POR BLAS MATAMORO

¿Qué es el hombre?
Un animal más adaptable que los demás.
GIACOMO LEOPARDI, 5 de agosto de 1821
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Entre 1817 y 1832 escribió Giacomo Leopardi las 4.526 páginas que constituyen su Zibaldone di pensieri. Como es sabido, no es éste el título de un libro sino el nombre del volumen encuadernado donde el poeta anotó sus reflexiones, comentarios, críticas, observaciones y cuanto más quiera enumerarse. No se trata de unos diarios, a pesar de recoger puntuales fechas. Poco y nada tienen de confidencial ni de crónica al día. Carecen de forma y esta carencia es su género.

Si de género se trata, me inclino a considerarlo por el lado de la música más que por el de las letras. Diría que se trata de una rapsodia textual y la rapsodia es, en efecto, el género musical de las piezas que no reconocen ninguna forma previa, que se conforman al hacerse. Se las suele asociar a fuentes regionales o pintorescas: rapsodia española, húngara, rumana, etcétera. Importa, y mucho, que se haya optado por una denominación que evoca a los rapsodas clásicos, poetas narrativos, capaces de relatos épicos. Un eco de grandes historias despiezadas y olvidadas hay en las rapsodias y también en los apuntes de Leopardi. No es un escritor de sonatas ni sinfonías sino de una rapsodia verbal. Inconclusa, como tantas otras célebres páginas de la música.

Podría decir al igual que Montaigne, fundador –cofundador con Pero Mexía– del moderno ensayo: «Je suis moi-même le sujet de mon libre». «Soy yo mismo el sujeto de mi libro», siendo que sujeto es el agente, el que actúa, y el tema, el objeto actuado. De tal modo, según acontece en las rapsodias, donde hay un tema emboscado que se muestra de modo aparentemente casual para desaparecer y reaparecer, el sujeto que compone está a la caza de este tema en cierta medida esquivo y apresable. Para el caso de estas páginas, el hombre en tanto ser humano, esquivo y apresable a la vez, sujeto involucrado en el decir y, al tiempo, lo dicho por él.

Leopardi se pasó la vida lidiando con los sistemas de pensamiento establecidos, los filosóficos, sólo capaces –nada menos– de producir cosas con sólo nombrarlas, inventar cosas inventando nombres de cosas. Esta pelea enmascara la nostalgia de un perdido orden racional de las cosas, es decir, el colmo del sistema. Más bien, Leopardi luchó contra los sistemas que aspiraban a la filosofía de lo perenne, lo inmutable, pero aceptó proponer su propio proyecto de sistema, que no es un constructo sino una dialéctica, una gimnasia intelectual: destruir todo absoluto relativizándolo y absolutizar lo relativo obtenido para destruirlo por absoluto y así sucesivamente. Lo dicho, ni una sonata ni una sinfonía sino una rapsodia sobre tema a determinar por ese mismo enfrentamiento de modos igualmente musicales: el mayor es el absoluto y el menor, el relativo. Entre ellos, un juego de modulaciones por medio de esas tonalidades que la música denomina, justamente, relativas. El símil no es forzado. Leopardi era un melómano y ha dejado cuantiosas páginas sobre el acto de escuchar y la objetividad de las músicas, de muy especial inteligencia.

Ahora bien, ¿cuál es el lugar de la verdad en su discurso? Tal vez el que ocupa una exclamación: «¡Oh, infinita vacuidad de lo verdadero!». Un ideal inalcanzable, como todo lo vacuo, la definitiva y estática coincidencia del ser y la cosa en la palabra. Una de las decisivas desesperaciones leopardianas. Por eso, feliz es quien ignora la verdad y es éste un principio natural, algo dado, y reflexionar y querer saber hace desdichado al hombre moderno, por ejemplo, el mismo Leopardi. No puede dejar de dirigirse a esa tentadora vacuidad: «El objeto de la cognición es la verdad; el objeto de la creencia es una proposición creíble». Aquí se abre otra pregunta: ¿por qué quien no cree sigue discurriendo?

