POR  MENCHU GUTIÉRREZ

Podría decirse que la pobreza es la madre natural del zurcido y el remiendo, pero es cierto que, alejadas del apremio de la necesidad, hay también prendas que se mimetizan de tal forma con nosotros, que nos resultan tan cómodas, que deseamos alargar su vida todo lo posible, como esa bañera, reparadora del cuerpo, que se va enfriando poco a poco y a la que seguimos añadiendo agua caliente. Esos remiendos egoístas tienen la misión de alargar la vida de una prenda que nunca encontrará mejor sustituta.

Y existe también el afecto verdadero que crece hacia una prenda que nos ha prodigado sus cuidados durante muchos años, que nos ha protegido de las inclemencias del tiempo, hasta terminar convirtiéndose en una amiga. Esa prenda, como una persona enferma y envejecida, necesita ahora de nuestra asistencia, y los remiendos se convierten en los vendajes con los que cubrimos una herida o detenemos una hemorragia, una clase de reparación con la que deseamos alargar su vida, en una suerte de acto de compañerismo o de correspondencia poética.

Tuve un profesor que vestía siempre una chaqueta maravillosamente remendada. De esta prenda sus alumnos podíamos aprender tanto como de sus clases: verdadero tratado de su relación con la vida que se expresaba, artículo a artículo, remiendo a remiendo, hasta el punto de que cada retal parecía haber sido numerado y datado.

A veces mi profesor era el príncipe mendigo que ponía cada día a prueba su estatus; en otras ocasiones, la chaqueta remendada era el disfraz de un aristócrata cansado o aburrido, una reliquia del carnaval. Hijo de una familia acaudalada, mi profesor era el heredero de una pequeña fortuna, pero había elegido el lenguaje del remiendo como un hábito. Y el hábito, como el de san Francisco de Asís, representaba también un voto de pobreza que deseaba evidenciar y que aumentaba su distinción.

Por contraste, esta suerte de compromiso visible con la humildad me hacía pensar en los nobles rusos que tras la Revolución bolchevique, tuvieron que emigrar a distintas ciudades europeas, donde vivían miserablemente. La literatura los describe de manera cruel, convertidos en mendigos de otra clase social que, si no recibía limosna a ras de la calle, lo hacía en los pisos de familiares lejanos mejor situados. Para visitarlos, sacaban de sus baúles los elegantes vestidos o los fracs medio apolillados y zurcidos, intentando disimular a toda costa el perdido esplendor.

Los remiendos se exponen con claridad o tratan de ocultarse. Quienes no tienen que justificar el remiendo lo llevan con indiferencia o con orgullo. Proyección unas veces involuntaria, otras voluntaria de la riqueza moral.

Decía Robert Walser que, antes de ponerse a escribir, se enfundaba «una bata de prosas breves». La persona que nunca quiso trajes nuevos, que detestaba tanto como la fama, el escritor orgulloso de seguir calzando sus zapatos rotos, se ponía esta prenda de vestir cómoda, en cuyo armario de dos perchas inmediatamente imaginamos muy gastada e incluso apedazada, y en la que los remiendos se convierten en pequeños retales hechos de palabras.

Como inspirado por san Francisco de Asís, Walser convierte un humilde instrumento utilitario como un botón en lo que podríamos llamar Hermano Botón, y se dirige a él como a un pequeño y modestísimo amigo: «Querido botoncillo: Cuánta gratitud y reconocimiento te debe aquel a quien vienes sirviendo hace ya varios años –más de siete, creo–, con tanta fidelidad, celo y perseverancia… Por fin he logrado ver claramente lo que significas y cuánto vales».

Piensa Walser que la renuncia al elogio y al reconocimiento sitúa al botón en un nivel superior de espiritualidad: «¡Querido! Deberían tomarte como ejemplo los que viven acosados por la manía del aplauso permanente… Tú, en cambio, eres capaz de vivir sin que nadie se acuerde, ni lejanamente, de que existes. Tú eres feliz, pues la modestia se hace feliz a sí misma, y la fidelidad se siente a gusto consigo misma».

En nuestro paseo por el rastro de la ciudad, nos parece ver al botoncillo o al Hermano Botón sobre el que escribiera Robert Walser, mezclado con otros botones, en una pequeña caja de cartón abierta. Esta caja se expone en el mostrador de un puesto de aspecto tan endeble que nos hace pensar en un castillo de naipes. En la superficie hay otros objetos, algunos reconocibles, otros difíciles de interpretar; entre ellos, como un pequeño astro para la atención, aparece un huevo de madera. El comprador se acerca, lo toma en la mano, acaricia su superficie y pondera su utilidad. Decide adquirirlo como un bello objeto decorativo, algo que es deseable tocar. Además, tiene un eco simbólico, que se asocia de forma natural al nacimiento. Tal vez un comprador curioso acudirá más tarde a una enciclopedia para buscar posibles significados y lo emparentará con los huevos de jade, de lapislázuli o de marfil de antiguos rituales, o con los huevos Fabergé creados para los zares de Rusia; este, más modesto, de madera de pino, quizá se utilizara en alguna ceremonia del mundo rural.

