Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES
La tierra ríe con las flores, decía Ralph Waldo Emerson. Se podría aducir que la diferencia entre paisaje y otro sea poca, pero siempre hay una gran diferencia entre quienes lo miran. El idealista. El escéptico. El artista. El comerciante. El paisaje es metáfora y memoria, y también deseo; la proyección patética del espacio interior del que lo observa, de quien lo imbuye de significado. ¿Qué ocurre cuando nos mudamos y cambiamos de paisaje? Si una flor cobra sentido cuando crece al lado de una ruina, ¿quiere decir que no lo tiene por sí misma sin un correlato? Quien conoce, reconoce. No vemos los paisajes hoy día con la mirada romántica de antaño, más bien los contemplamos acaso desde la melancolía de algo que está desapareciendo, o desde el miedo, de lo que su agostamiento supone no solo para el arte, sino para el espacio interior que se proyecta y se reconoce.
FERNANDA TRÍAS
Querido Edmundo: Te escribo esta carta desde una Bogotá nublada, por fin, después de semanas de sequía. Pasamos el último mes asediados por los incendios. En Bogotá se prendieron los cerros orientales, los mismos que en este momento miro desde mi ventana y que en el encierro de la pandemia se convirtieron en verdaderos custodios de mi día a día. Tan verdes, tan imposibles. Ardieron durante más de diez días. Algo espeluznante de ver, y yo no tenía más remedio que verlo desde muy cerca. El humo arremolinado, terriblemente negro. Por la noche las llamas se recortaban contra el cielo. Bajábamos los blackouts, pero no podíamos olvidar lo que ardía del otro lado. Quienes vivimos en la parte oriental de la ciudad, ahí donde se terminan los edificios y empieza el monte, nos organizamos para dejar agua y trozos de fruta en la calle porque los animales empezaban a bajar, desorientados, escapando del fuego. Desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde pasaba sobre mi ventana el helicóptero que llevaba y traía el balde de agua. Se veía tan insignificante en comparación con el tamaño del incendio. Como ver un dedal de agua caer sobre un árbol en llamas. En cuanto anochecía el helicóptero dejaba de volar, supongo que por cuestiones de seguridad, y se instalaba un silencio ominoso. Porque en la noche se levanta el viento de la sabana y eso enardecía el fuego. Por la mañana, en lugar de pájaros nos arrullaba el traqueteo de los helicópteros.
Me pregunto de qué manera nuestra personalidad se construye en relación con el paisaje. Para alguien como yo, una uruguaya que solo conoció la planicie hasta los treinta años, mudarme a Bogotá significó entablar una intimidad inédita con la montaña. El mar arrulla, la montaña te recibe en su silencio.
Te cuento todo esto porque hoy me desperté sobresaltada por el mismo ruido de helicóptero. Eran las seis de la mañana, y lo primero que sentí fue el golpe de la angustia. A tal punto quedó incrustada en mí esa imagen sonora. En fin, Living and dying in the Anthropocene, creo que era el título de un ensayo que leí hace un tiempo y que se ha convertido en el título de la vida misma.
¿Vos estás en Ithaca? Siempre que pienso en Ithaca imagino ciervos en tu jardín blanco de nieve, y, más allá, las lápidas del cementerio, pero la verdad es que cuando estuve en Cornell lo que me recibió, además del viento helado, fue un enorme cerezo en flor. Tengo la impresión de que el silencio de la nieve y de los bosques es un buen aliado para la escritura, pero tal vez solo sea la fantasía de una citadina empedernida. Un abrazo, Fernanda
PD: Te mando una foto de los cerros orientales sacada desde mi ventana.
