POR CARLOS BARBÁCHANO

¡Inteligencia, dame / el nombre esacto [sic], y tuyo, / y suyo, y mío, de las cosas!

Juan Ramón Jiménez

 

Estos versos de Juan Ramón Jiménez en Eternidades pueden definir, creo que atinadamente, la obra literaria y cinematográfica de Eric Rohmer, pseudónimo artístico de Maurice Schérer (Tulle, Corrèze, 1920). De entre todos los jóvenes realizadores que a finales de los años cincuenta minaron en Francia las normas y los abultados presupuestos del llamado cine comercial, pocos se mantuvieron tan fieles a sí mismos y a sus propósitos iniciales como Eric Rohmer, que fue además una suerte de admirado hermano mayo para sus compañeros de generación. Su amplia y variada filmografía nos demuestra que las aportaciones de la nouvelle vague y del anterior neorrealismo, así como del free cinema y de la primera oleada de los jóvenes cineastas de la Europa del Este y de algunos directores independientes americanos (actores desconocidos o poco conocidos, ligeros equipos de filmación, presupuestos económicos modestos, producciones en cooperativa, rodajes preferentemente en exteriores, diálogos naturales y desenfadados, nuevos planteamientos vivenciales…) siguen siendo armas eficaces, incluso en estos tiempos regidos por las omnipresentes plataformas audiovisuales, para luchar modestamente contra el aborregamiento estético, la pobreza moral y la simpleza ideológica marca de la casa de la mayoría de los productos fabricados por las multinacionales del entretenimiento.

Esa constante fidelidad a sus orígenes que caracteriza la obra de este escritor y cineasta se debe probablemente a que Rohmer no es en el plano estético un artista de ruptura, sino un inteligente innovador que cuenta siempre con el breve pero intenso pasado cinematográfico que se acuñó desde Lumière hasta el inicio de su propia carrera. Es aparentemente un cineasta clásico cuyas innovaciones provienen, más que de provocaciones estéticas e ideológicas (el cine de Godard, por ceñirnos al ámbito francés) o de refinadas estilizaciones intelectuales (el de Alain Resnais), de la concepción y el tratamiento de la historia que se nos cuenta en la pantalla, del siempre ejemplar uso del espacio y del tiempo fílmicos en sus realizaciones y del minucioso y paciente trabajo que realiza con los actores, elementos primordiales de su cine. Estamos ante un dramaturgo que es, a la vez, un narrador nato que logra lo que considero más difícil en un cineasta: la invisibilidad de la cámara. Su cine podría definirse como esencialmente comunicativo, funcional, un cine donde se entremezclan, con probada sabiduría, pensamientos y emociones, proporcionándonos un conocimiento más preciso y revelador de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Un cine, en resumen, didáctico, humanista, sociológico y, lo veremos al final, profundamente poético.

Profesor de literatura en su juventud, novelista precoz (su novela Elisabeth aparece en 1946, bajo otro pseudónimo: Gilbert Cordier) y crítico cinematográfico de numerosas publicaciones, Rohmer fue redactor jefe de la mítica Cahiers du Cinéma en la época crucial de la eclosión de la nueva ola ya que gran parte de sus jóvenes cineastas salieron de la revista. Dirige su primer largometraje, Le Signe du Lion, en 1959. Tras su primer largo, una historia salpicada por el azar y el juego (verdaderas constantes en su filmografía), alternará el cine con el ensayo y la televisión educativa. Entre 1962 y 1972, lleva a la pantalla su magnífica serie de seis Cuentos morales, relatos escritos en buena parte veinte años antes: dos mediometrajes (La Boulangère de Monceau y La Carrière de Suzanne) y cuatro largometrajes (La Collectioneuse, Ma nuit chez Maud, Le Genou de Claire y su un tanto amargo epílogo L’amour, l’après-midi).

En una interesante entrevista concedida a la revista parisina Cinéma 71 (núm. 153, febrero de ese año), Rohmer declara que concibió la serie como «seis variaciones sinfónicas» sobre un mismo argumento que somete «a una vasta operación combinatoria». Los seis relatos y su trasposición cinematográfica responden en consecuencia al mismo esquema argumental que puede resumirse así: un protagonista masculino está con la mujer A pero aparece otra mujer, llamémosla B, normalmente bastante más compleja, inquietante y atractiva que A, con lo que el personaje masculino entra en conflicto pero al final se queda con A. La acción en cada uno de estos episodios se reduce al mínimo, pues casi todo sucede en el interior de los personajes: «un cine —resume el autor— de pensamientos más que de acciones». El modelo estructural es narrativo, de hecho la voz en off suele enmarcar cada episodio, pero es el diálogo lo que fundamenta estos Cuentos morales. Rohmer cuenta siempre con la complicidad de los actores elegidos y, en ocasiones, son los propios intérpretes los que enriquecen con sus sugerencias el texto original, como sucede, por ejemplo, con Antoine Vitez, dramaturgo por cierto, en Ma nuit chez Maud, el mayor éxito comercial de la serie o con el trío actoral de La Collectionneuse, que aparece como coguionista en los títulos de crédito. La maestría de Rohmer como dialoguista es tal que llega a encandilarnos en Maud con una larga discusión a tres bandas en torno a Pascal, el jansenismo y el cálculo matemático de probabilidades. Por otra parte, sus Cuentos morales cumplen con la máxima rimbaudiana de que el arte debe estar por delante de su tiempo y anticipan en este caso el conservadurismo de los años setenta. Tal vez la libertad sexual de La Collectioneuse podría desmentir ese principio, pero Adrien, su protagonista masculino, vuelve al final de la historia al redil, como todos sus donjuanescos y a veces patéticos compañeros.

