[…] en las convulsiones de la época, me he sentido sostenido por el oscuro sentimiento de que escribir era hoy un honor, porque este acto obligaba, y obligaba no sólo a escribir. Me obligaba particularmente a soportar con todos los que vivían mi misma historia, tal como yo era y según mis fuerzas, la desdicha y la esperanza que compartíamos.
Albert Camus, 1957
Hace unos años, cuando tracé algunas líneas que intentaban describir la escritura de Guillermo Sucre, llamé a ese trabajo «Poesía y ensayo: la misma realidad del lenguaje». Y me pregunto en este momento si aquel título y su propuesta, que buscaba mostrar la conciencia lúcida del escritor en su obra, pudieran extenderse de alguna manera a la configuración de su importante labor como profesor de literatura en la universidad venezolana. Las tensiones del lenguaje y el mundo; las luces y también las sombras, hallazgos e incógnitas sobre la realidad, lo imaginario y la condición humana; la estética y la ética que se funden y aun identifican, ¿no eran los temas que se exploraban con atención y deleite en el estudio de la especificidad de los autores durante los cursos universitarios del profesor Guillermo Sucre, y que, claro, también encontramos como constantes en su poética y sus ensayos de crítica literaria? En una dimensión distinta pero también coincidente con lo textual, alcanzo a ver en mi memoria cómo aquellas clases se construían en una forma desde y con la fascinante complejidad del lenguaje, en la conciencia de sus límites que, al mismo tiempo, propicia su fértil potencia. ¿Qué puedo decir de lo que sentía y percibía de la especial entrega de Guillermo Sucre en la enseñanza durante los cursos cuando fui su alumno? Recuerdo cómo cada sesión se desplegaba en la mesurada y elegante elaboración de sus exposiciones —no exentas de aguda ironía— o, quizás debo expresarlo con mayor precisión en cuanto al carácter elevado de éstas, de sus lecciones magistrales, tan fluidas y a la vez densas, en un envolvente ritmo de sugestiones, descubrimientos e interrelaciones; en la cuidada selección de los textos de los escritores y su iluminadora y penetrante lectura —incluyendo su magnífica forma de leer poesía en voz alta y marcando las pausas de la prosa y los versos con su mano derecha— que invitaban a pensar poéticamente, a ver, acaso comprender y siempre preguntarse en la imagen, en el lenguaje: una experiencia verbal, para decirlo con una de sus expresiones. Ésta trascendía las páginas de los libros y los cuadernos de apuntes estudiantiles para ser una vivencia del aula, que asimismo continuaba su resonancia en la ruta de los interrogantes e indagaciones de mi reflexión íntima y la de varios de mis compañeros luego de las clases. Es posible que la descripción anterior sea apenas la añoranza de una memoria agradecida que le es difícil caracterizar un admirable y singular modo de ser docente que dejó una impronta sensible. Pero tal vez pudiera acudir, con una homología, a aquel señalamiento que el mismo Guillermo Sucre hiciera sobre la obra poética de José Antonio Ramos Sucre y así evocar una vez más sus clases como «imágenes imaginantes»: modulaban «un espacio a la vez real y virtual», en el que era posible el habitar de un pensar a través de complejas, luminosas e interesantes relaciones que conformaban una trama del espíritu. ¿No se suscitaba con ello una opción y un estilo diferentes de asumir el acto de leer literatura y la atención al lenguaje que nos constituye, lo que es a su vez una educación distinta y acaso necesaria?
Cuando comencé a meditar sobre el «ser profesor» de Guillermo Sucre, también vino a mi recuerdo la experiencia con el breve cuento «El artista del hambre» de Franz Kafka y que tuve que preparar para una exposición en un curso dado por Sucre sobre la narrativa breve del escritor praguense de lengua alemana; la asignatura era una de las muchas que integraban la oferta libre y variada del programa de Estudios Generales que los alumnos de pregrado en carreras técnicas y científicas de la Universidad Simón Bolívar debíamos tomar. Por supuesto, en aquel momento inicial de acercamiento e inclinación gustosa por la literatura como mero aficionado, la extraña sencillez del críptico relato kafkiano no me permitió asir ningún punto de partida que me llevara a decir algo de interés o siquiera coherente sobre el cuento y así esbozar tal vez algún comentario con sentido acerca de aquella particular narración. Después de ese intento fallido y frustrante, el profesor Sucre, además de recomendarme que fuera directamente al texto, me indicó —con una de sus preguntas retóricas tan pertinentes— por qué no pensaba sobre la inevitabilidad del hacer de este artista del ayuno cuyo arte nacía de una necesidad ínsita, de una condición entrañable, más allá de los vaivenes de la curiosidad o la indiferencia, las expectativas o las incomprensiones de un público espectador. Este breve y exacto señalamiento de invitación a indagar con atención y mayor exigencia personal en las líneas del cuento de Kafka me hizo ver con claridad que con frecuencia las explicaciones externas al texto en busca de seguridades aparentes sólo arrojan sombras sobre éste y apenas aportan algo. La lectura directa —«humilde» diría Jorge Guillén—, en su riesgo y en su incertidumbre, ofrece en cambio una revelación en la