EDMUNDO PAZ SOLDÁN
Querida Fernanda: Estoy en Ithaca, a punto de salir en auto a un congreso de estudiantes del doctorado en literatura en Filadelfia. Este semestre me quedé buena parte del invierno por aquí, y me sorprendió pasar una navidad y un año nuevo sin nieve. Mis primeros meses en Ithaca, allá por el 1997, la primera nevada fue a fines de octubre, la noche de Halloween. Una vecina polaca me dijo hace poco que prefería este invierno de tres meses a los habituales de seis, pero ninguno de los dos estaba del todo contento, porque sabemos a qué se deben estos cambios. Así con los incendios en Bogotá –¡lo siento! – o en Viña del Mar. Ithaca es un buen lugar para escribir, es cierto, el aislamiento ayuda, más si, como dices, uno vive al lado de un cementerio semiabandonado y cerca de unos bosques muy lindos. Cada vez que salgo a caminar se me aclaran las ideas, aunque, pese a vivir aquí tanto tiempo, nunca termine de acostumbrarme a los meses en que oscurece a las 4 de la tarde. Sin duda el paisaje impacta a la hora de la escritura, no necesariamente de forma directa. Es decir, no es que me interese ambientar relatos en la nieve, pero de hecho algunos estados alterados de conciencia de mis personajes los siento impactados por esa falta de luz, ese aislamiento, ese desarraigo.
Al comienzo hacía esfuerzos para que las cosas que me ocurrieran o el lugar en que viviera ayudara en la escritura. Luego se me fue haciendo más natural dejar que todo alimentara a la escritura. La que no ayuda es la universidad, un monstruo corporativo en crisis. Ahora mismo se están debatiendo aquí las nuevas reglas de «actividad expresiva» que se nos quiere imponer, en la práctica una de sus grandes contradicciones, vistas claramente con la crisis de Gaza: queremos defender la libertad de expresión, pero no nos gusta que critiques a ciertos países. Queremos que invites a gente interesante, pero nos preocupa que tus invitados digan cosas que no nos gusta escuchar. ¿A ti, te ayuda Bogotá para la escritura? ¿Cómo anda la nueva novela? Por cierto, ¡felicidades por el nuevo libro de cuentos! Tengo mucha curiosidad por ver por dónde andas. Tus últimos trabajos los he visto como respuestas creativas a la crisis ambiental, reflexiones a partir de la forma narrativa sobre este nuevo mundo. Me interesa mucho ese tipo de escritura, ficciones de «la zona» (diría nuestro amigo Ramiro Sanchiz pensando en Stalker), ficciones del territorio, ficciones del Antropoceno.
P.D. Una foto de uno de mis gatos enfrentando a un venado en el cementerio al lado de mi casa.
FERNANDA TRÍAS
Te escribo sabiéndote on the road, mientras yo sigo frente al mismo paisaje nublado, verde y rojo. Cada ciudad tiene su paleta de colores, ¿viste? Y para mí Bogotá es la ciudad roja. Vos me preguntabas si Bogotá me ayuda a escribir, pero lo que me ayuda a escribir no es tanto la ciudad sino la estabilidad que he encontrado acá. La quietud sí me ayuda a escribir, a pesar de que viajo mucho y a veces por largas temporadas. En mi período más trashumante, cuando cambiaba de país cada dos años, había algo de castillo de naipes, de caer y volver a construir que me robaba la energía creativa. Sí, acumulaba material, pero luego no encontraba esa estabilidad de espíritu que necesito para sentarme a darle forma a un texto (o mejor dicho, a dar con la forma de un texto, porque el proceso se parece más a un descubrimiento que a un ejercicio de la voluntad). En marzo se cumplen nueve años desde que llegué a Bogotá y de a poco el imaginario colombiano ha ido permeando mis intereses y preocupaciones. La violencia… no solo la consabida, sino también la violenta exuberancia del paisaje.
La novela nueva, de la que alguna vez hablamos, ¡ya está terminada! Incluso firmé contrato, pero tomamos la decisión -por múltiples motivos- de no publicarla hasta el año que viene. Yo digo que es mi novela colombiana. Lo digo un poco en broma, que es la mejor manera de decir la verdad. Se llama El monte de las furias, así que podrás imaginar el lugar que ocupa la montaña y el territorio, y por qué me afectó tanto lo de los incendios. Llevo años, desde 2020, mirando, pensando y dialogando con esos cerros.
