«Nada responde a nada / cuando todo habla», escribió Hugo Mujica y, realmente, ese ruido es el que caracteriza este contemporáneo imperio del yo caracterizado por la emotividad extrema, por la celebración de la propia opinión elevada a dogma excluyente y por el aislamiento de las redes sociales dentro de cuyas burbujas diseñadas por algoritmos de afinidad nadie escucha a nadie ni se acepta otro lenguaje que el propio. En estos tiempos de ruido incesante en los que parece que el lenguaje ha sido completamente colonizado por el márquetin, y en los que se impone cada vez con más fuerza (canonizada ya por prestigiosas editoriales y libros de texto) esa poesía que algunos han denominado «poesía de las redes sociales» o «Instapoesía», es más necesario que nunca volver a estos poetas que reclaman el silencio y la escucha como actitudes poéticas esenciales y consideran el espacio poético como aquel donde pensamiento y palabra son capaces de abrir un horizonte en el que hombre pueda pensarse a sí mismo y al mundo más allá del dominio del lenguaje imperante.
Es hora de reclamar silencio y escucha y, para ello, estas líneas intentarán, a través de algunos textos de los poetas antes mencionados, indagar en qué significa exactamente ese silencio con que la etiqueta «poesía del silencio» clasificó a estos poetas.
El silencio en la poesía de Juarroz se convierte en una constante simbólica. Supone, por un lado, un límite, una experiencia más allá de lo humano y lo lingüístico; por otro lado, es una condición, un componente esencial de la palabra poética para que esta sea original (original no en el sentido de diferente, sino en el sentido de creadora, fundante). Y eso implica un sacrificio: el sacrificio del hombre, de su lenguaje cotidiano, de su realidad perfectamente revelada. Un breve análisis del siguiente poema puede aclarar mejor estos conceptos:
Recortar figuras del silencio
como de un cartón de singular consistencia
y armar con ellas un nuevo paisaje,
donde el vaivén de la luz y el trajinar del tiempo
no presionen sobre los imprescindibles circunloquios del corazón.
Pero recortar después otra figura
de ese cartón más delgado que es la palabra del hombre
y asociarla humildemente a las otras,
no para nombrarlas
sino para dar más color a su misterio.
Y es probable que entonces surja allí otra figura,
recortada no sabemos de dónde,
una figura que por fin nos muestre
el rostro desamparado que perdimos.1
El poeta trabaja con el silencio que se describe con la característica de la densidad, pues el «cartón» del cual se recortan las figuras aparece como «de singular consistencia». Ese trabajo sobre el silencio da como fruto «un nuevo paisaje». Es decir, la desautomatización de la realidad. El silencio es la base imprescindible de la poesía porque otorga un espacio de «oscuridad fuera de la historia» donde «el vaivén de la luz y el trajinar del tiempo no presionan». Por estar hecho de silencio, ese «paisaje» es inhabitable, invisible, vedado para el hombre. La poesía pretende iluminar ese misterio; pero ha de hacerlo con «humildad», sin imponer ni actuar como sujeto, respetándolo.
En esta concepción de la poesía como unión de silencio y palabra, que pretende nombrar el misterio sin desvelarlo, Juarroz coincide con José Ángel Valente y Hugo Mujica. Ambos consideran esa dualidad como la única vía poética. En Mujica, por ejemplo, podemos leer esta definición de poesía: «Son los silencios los que acotan los límites de las palabras. Es el blanco de la página, anterior y posterior, el que enmarca y contiene a las palabras escritas. (…) De esto que lo blanco, el silencio, no sea sólo un límite de la escritura, un borde de la voz, no sólo acote y puntualice al habla, sino que el silencio sea constitutivo del habla como el espacio de la palabra escrita. Constitutivo del habla que es trama hilada de silencios y palabras, de palabras y silencios. (…) Juego en el que cada parte da sentido a la otra: sin la palabra el silencio es un vacío. Sin el silencio la palabra no es palabra, es borde sin mar. Ruido sin sentido.»2
Por su parte, Valente recurre a la cábala y la mística judía para hacer su propia metáfora sobre la unidad de silencio y palabra: «En el capítulo del Zohar que lleva por título El libro secreto, se dice lo siguiente: “Veintidós letras son invisibles y veintidós visibles. Una Yod está escondida; una Yod manifiesta. Lo visible y lo invisible se equilibran en la Balanza”. Letras, textura de la palabra: trama y urdimbre hilan lo invisible con lo visible. Como hila el entero lenguaje lo decible con lo indecible. Algunos cabalistas hablan aún de una letra vigésimo tercera, la letra ausente, la que yace escondida en los espacios blancos, en los espacios de mediación entre las otras letras. Ahí, en el sutil espacio de mediación, encontraría su territorio natural la palabra poética.»3
¿Por qué se considera el silencio tan esencial? ¿Por qué crece su significación hasta convertirse, en el texto de Valente, casi en huella de lo divino? Para responder a esta pregunta, tenemos que recurrir a Heidegger, cuyas ideas se convierten en el verdadero nexo de unión entre estos tres poetas del silencio, el lenguaje y el origen, pues en el mito del origen confluye la condición de silencio para la palabra poética.
