo, Iris. Leopardi, traducción de Paola Ojett, Rizzoli, Milán, 1994.
· Nietzsche, Friedrich. Fragmentos póstumos, iv, 24, traducción de Diego Sánchez Meca, Tecnos, Madrid, 2006.