¿Vos seguís explorando en esa dirección? Me refiero a tu escritura. Yo noto cada vez más interés de parte de los jóvenes en estas «respuestas creativas a la crisis ambiental». Tengo un par de alumnos que están escribiendo ecoterror o narraciones sobre inteligencias no humanas. Y lo hacen muy bien. De hecho, La mirada de las plantas es uno de los referentes obligados. Me da esperanza constatar cuánto más complejas e interesantes son las nuevas representaciones de la naturaleza en comparación con lo que se estaba haciendo hace diez años, por ejemplo.
Anoche leí el cuento de Amy Hempel A las puertas del reino animal. ¡Me pareció tan actual! Un cuento animalista, y no es el único del conjunto. La protagonista se ve atormentada por una serie de voces que irrumpen en su cabeza con datos terribles sobre el maltrato animal (caza, pesca, experimentos farmacéuticos o la simple crueldad humana). A punta de datos estremecedores, estas voces la terminan matando. La mujer colapsa en un acuario mientras ve nadar en círculos a los tiburones y las mantarrayas en uno de esos tanques gigantes. Me sentí identificada. La mujer que colapsa podría ser yo.
PD: Te mando una foto de los tres libros que tengo sobre mi escritorio.
EDMUNDO PAZ SOLDÁN
Anoche nevó en Filadelfia. Ahora mismo son las once de la mañana y veo la ciudad desde la ventana de mi habitación en el hotel, los edificios de la universidad, un Sheraton, un garaje, etc. No sé cuál es su verdadera paleta de colores, ahora mismo está muy blanca.
Ayer caminé por el campus de Penn y me topé con una de las tantas versiones de la icónica escultura pop: Love, de Robert Indiana. Es pequeña, Indiana hizo varias versiones, incluso algunas en otros idiomas: este es un caso en el que el aura de la obra de arte única se despliega por varios originales. Después fui al congreso y escuché cosas interesantes de una nueva generación dedicada al estudio de la literatura latinoamericana, en un tiempo de amarga precarización laboral: nuevas lecturas de Scorza y de Gamaliel Churata, ese vanguardista peruano que vivió treinta años en Potosí y allí escribió El pez de oro, una obra mística y excéntrica que ya me ha derrotado un par de veces.
No hubo ponencias dedicadas a la literatura y a la crisis ambiental, confirmación de que solemos magnificar nuestros intereses y convertirlos en los de todo el mundo. En todo caso, yo sigo ahí. Hace poco escribí un par de cuentos de ecoterror, con inspiraciones dispares: en uno está presente La cosa del pantano en la versión de Alan Moore, en otro un cuento de El infierno verde, del brasileño Alberto Rangel, un escritor de principios del siglo pasado que está siendo redescubierto. Rangel era muy amigo de Euclides da Cunha, su obra se acerca a la de Quiroga –la naturaleza derrota a la civilización– y a Rivera –el abuso en las caucherías es la gran abominación de su tiempo–, pero también hay en él un deseo de convertir la región del Amazonas en el centro de la identidad brasileña. En el cuento de Rangel aprendí del apuiseiro, un árbol estrangulador (creo que en Colombia le dicen matapalo) que crece sobre otros árboles y termina ahogándolos. Con el título de «El árbol estrangulador», me dije que el cuento se escribía solo. Por supuesto, nunca se escriben solos, pero una imagen potente ayuda mucho a anclarlos.
Hace mucho que leí el cuento de Hempel que mencionas, pero no me acuerdo de nada. Este pasado enero leí La piel de zapa de Balzac, maravilloso. Liliana me lo recomendó entusiasmada, ella consiguió una edición de Porrúa; luego descubrí en mi oficina en la universidad otro ejemplar de con el lomo arrugado. Claramente lo había leído hace unos veinte años. Una cosa es la relectura intencional, pero esta no lo fue. Unas colegas me dijeron que no me preocupe, a ellas también les ocurre. Bueno, me voy al congreso (por favor, no colapses), te cuento si nos visita uno de los gusanos airanos de El congreso de literatura.
P.D. Te mando una foto de Love y otra del congreso.