La relación entre silencio, palabra poética y origen en Heidegger aparece en sus últimas obras, especialmente en Caminos de bosque y en De camino al habla. En la primera, dentro de la cual se incluye su artículo «El origen en la obra de arte», Heidegger hace una interesante distinción entre unos conceptos redefinidos por él: mundo y tierra.
Según Heidegger, la obra de arte, en su acto de creación, consigue que se haga presente el silencio, el «ocultamiento», del cual procede toda apertura, toda revelación del mundo. A este equilibrio de la obra de arte en el que revelación y apertura no anulan, sino que, al contrario, consiguen poner de manifiesto, la oscuridad y el ocultamiento, Heidegger lo llama «conflicto de mundo y tierra en la obra». Y esta dualidad es fácilmente extrapolable a la dualidad palabra poética-silencio, pues, tanto en Juarroz, como en Valente y en Mujica, se da ese equilibrio por el cual el silencio necesita de la palabra para manifestarse; pero con la peculiaridad de que la palabra poética, a diferencia de la común, es capaz de nombrar el silencio sin agotarlo, sin ocultarlo.
Por tanto, la dualidad del poema de Juarroz (que dedicaba la primera estrofa a crear ese espacio oscuro y atemporal del silencio, y la segunda a crear una palabra «humilde» que fuera capaz de iluminar el misterio sin agotarlo) puede aproximarse a la dualidad mundo-tierra. Heidegger entendía por tierra (Erde) lo oscuro, lo oculto que funciona como «reserva» del sentido. La tierra de Heidegger se corresponde con la primera estrofa del poema de Juarroz, un espacio denso, del que puede nacer «un nuevo paisaje» y que está al margen del «vaivén de la luz y el trajinar del tiempo». Por el contrario, el mundo (Welt) es la apertura del mundo, la luz, el significado, lo que en el poema de Juarroz es «la palabra del hombre». Lo que diferencia al mundo creado por la palabra del poema del mundo de la palabra cotidiana es, precisamente, su relación con la tierra, con el silencio. Por eso la obra no se agota, no tiene un significado unívoco como el mundo «dado», pues deja ver siempre esa oscuridad generadora de otros significados.
Pero el despliegue de esa estética no me parece una mera cuestión de tendencias poéticas o de estilo (en el peor sentido de estos términos, es decir, repetición, fórmula, cliché, moda): creo que, como han mostrado los poemas anteriores, hay una sólida propuesta ética implicada: un llamamiento a la escucha, a la humildad, a renunciar a la identidad entendida como dominio absoluto de la realidad y sus significados
El silencio tiene por tanto una doble cara: es por un lado lo inaccesible al hombre, lo cerrado, lo oculto. Pero, por otro lado, es también lo necesario e imprescindible para el hombre: el espacio de reserva que permite lo infinito de los mundos y las significaciones. Pero, junto a palabra y silencio, falta todavía el tercer elemento en el poema de Juarroz. Puede entenderse que las dos primeras estrofas suponen una relación de tesis-antítesis, palabra-silencio. Sin embargo, la tercera estrofa es algo diferente a una síntesis, del mismo modo que no puede considerarse como síntesis el «conflicto de mundo y tierra» del que habla Heidegger, o la «balanza cabalística» de Valente. La estrofa que cierra el poema de Juarroz es la que une los contrarios, sin reducirlos, en un espacio de origen. La poesía, la suma de silencio y palabra humilde, puede dar como resultado la apertura del inaccesible origen, que se presenta no como síntesis, sino como posibilidad, como profecía, como proyección: «Y es probable que entonces surja allí otra figura».
Cuando Juarroz dice que «es probable que entonces surja allí otra figura recortada no sabremos de dónde» está realizando su particular síntesis entendida como desaparición, como abandono. El «allí» es el poema, la unión del «recorte de silencio y recorte de palabra». El «entonces» es el tiempo ajeno, en el que el hombre ya no es fundamento y sujeto de la realidad. La poesía, al escuchar el silencio e incorporarlo como reserva de significación a su mundo original, creado, ofrece ese contacto o inminencia de lo otro: de ahí la profecía, la promesa, la posibilidad.