A mediados los años sesenta dirige Place de l’Étoile, episodio de Paris vu par…, que reúne a buena parte de su generación; la ciudad de París será una de las constantes espaciales y poéticas de su cine y del de toda la nouvelle vague. En 1976, inicia con Die Marquise von O, según el relato homónimo del romántico alemán Von Kleist, una trilogía de modélicas adaptaciones literarias que completará con Perceval le Gallois, adaptación minimalista del texto de Chrétien de Troyes (1978), y Les Amours d’Astrée et Celadon (2007), su testamento cinematográfico.

La femme de l’aviateur inicia una nueva serie, ya en la década de los ochenta, curiosamente también de seis películas, que su autor, recordando a Musset, titulará Comedias y proverbios. Una serie mucho más abierta que la anterior llegando incluso a prescindir casi de guión en alguno de sus títulos. Si los protagonistas de los Cuentos morales se debatían entre sus ideas o creencias y el deseo, las protagonistas de esta nueva serie son jóvenes idealistas y sus elecciones no son definitivas; pese a sus aparentes fracasos, se abre ante ellos un mundo lleno de posibilidades. Protagonistas masculinos antes, femeninos ahora, salvo en La femme de l’aviateur. En los Cuentos predominaba lo narrativo mientras que lo teatral, y muy especialmente el teatro de enredo dieciochesco, preside las Comedias, encabezadas siempre por un proverbio que sitúa una trama donde el juego, el azar (siempre el azar), los malentendidos, nos ofrecen un interesante documento sociológico sobre el desorden amoroso de los ochenta. Si en la serie anterior Rohmer ironizaba con el mito donjuanesco por medio de los personajes masculinos, aquí es el ideal amoroso quijotesco lo que hilvanará la conducta de las jóvenes heroínas. La ironía rohmeriana, sin dejar de estar presente en esta nueva serie, convive ahora con cierta ternura y empatía hacia sus personajes, por disparatados que estos sean. La estructura circular preside los cuatro primeros títulos (La femme, Le Beau mariage, Pauline à la plage y Les Nuits de la pleine lune) y los personajes suelen retomar al final de la historia el punto de partida. En tanto que Le Rayon Vert, el quinto, se aleja de sus precedentes e incluso termina con un happy end; el último, L’ami de mon amie, es una especie de síntesis de toda la serie que se cierra con un inquietante e irónico intercambio de parejas que muestra a través del color de los atuendos de los personajes que en breve todo volverá al principio.

Antes de cerrar esta serie, inmediatamente después de El rayo verde y animado a continuar la estela de la improvisación, lleva a cabo las deliciosas e hilarantes Quatre aventures de Reinette et Mirabelle, protagonizadas por dos jóvenes amigas, casi adolescentes: la rústica y agridulce Reinette y la encantadora urbanita Mirabelle. El primero de los sketchs, La hora azul, la persecución de ese minuto silencioso que precede al alba, sella poéticamente su amistad y Reinette marcha a París para perfeccionar su don (es pintora autodidacta) y compartir piso con Mirabelle. París y la cómica Reinette son centrales en las tres siguientes aventuras, más bien una sucesión de chocantes incidentes que propician el debate entre las chicas sobre temas tan vigentes como el dinero, la caridad, la justicia o el silencio, tan ausente de las grandes ciudades. París es, una vez más, coprotagonista de su cine en este divertimento que Rohmer se permite, atraído por la frescura y espontaneidad de sus jovencísimas intérpretes, antes de cerrar sus Comedias y proverbios e iniciar con la década de los noventa la que será su tercera y última serie, sus Cuentos de las cuatro estaciones.