La respuesta yace en la distinción entre la verdad que tenemos por tal y las verdades en las que creemos, un efecto retórico, propio del arte de persuadir, lo que los antiguos retóricos, justamente, llamaron el arte suasoria. Alcanzar la verosimilitud, lo que nos parece verdadero aunque esencialmente no lo sea, que Leopardi ejemplifica en el orador Bourdaloue. Lo bello y lo bueno, por ejemplo, son convicciones que varían según lo hacen las distintas sociedades y que no existen como categorías universales, válidas para todos y para siempre. Por lo mismo, son contradictorias: conocer es asentir y discutir. «Lo verdadero consiste esencialmente en dudar y quien duda sabe, y saber lo más que se puede saber». O sea, quien duda, al menos desde Descartes, quiere saber y no quiere dudar. Finalmente, según dirá Ortega a su tiempo, se instala a vivir en su creencia, que es convertir la idea en vivencia. La búsqueda de la verdad es la historia de las veracidades que construyen la memoria del ser humano.

Lo anterior desagua en la que es, quizá, la más fuerte categoría leopardiana: la assuefazione. En el epígrafe la he traducido por adaptación pero resulta ser bastante más compleja. Cuando se decide a definirla, Leopardi lo hace con la fórmula seconda natura (segunda naturaleza, algo que si bien no nos ha sido dado, nos damos a nosotros mismos como si fuéramos los Dadores, los iniciadores del don). En efecto, la assuefazione deriva de sí misma, a sí misma se funda y, en consecuencia, es absoluta, si por absoluto se entiende aquello que se desprende de todo y se sustenta a sí mismo. De tal modo, cabe hablar de una cierta naturaleza humana, distinta de la Naturaleza por excelencia, dentro de la cual actúa. Lo dicho, una naturaleza segunda. Por eso cabe decir que el hombre es un ser assuefabile, susceptible, conformable, cuyos talentos se adquieren por adaptación y costumbre. Assuefarsi es, en definitiva, aprender a ser humano. Con ello avanzamos hacia Ortega: a los hombres no nos es dado serlo sino que hemos de llegar a serlo.

La leopardiana assuefazione no es la simple acomodación a los cambios, siempre accidentales, de la historia, una mecánica adaptación a las innovadoras condiciones del ambiente, siempre accidentes históricos. Ser sensible a la novedad y tornarla costumbre, norma de cultura, la cual condicionará, a su vez, a la costumbre adquirida, será el hábito del hábito y también la condición de su crítica. Este ejercicio adaptatorio constituye un cuerpo educativo que se infunde y difunde entre los humanos, de mayores a menores. El hombre es un animal que, como tal especie única, nada tiene de innato y todo debe aprenderlo. Sus adaptaciones se convierten en sistemas de normas –lo que hoy podríamos denominar cultura– que se objetivan y se transmiten por la enseñanza. A la vez, tienen siempre un espacio de apertura a la accidental novedad, que es reconocida, adaptada y convertida, a su vez, en habitual.

El hombre es un aprendiz de lo humano y lo es por excelencia y por ministerio de la palabra: Babel. No el lenguaje, anchísima abstracción, sino la palabra, es decir, la pluralidad babélica de las lenguas. Entonces, nada sabemos de nacimiento, somos lo que aprendemos, lo que aprendemos a entender, lo que nos dicen y lo que aprendemos a decir de modo que se entienda lo que decimos. Incluso nuestra preciada diferencia, el uso de la razón, es algo que se adquiere. Ni los niños ni los primitivos son razonables. Son racionales en potencia pero no realmente razonables. En términos estrictos, los humanos carecemos de facultades innatas como sí las tienen los demás vivientes, sean plantas o animales. En nosotros, todo depende del aprendizaje, que es cultural, es decir, que varía entre sociedades y épocas. Somos racionales pero de variables formas de una supuesta razón que nos ha sido dada como mera virtualidad de modo universal.