Heidegger también reflexionó sobre esta relación del poema con la idea de proyección: «El decir que proyecta es poema: el relato del mundo y la tierra, el relato del espacio de juego de su combate y, por tanto, del lugar de toda la proximidad y lejanía de los dioses. (…)El decir que proyecta es aquel que, al preparar lo que se puede decir, trae al mismo tiempo al mundo lo indecible en cuanto tal».4
No hay síntesis, sino proyección, porque el poema es ya un espacio más allá del hombre como fundamento, un espacio de equilibrio en el que entra en juego, gracias al silencio, a la tierra, lo otro del hombre que este necesita para completar su imagen, su rostro perdido que nunca vendrá de sí mismo: tendrá que venir «no sabremos de dónde».
La unión de palabra y silencio que obtiene como resultado un espacio de futuro, profecía y esperanza, la encontramos también en poemas de Hugo Mujica como este, llamado «Otro inicio, otra música»:
nada responde a nada
cuando todo habla.
hay que soñar
un sueño sin voces,
volver a cantar escuchando.
dejar correr una lágrima
con la cara
bajo la lluvia
un silencio
que sea un anuncio, un anuncio
que lo nazca,
un alba en la palabra alba.5
Se puede observar un proceso muy similar al explicado en el poema de Juarroz. En primer lugar, se plantea la ausencia de otredad que se da «cuando todo habla»; luego surge el imperativo hacia el silencio: «un sueño sin voces». Sueño y silencio hacen desaparecer al hombre como sujeto, acallan el «todo habla» de la realidad de la vigilia, y se busca el equilibrio que situó Juarroz entre «las figuras del silencio y las figuras de la palabra», condensado aquí en la imagen del «cantar escuchando».
El canto como palabra poética, como canto que ya no es pura identidad porque incluye, en equilibrio, lo otro que viene de fuera, del silencio: por eso hay que cantar escuchando. La renuncia o humildad que implica el acto de escuchar propicia la aparición de la profecía, del alba. El «alba» es la forma que no se ha formado; en el alba la noche no es la pura noche inaccesible, y el día no ha borrado la noche; el alba es el equilibrio, la balanza entre silencio y palabra, entre mundo y tierra. Es profecía, anuncio y origen, inminencia.
También José Ángel Valente establece la misma relación de equilibrio y profecía en el siguiente poema, de título «Palabra»:
Palabra
hecha de nada.
Rama
en el aire vacío.
Ala
sin pájaro.
Vuelo
sin ala.
Órbita
de qué centro desnudo
de toda imagen.
Luz,
donde aún no forma
su innumerable rostro lo visible.6
La clave del poema de Valente en lo que se refiere a nuestra argumentación se concentra en ese adverbio «aún» que marca ese tiempo original y de inminencia, de profecía atenuada cuya misión no es la promesa cierta de un nuevo mundo, sino la de nombrar el silencio y lo indecible sin revelar su misterio. En términos heideggerianos, algo así como mostrar lo oculto como lo oculto.
La repetición de la negación «sin» en este poema de Valente, asociada a la idea de desnudez y de despojamiento, nos recuerda también que en la «poesía del silencio» hay toda una estética de lo negativo: el silencio, la nada, el vacío, la oscuridad. Pero el despliegue de esa estética no me parece una mera cuestión de tendencias poéticas o de estilo (en el peor sentido de estos términos, es decir, repetición, fórmula, cliché, moda): creo que, como han mostrado los poemas anteriores, hay una sólida propuesta ética implicada: un llamamiento a la escucha, a la humildad, a renunciar a la identidad entendida como dominio absoluto de la realidad y sus significados. En uno de sus más célebres poemas, Juarroz invitaba a «desbautizar el mundo», y ese neologismo esconde también una llamada ética que considero esencial a la labor del poeta: cuestionar el significado que una determinada época o pensamiento ha impuesto a los elementos de la realidad que habitamos, pues solo revelando su fragilidad puede existir el cambio, la aparición de algo nuevo.
Hay una dimensión ética, más necesaria que nunca, en la estética del silencio, en la poesía entendida como un ejercicio de humildad y no de dominio que puede, en esa negación del «yo» y del lenguaje de la identidad, liberar a las palabras y, por extensión, al hombre, de sí mismos, del ruido incesante de este presente infinito que anula cualquier posibilidad de imaginar otro inicio, otra música.
1. R.Juarroz. Octava poesía vertical, incluido en el volumen Poesía vertical 1983/1993. Emecé. Buenos Aires.1993, pág. 32.
2. Hugo Mujica. Flecha en la niebla. Trotta. Madrid, 1998, pág. 177.
3. José Ángel Valente. Variaciones sobre el pájaro y la red. Tusquets. Barcelona. 1991, pág. 71.
4. M.Heidegger. Caminos de bosque. Alianza. Madrid. 1995, pág. 63.
5. Hugo Mujica, de su libro Para albergar una ausencia (1995) incluido en el volumen Poesía completa 1983-2004. Emecé Editores / Seix Barral. Buenos Aires. 2006, pág.321.
6. J.A.Valente. Material memoria. Alianza Editorial. Madrid. 1999, pág. 21.