FERNANDA TRÍAS
Ya habrá terminado el congreso y estarán cruzando Pennsylvania en dirección norte. Imagino el auto en el que viajan como un pincel que va dejando una huella de color en una paleta que va desde el blanco sucio de la nieve, al borde de la carretera, a ese café indefinido de los árboles en invierno. Ya me refutarás… Y tenés razón sobre las burbujas de interés. Se corre el riesgo de estar hablando solos. Justamente por eso me gusta leer cosas muy disímiles al mismo tiempo. Echar cuantos ingredientes –vitales, literarios, artísticos– haya y dejar que cuajen solos, como un monstruito que se va gestando en la oscuridad.
Retomo lo que decías en tu primera carta, confiar que todo alimentará la escritura. Antes leía un solo libro hasta terminarlo. Ahora hago un verdadero «sancocho» de lecturas. Pero no voy saltando sin ton ni son; hay un método -no planeado- que se parece a un cambio de intensidades. En este momento estoy leyendo a la vez dos libros de cuentos, uno de divulgación científica y uno de ensayos literarios. Los cuentos, a la vieja usanza, solo puedo leerlos de una sentada, incluso si son muy largos. Y si un cuento cumplió su función (si logró la unidad de efecto) no puedo pasar a otro de inmediato, sino que necesito cambiar de velocidad e intercalar otra cosa antes de pasar al siguiente.
Ahora estoy escribiendo un cuento sobre xenotrasplantes (trasplantes de órganos entre especies distintas). Como ya sabés, trabajé muchos años como traductora médica y uno de los temas sobre los que más tuve que traducir fueron los trasplantes. Hace poco se murió el segundo paciente que recibió un trasplante experimental de corazón de cerdo. Rechazo del injerto. Se llamaba Lawrence Faucette y tenía cincuenta y ocho años. Vivió seis semanas con el corazón de cerdo, el primer paciente, dos meses.
Esta tarde leí el cuento «Scars» de Bora Chung (Cursed Bunnies), una autora que sé que te entusiasma. Ese cuento en particular me generó conflicto. No me gusta la violencia explícita, sobre todo cuando se siente gratuita. ¿Influencia Netflix?, ¿morbo juvenil? Aclaro que tampoco nunca me gustaron las películas de terror sangrientas; el único terror que tolero es el psicológico. Pero, como dice Piglia, se lee desde donde se escribe, y las críticas entre escritores al final no son más que una declaración de poética. Hay otro cuento en ese mismo libro, por el contrario, que me gustó mucho, justamente porque se mueve en el terreno de lo no dicho y de la ambigüedad. Una mujer despierta ciega tras lo que parece ser un accidente automovilístico y es guiada en la oscuridad por una voz y unos dedos desconocidos. El cuento se llama «The Frozen Finger» y es una especie de gastlighting en el infierno.
Anoche fui a cenar con Katya Adaui, que te manda un abrazo, y aprovechamos para recordar que nos conocimos en 2014 en Santa Cruz de la Sierra, en el encuentro de escritores que vos ayudaste a organizar. No nos cansamos de recordar anécdotas de ese viaje, inolvidable en todos los sentidos. Cuando la combi se varó y quedamos a merced del diluvio en plena Chiquitanía; creímos que el río iba a crecerse, arrastrando la camioneta llena de escritores -en aquel momento todavía– jóvenes. Selva Almada demostró ser capaz de leer sin marearse en la camioneta en marcha, y al llegar al hotel, Luciano Lamberti contó historias de guacas y luz mala mientras la tormenta arreciaba sobre nosotros. Confieso que arriesgué mi vida al saltar a la piscina en plena tormenta de rayos, pero no fui la única. Desafiamos el destino y estamos aquí para contarlo. Como prueba de que todo aquello ocurrió, están los diplomas que nos dieron en San José de Chiquitos de Ciudadanos Ilustres. ¿Eso nos hace paisano?
P.D.