Sin embargo, el huevo de madera que sostiene en las manos, improvisada mesa de quirófano, nació como soporte para la tarea de zurcir. La forma oval encajaba bien en el talón desgastado del calcetín de lana y la madera suplía al dedo desnudo que podía resultar herido por la punta de la aguja durante la operación. Quizá un día, antes de ser descascarillado y comido, un simple huevo duro sirvió como superficie provisional para llevar a cabo esta labor de cirugía. Y quizá una imaginativa zurcidora pensó en lo conveniente que sería contar con un huevo resistente al paso del tiempo, un huevo amigo que se quedara a vivir en su costurero, con las agujas, las tijeras y el hilo.

Hace algunos años, en un paseo nocturno por un zoco de Marruecos, después de una cena, cuando la inmensa mayoría de los puestos se encontraban ya cerrados y solo algunas bombillas desnudas iluminaban operaciones de última hora del comercio, descubrí a un anciano que, sentado en una esquina, tenía delante de sí una cajita de cartón en la que había dos huevos. Los huevos eran de una blancura tan reluciente que, en la oscuridad, actuaban como balizas y ayudaban a señalizar el laberíntico trazado de las callejuelas.

Se trataba del más modesto de los comerciantes. Vestido con andrajos, sin embargo, poseía una gran elegancia, y la esterilla sobre la cual estaba sentado bien podía ser un trono. Al pasar más cerca de él, me di cuenta de que esa aparente indiferencia ante la adversidad, que lo convertía en un ser tan distinguido, era en gran parte consecuencia de su ceguera, y del halo de aislamiento que esta lleva aparejada. Por su blancura, tan triste, los ojos del hombre, cubiertos de unas densas cataratas, guardaban cierto parecido con los huevos que vendía. Sorprendentemente, la presencia del anciano en esa esquina y a aquellas horas tenía un sentido: sin duda, se encontraba allí porque en algún lugar del zoco alguien conocía o podía intuir su presencia y su mercancía.

En su novela El hospital de la transfiguración Stanislaw Lem escribía: «Los manicomios siempre han destilado el espíritu de la época. Todas las deformaciones, las jorobas psíquicas y las excentricidades están tan diluidas en la sociedad que resulta difícil percibirlas, pero aquí, concentradas, revelan claramente el rostro de los tiempos que vivimos. Los manicomios son los museos del alma». Pienso que este sanatorio psiquiátrico de Lem se complementa con el Rastro madrileño sobre el que escribiera Ramón Gómez de la Serna, a su vez emparentado con los rastros y mercadillos de otras muchas ciudades del mundo, con los que conformaba una especie de «mapamundi del mundo natural». A las orillas de esta «playa cerrada y sucia de la ciudad», formada por sus puestos o sus mantas en el suelo, llegarían los descartes de la vida de sus habitantes, que allí quedaban «engolfados».

Al igual que en el manicomio de Lem, este Rastro nos ayudaría a estudiar otro tipo de patologías asociadas al comercio, al desorden generado por una sociedad desigual y al extraño equilibrio que, sin embargo, se establece entre quienes llegan y quienes están, entre lo que se ofrece y lo que se recibe, lo que desaparece en un lado y aparece en otro. Como en la homeostasis de un cuerpo que, en su teoría de Gaia, James Lovelock hace extensiva al planeta y que Gómez de la Serna, gran observador, veía en el organismo llamado ciudad que se hacía visible en el Rastro: el mantero al que la policía obliga a mover su mercancía y que acaba posándola en otro lugar. Los ríos de manteros de hoy que, como el agua, se desbordan por las aceras de la ciudad y se desplazan de manera incesante. Inmigrantes y mercancías sin papeles, que viajan casi juntos, en los dobles fondos de autobuses y de barcos, o son tratados como sus iguales.

La producción incesante, las copias del lujo, los productos superfluos que continúan fabricándose sin cesar para compradores que no existen terminan por llegar a los lugares más insospechados, objetos nuevos que llevan la etiqueta del exterminio desde su nacimiento. Nacidos para los cementerios de la basura.

Total
2
Shares