Ciertamente, somos susceptibles aunque hay también unos pocos genios «sublimes, libres e irregulares». No nos acostumbramos a ellos pero marcan los límites de nuestra propia adecuación. Hay una relación dialéctica entre ambos extremos, lo repetitivo y lo único, que se necesitan para identificarse y distinguirse. Leopardi era capaz hasta de quedarse atónito ante sí mismo advirtiendo que estaba cumpliendo con una norma general.

Reflexionar, en efecto, es quedarse perplejo ante lo inhabitual. Para entender hay que esperar, quedarse a la espera. Se da un juego entre lo extraordinario, que se encamina hacia la costumbre para tornarse norma, y la expectación ante la novedad. Este vaivén dialéctico es el de la historia, que cambia gradual y lentamente. Es una obra mediocre, propicia a los espíritus medianos, talentosos en cuanto a la habituación, que consiste en geometrizar el espíritu del tiempo, convertirlo en formas, en normas.

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Para Leopardi, en rigor, no puede decirse lo que el hombre sea, acaso un ser que, al separarse de la naturaleza, ha perdido todo modelo. Recoge, en este sentido, la tradición humanística del Renacimiento, digamos la de Pico della Mirandola, que va dando pasos de escala hasta un contemporáneo del poeta, Hegel, cuando plantea la apertura a lo indeterminado del espíritu, espacio de la libertad creadora por medio del concepto. Indeterminado y, si se quiere, infinito en tanto inconcluso. No se puede nunca conocer del todo, será siempre, como quiere Ortega, de una ontología imperfecta. Hay una excepción, inalcanzable, la hipotética omnisciencia divina. Divino es, en efecto, el deseo humano, pero los objetos en que busca saciarse también son humanos y, en esa medida, son todos ponderados, insuficientes. La Antigüedad humanizó a sus dioses pero sólo alcanzó a divinizar a los hombres, en una suerte de intercambio tautológico. Queda en pie la utopía desiderante encarnada en un sentimiento de infinitud ajeno a la razón, una suerte de anhelo perfeccionista. El hombre es, pues, un animal deseante y su deseo actúa como sostén de la vida: desea estar vivo. Y este deseo, para un ilustrado de origen como Leopardi, legitima lo que puede denominarse dignidad humana.

Leopardi se plantea, en consecuencia, la cuestión del límite entre el género animal al que pertenece el hombre en tanto especie única. Es una pregunta que invoca al enigma y queda en calidad de tal, es decir, de pregunta. El hombre civilizado cocina y se viste lo mismo que el salvaje, sin poderse fijar la frontera más acá de la cual el uno se resguarda del otro. Sólo la historia, la ineluctable historia, acerca una respuesta, apenas audible para el hombre civilizado que no quiere ser salvaje, quiere ser más corrupto que el otro y acumular incisos de diferencia. ¿Es la corrupción algo inherente a una posible naturaleza humana?

El asunto se ensancha cuando entra en juego la individualidad. Los hombres somos disímiles y no tan sólo desiguales como ocurre en la naturaleza. Además, el hombre no solamente vive sino que también existe. Su existencia es autónoma de su vida como animal. En él se concilian la ontogenia del individuo y la filogenia de la especie: un hombre es él mismo y es, a la vez, todos los hombres. En tanto individuo es egotista, vive su naturaleza como su mundo. «El hombre no habla ni puede hablar más que de sí mismo». Su grandeza es irracional y su medida es racional, algo carente de intelecto, de capacidad de distinguir, y de vergüenza moral. La razón mide pero no valora.

La aspiración humana a la perfección se torna inútil desde aquella ontología imperfecta. Más aún, el heroísmo del gran hombre es incompatible con la perfección, es un actuar sin límites que nunca alcanza su plenitud. Una sociedad perfecta sería la inaceptable realidad del hormiguero, un ideal de organización definitiva incompatible con el deseante cuerpo humano.