La meteorología y su influjo, una constante más en el cine de Rohmer, enmarca estas cuatro estaciones en las que el cineasta vuelve a ejercer un mayor control sobre sus historias, al modo de sus Cuentos morales. Si aquellos trataban el enrevesado mundo de los adultos y las Comedias los vaivenes sentimentales de los jóvenes, las Estaciones reúnen a jóvenes y adultos en una reflexión más detenida y esperanzada sobre el amor, el lenguaje, el azar, nuestros propios hábitos. También en este caso el último capítulo, el magistral Cuento de otoño (1998), interpretado por sus dos de sus actrices más habituales, Beatrice Romand y Marie Rivière, es una suerte de inteligente síntesis de las estaciones anteriores. Con final feliz, como Cuento de invierno. Esta nueva serie se interrumpe en un par de ocasiones con dos títulos curiosos: L’arbre, le maire et la médiathèque (1992) y Les rendez-vous de Paris (1995). El primero de ellos retoma la dialéctica ciudad/campo, tan presente en su cine, confrontando el conservadurismo naturista con el progreso en tanto que el segundo nos devuelve al azaroso mundo de los sentimientos a través de tres episodios amorosos en un París omnipresente.

Rohmer inicia el siglo xxi con una recreación histórica, L’Anglaise et le duc, adaptación de las memorias de Grace Elliot, dama británica residente en París que vive y sufre la etapa revolucionaria del terror. Íntimamente ligada a su país pero también a la defenestrada monarquía francesa, es una suerte de doble agente que pone en peligro su vida socorriendo incluso a sus adversarios. Antes el cineasta ya nos había gratamente sorprendido con el minucioso detallismo con que ambientó sus versiones literarias del pasado en La marquesa de O y Perceval, y ahora nos recrea estilizadamente, pero no con menor dramatismo, el París revolucionario. Quienes acusan a Rohmer de ser un artista reaccionario pueden encontrar en esta adaptación un engañoso pretexto para fundamentar su opinión. Tenemos que agradecer, por el contrario, la visión que del proceso revolucionario nos da Rohmer a través de su heroína, tan lejos de los tópicos acuñados al respecto. En 2004 dirige Triple agente, más que una película de espías, el retrato psicológico de un presunto ruso blanco que juega a tres bandas en los oscuros y dramáticos años treinta.

Le Romance d’Astrée et Celadon es su última película, exquisita adaptación de La Astrea, la novela pastoril de Honoré d’Urfé, ahora olvidada pero famosísima en el siglo xvii. Su Romance es un canto al amor y a la naturaleza, como a otro nivel lo era el Desayuno en la yerba, de su admirado Renoir. Los sonidos ambientales, las canciones de Celadon, son la verdadera música del filme. Puro garcilasismo traspasado por un erotismo contenido pero manifiesto, como corresponde a la ideología contrarreformista de la novela original.

Rohmer combinó su amplia filmografía con una notable labor ensayística. Le goût de la Beauté es el significativo título que elige para su antología crítica más conocida. Dedica su tesis doctoral a la organización del espacio en el Fausto de Murnau y firma con Claude Chabrol su estudio sobre Hitchcock y con André Bazin el de Chaplin. Los Cuentos morales y las Comedias y proverbios cuentan con varias traducciones españolas.

Retomemos el inicio de estas páginas, el momento en que considerábamos su cine como profundamente poético. Mediados los años sesenta, Pier Paolo Pasolini define lo que considera «cine de poesía» en el festival de Pesaro, un cine en el que la cámara y sus movimientos se convierten en protagonistas. Rohmer le responde poco después en Cahiers declarando no creer que un cine donde se manifieste constantemente la escritura cinematográfica sea más moderno ni más poético que otro donde la cámara se borre y el espectador la olvide. «Para mí, existe una forma moderna de cine de prosa y de cine “narrativo” donde la poesía está presente, pero no buscada de antemano: aparece por añadidura, sin que la solicite expresamente», como  —añadimos— sucede en su cine, un cine que nos lleva a conocer mejor las cosas que la vida cotidiana nos oculta, retomando la cita juanramoniana que encabeza este artículo y que revive al tiempo con enorme frescura y precisión la vida de nuestro tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

· Méndez-Leite, Fernando: Eric Rohmer, el contenido de una obra moral, en Reseña, núm. 74, abril 1974.

· Rohmer, Eric: Le goût de la Beauté. Écrits Cahiers, Paris, 1984. El gusto por la belleza, Paidós, 2000.

· Magny, Joel: Eric Rohmer. Rivages, Marseille, 1986.

· Heredero, Carlos F. y Santamarina, Antonio: Eric Rohmer. Cátedra, Madrid, 1991.

· Serceau, Michel: Éric Rohmer. Les jeux de l’amour, du hasard et du discours. Éditions du Cerf, París, 2000.

· De Baecque, Antoine y Harpe, Noël: Eric Rohmer, biographie. Stock, París, 2014.

· Barbáchano, Carlos: Cine de poesía contra cine de prosa. La polémica Pasolini-Rohmer medio siglo después, en Revista de Occidente, núm. 417, febrero de 2016.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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