POR ORLANDO GONZÁLEZ ESTEVA
Un día de silencio nacional, extensivo a todos los cubanos residentes en el extranjero, mostraría a la nación desorientada el rumbo que su locuacidad le oculta.
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La mudez de los peces alerta al pueblo cubano sobre los peligros de la profundidad.
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No saber lo que dice no priva al cubano de decirlo, y el placer que deriva de su audacia es tan obvio que incluso aquellos que saben que no sabe lo que dice callan y disfrutan de su facundia, convencidos de que es más provechoso escuchar a quien goza diciendo lo que no sabe, que escuchar a un soso que sí sabe lo que dice.
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«¡Cállate, cállate, cállate!», imploraba la madre cubana al niño que comenzaba a gorjear, intentando evitar lo inevitable.
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Hablas dormido, aunque nunca recuerdes con quiénes ni tu mujer parezca adivinarlo.
Las horas del día no te alcanzan para pagar la cuota diaria de palabras que garantiza tu vida.
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El silencio no es más que el sonido cansado, / si no el pueblo de Cuba ya lo hubiera enterrado.
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Los ríos de Cuba no necesitan traer piedras, ni siquiera ser ríos, para sonar.
Nosotros sonamos por ellos.
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Nunca pidas a un cubano que interprete tu silencio. Te sorprenderá descubrir cuántas cosas, sin saberlo, callas.
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La incontinencia verbal de los caudillos cubanos no es gratuita. El pueblo se reservará toda manifestación de idolatría mientras no demuestren que son más incontinentes que él.
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Si no eres lo que dices, eres lo que callas, y lo que callas no te dice la verdad.
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El velorio cubano suele ser bullicioso. Hay que matar el silencio que desborda la caja.
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Sorprende que el homenaje más hermoso y breve tributado al cine mudo sea cubano:
«No es que le falte / el sonido, / es que tiene / el silencio» (Fina García Marruz).
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El pueblo cubano no saca la lengua: la lengua lo saca a él.
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Las olas que estallan contra el malecón de La Habana repiten lo que el rey Juan Carlos I de España apostrofara a Hugo Chávez Frías en ocasión memorable: «¿Por qué no te callas?».
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No se trata de matar el silencio: solo de hacerlo callar.
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Los amantes cubanos no se hablan durante la apoteosis del acoplamiento: es la mayor demostración de amor que pueden hacerse el uno al otro.
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Lo que la nariz a Góngora –«Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa»–, la lengua al cubano.
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Un cubano en silencio es una isla donde el cotorreo de las aves que maravillaron a Cristóbal Colón aún fomenta la vocación parlanchina de los pensamientos en ciernes.
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Antes de la llegada del primer habitante, Cuba se oía sin interferencias.
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El fuego abisma al cubano: tantas lenguas y no poder hablar.
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Edvard Munch retrató el silencio y lo llamó El grito.
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«En boca cerrada no entran moscas»; en boca abierta, si es de cubano, tampoco: el palabreo incesante las mantiene a raya.
Saben esperar.
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La verbosidad del cubano es una prueba irrefutable de su amor a las proporciones.
Habla por todo lo que callará de muerto.
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Aunque el silencio no mata, ojo con el exceso.
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Lengüetazo: Intento inútil pero apetitoso de derrocar a un autócrata a fuerza de denostarlo.
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Nada más promiscuo que la conversación cubana. Las voces se superponen como cuerpos y, como tales, se ayuntan: las más fuertes con las más débiles, las más eufóricas con las más sufridas. El clímax dura horas; el posterior desfallecimiento y la recuperación, instantes.
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El cubano nunca habla solo: se sabe rodeado de seres que lo escuchan y que tan pronto son él mismo, desdoblado en un corrillo incorpóreo que lo aplaude o impugna, como algunos personajes históricos, parientes difuntos, amigos distantes o Dios.
Ora por hablar.
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Nada certifica que todo, alguna vez, fue silencio: pudo ser sonido. El silencio nació cuando algo comenzó a faltar.
Hablamos para corregir una falta.
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Los animales domésticos de Cuba no conocen el silencio: nos oyen pensar.
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Más que afanarte en recordar mi nombre, tennos siempre en la punta de la lengua.
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A Jaime Almirall, hijo
El silencio está al borde de la nieve, donde hay mucho silencio siempre enfría…
Hablar abriga.