EDMUNDO PAZ SOLDÁN
Ya estoy de regreso en Ithaca. Me he pasado la noche preparando una clase sobre el diálogo en la ficción, mañana discutiremos dos cuentos maravillosos, uno de Rubem Fonseca («La grabadora») y otro de Bolaño («Detectives»). Estoy dando un taller de escritura creativa, trece alumnos, el primer día les pregunté cuántos habían escrito antes y solo una levantó la mano. Han pasado cinco semanas y es fascinante ver cómo algunos captan todo intuitivamente. No todos se enganchan, lo cual se entiende, pero basta que unos cuantos lo hagan para que se justifique el curso.
Del congreso en Filadelfia me quedó dando vueltas la charla de un profesor de NYU, Zeb Tortorici, que trabaja con el tema de lo obsceno en el período colonial. Por ejemplo, en archivos del siglo XVIII de la Santa Inquisición en México que mencionan que los inspectores han decomisado 200 litografías francesas descritas como «obscenas», ¿qué ha pasado con esas litografías? ¿Cómo se trabaja con archivos de este tipo? El tema es complejo y apunta a cómo reconstruimos el pasado a partir de retazos, manuscritos borrosos, ausencias en el registro histórico. Zeb es también activista, y recorre mercados de pulgas en México en procura de conseguir materiales obscenos y pornográficos de otras épocas. La parte más fascinante vino al final, en la sección de preguntas y respuestas, cuando alguien le preguntó qué hacía cuando se topaba con, por ejemplo, fotos sexuales de menores. Contó que, con otros activistas, compraba esos materiales para sacarlos de circulación, para evitar que los comprara gente para su disfrute. Luego la charla se puso muy personal y nos contó de cuando uno de los que le vende estos materiales le dijo que le había llegado una foto porno de alguien muy parecido a él. «Era yo», nos dijo Zeb, y nos habló de los días en que hacía el doctorado y respondió a un anuncio que pedía modelos para fotos porno. Me encanta cuando en medio de un congreso académico se producen estas revelaciones. El discurso académico está muy coreografiado y estilizado, lo mismo la escritura académica: el logos impera y se esfuerza por cubrir otro tipo de pulsiones. Hay diferencias, por supuesto, entre la escritura literaria y la académica, pero la académica es, debe ser también una forma de escritura creativa.
Me quedé sin tiempo para hablar de Bora Chung. Tienes razón, es una escritora con gran variedad de registros. Acabo de leer su nuevo libro de cuentos, Your Utopia, que es de ciencia ficción, y me da la sensación de que si quisiera escribir una novela romántica lo haría bien.
Yo creo que sí somos paisanos, Fernanda: es lo mejor que salió de ese encuentro inolvidable en Santa Cruz. Muchos saludos a Katya. Y ahora sí, de regreso a preparar la clase (y quiero leer un cuento sobre xenotransplantes). Un abrazo, Edmundo
Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Fernanda Trías nació en Montevideo, Uruguay (1976). Es narradora y docente de creación literaria, magíster en escritura creativa por la Universidad de Nueva York. Publicó las novelas Cuaderno para un solo ojo (2000), La azotea (2001), La ciudad invencible (2015) y Mugre rosa (2020) y el libro de cuentos No soñarás flores (2016). Mugre rosa, seleccionado por el New York Times en Español como uno de los mejores diez libros del año, obtuvo el premio residencia SEGIB-Eñe-Casa de Velázquez (España, 2018), el Premio Nacional de Literatura (Uruguay, 2020), el premio de la crítica Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2021), el Sor Juana Inés de la Cruz de la FIL Guadalajara (México, 2021) y el British PEN Translates Award (Reino Unido, 2022). Sus novelas se han traducido a más de quince lenguas. Actualmente vive en Colombia.
Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967). Enseña Literatura Latinoamericana y es director el Departamento de Estudios Romances en la Universidad de Cornell (Nueva York). Ha ganado el premio nacional de novela en Bolivia y el premio internacional Juan Rulfo de cuento. Su obra ha sido traducida a trece idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran las novelas Los días de la peste (2017) y La mirada de las plantas (2022), y el libro de cuentos La vía del futuro (2021). Páginas de Espuma publicará su nuevo libro de cuentos, Sideral, el próximo año.