aproximación a la palabra y al decir. ¿La propia naturaleza insoslayable del artista del hambre y a la vez la fidelidad a su ser no nos llevan quizás a pensar en la de cada artista y cada escritor, e igualmente en la condición existencial que todos compartimos? Y así, con aquel recuerdo de mi época de estudiante que se trocó en consciente relación, pienso ahora en un dístico de Guillermo Sucre: «no vivir siempre escogiendo: vivir lo que nos escoge». Creo que también aquello «que nos escoge» puede apreciarse cabalmente en labor integral —y vital— de Sucre en su escritura, en la forma de su docencia y en su hacer en la promoción editorial y cultural en Venezuela: una pasión que se convierte en destino y que asimismo perfila una ética. El fragmento de un controversial artículo suyo retrata aún mejor lo que veo de esta fidelidad a una vocación de vida dedicada a la literatura y al compartir en la enseñanza como un compromiso, «una responsabilidad seria»:
Cuando un escritor (o un profesor) encuentra su tono es cuando empezamos a sentir que tiene algo que decir, y que lo dice desde una pasión. Lo demás forma parte de ese conmovedor reino de las buenas intenciones y de las ideas profundas. «El infierno y los malos libros están empedrados de buenas intenciones», recordaba Flaubert. Lo mismo ocurre con la crítica literaria (y con la docencia, con la enseñanza en el ejercicio del criterio). Por más sabia o erudita, informada o científica que ésta quiera ser, apenas cuenta como crítica (o como enseñanza) si no ha encontrado su tono y no nos habla desde una pasión. En literatura (y la docencia sobre ella) no se encuentra el tono por empeño o destreza, sino por pasión. Y aunque haya muchas formas de pasión, aunque podamos referirnos a ella desde los más diversos puntos de vista, siempre habrá una instancia que la define: lo que llamamos destino.[1]
Las palabras forma —que es asimismo «tono» que se busca y afina para «encontrarse»—, experiencia y pasión —las cuales también se asocian con la exigencia y el rigor en la práctica del oficio— creo que resultan claves en el trabajo de Guillermo Sucre en los campos que he aludido. Lo ético y lo estético se funden y no se diferencian en aquello «que lo escoge». Aquel compromiso y la responsabilidad de una triple labor en el vivir una realidad —que procura dilucidar(se) a la vez que abre sus caminos— tienen además una vinculación estrecha con los mismos valores que él observa con convicción en la acendrada meditación del país y en la voluntad de cultura de su recordado profesor Mariano Picón-Salas; voluntad de cultivo que no sólo es búsqueda de la belleza y la elevación del ser, sino además defensa indisociable de la tolerancia, la convivencia y la libertad. Nos dice Sucre que «la vivencia, la comprensión, el universalismo» constituyen las “vías” en las que Picón-Salas «logró reencontrar el hilo de la aventura venezolana» en su historia con el fin de que el país pudiera entenderse y construirse, la misma aventura que se puede definir como «el arrojo con que los hombres y los pueblos llegan a encarar el destino; aunque este le sea adverso, el arrojo mismo es prueba de conciencia de la libertad».[2] Esas vías de exploración —un signo de la aventura que parte conscientemente de los límites y los trasciende con el fin implícito del conocer y reconocerse en el recorrido— se aprecian justamente en las líneas de su escritura, la participación editorial y el compartir de la enseñanza universitaria de Guillermo Sucre. Una vocación de pensar y actuar por Venezuela que funda una experiencia y se concreta en proyectos e instituciones. Acudo de nuevo a uno de los ensayos de Sucre sobre la literatura latinoamericana, compuesto en la ocasión de unas jornadas de celebración universitaria, que ilustra el alcance de esta visión de experiencia y que extiendo —como en la lectura y la coherencia de un objetivo— a cada una de sus facetas: al escribir, al enseñar literatura, al estudiar, investigar y publicar autores escogidos de la tradición occidental:
[…] escribimos no porque (nos) conozcamos, sino para conocer(nos); no para expresar el mundo, sino, más bien, para intentar descifrarlo cuando lo nombramos, y en esa operación irnos descifrando a nosotros mismos […].
No pretendo afirmar que nos reconozcamos en las obras de arte. Lo que intento sugerir es que posiblemente nos reconocemos imaginándonos, inventándonos en ellas. Lo que, a su vez, quiere decir que reconocemos en ellas más nuestra otredad que nuestra identidad.[3]
¿Estas líneas que afirman una conciencia en el obrar múltiple de quien se dedica a la literatura no parecen refractarse y tener un eco en los versos que también leemos en uno de los poemas de En el verano cada palabra respira en el verano (1976)?:
el ojo del poeta se adueña del mundo
que reAparece
condenados a la realidad por la realidad
que inventamos
(realidad, realidad, no me abandones)
Y retornamos una vez más al «vivir lo que nos escoge» y que inevitablemente se va «inventando», con el múltiple y simultáneo sentido del verbo: hallar, descubrir, imaginar y crear; con la conciencia de una necesidad (y) de un hacer que no puede cesar en el inventar a fin de estrechar aún más la relación con la realidad («para soñar mejor el hondo sueño» como continuaría el poema de Jorge Guillén aludido en el verso final de Sucre).