«Escribir y leer es vivir más intensamente»Por Luis Bodelón
© José del Río Mons
Ignacio Gómez de Liaño (Madrid, 1946) es filósofo, escritor y profesor universitario. Es autor de una amplia obra, de la que destacamos Giordano Bruno: Mundo, magia, memoria (1973), Los juegos del Sacromonte (1975), Nauta y Estela (1980), El idioma de la imaginación. Ensayos sobre la memoria, la imaginación y el tiempo (1983), Athanasius Kircher: itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal (1985), Gómez de Liaño. Poemas (1989), Paisajes del placer y de la culpa (1990), El círculo de la sabiduría (1998), Filósofos griegos, videntes judíos (2000), Iluminaciones filosóficas (2001), El camino de Dalí (diario personal 1978-1989) (2004), Recuperar la democracia (2008), En la red del tiempo 1972-1977 (2013) y Libro de los artistas (2016), entre otras.
Poesía, filosofía, lingüística, novela, teatro, arquitectura, arte, sociología, historia, filología… son algunos de los campos que han orientado una labor sostenida y mantenida desde tu temprana juventud, cuando, con diecisiete años, publicas en El Adelanto de Salamanca tu primer texto. Contemplando tantos años y trabajos, ¿qué dirías que significa y ha significado para ti escribir?
Sobre todo, vivir más intensamente. Si no escribiera me parecería que no vivo. A veces digo que una de las torturas más duras a que me podrían someter es a la prohibición de escribir y leer. Y ha significado, además de vivir más intensamente, pensar y reflexionar más y mejor; porque escribir es una manera de reflexionar de una forma más reposada. Escribir, como en mi propia obra se puede ver, admite muchas formas de expresión: poesía, novela, filosofía… Y alcanza también la ciencia, en los años, entre 1969 y 1973, que trabajé en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid. Es decir, que escribir no es algo como un bloque compacto, sino más bien una red hidrográfica.
Siempre tuve una doble tendencia: la de conocer lo último que se hacía —estar en vanguardia— y, al mismo tiempo, impregnarme de los clásicos
«Un hombre se parece más a su tiempo que a su padre», dice un proverbio árabe y nos recuerda Ortega y Gasset en su prólogo a la obra de Dilthey, Introducción a las Ciencias del Espíritu. En tu opinión, ¿cuál dirías que ha sido tu relación con la época?
Desde muy joven, desde que empecé a cultivar la literatura, más o menos cuando tenía catorce años, siempre tuve una doble tendencia: la de conocer lo último que se hacía —estar en vanguardia— y, al mismo tiempo, impregnarme de los clásicos. En literatura, frecuenté mucho los clásicos griegos, españoles, la generación del 27… Y, al leer en los manuales de literatura del bachillerato sobre las vanguardias, vi que no se decía mucho. Por eso, al tener acceso, en 1964, a través de Juventudes Musicales de Madrid, en el Conservatorio de San Bernardo, a la actividad que desarrollaba Julio Campal en Problemática 63, es cuando pude conocer y relacionarme con lo que se estaba haciendo en la vanguardia poética internacional.
¿Distinguirías distintas etapas, períodos o intereses, en tu trabajo?
Hay, digamos, esa primera etapa de poeta experimental que comenzó en el 1964 y termina, o más bien culmina, en el 1972. Y después hay una gran continuidad, hasta hoy. Pero como he publicado en muchos registros, en esa continuidad hay mucha variación. En novela, están Arcadia, Extravíos y El juego de las Salas de Salas. En ensayo y filosofía, entre 1973 y 1983, está la traducción que hice de Giordano Bruno y El idioma de la imaginación. Entre ambos, Los juegos del Sacromonte, de 1975, que incluye historia, poesía, filosofía…, libro dividido en doce estancias, con el tema fundamental de la relación entre verdad y ficción, ya que trata sobre unas fabulaciones moriscas que pretendían hacer una síntesis entre cristianismo e islamismo, lo que revolvió literalmente Roma con Santiago cuando aparecieron, a fines del siglo xvi. Conocidas como Los plomos del Sacromonte, esas fabulaciones, supuestamente escritas en el siglo i, se presentaron como auténticas, provocando una enorme polémica y dando, incluso, pie a Cervantes para idear su narración más célebre, cuando hace referencia a esta historia en la última página de la primera parte del Quijote. Cervantes dice también que la vida del Quijote la conoce por un manuscrito árabe de Cide Hamete Benengeli, lo que se inspira, evidentemente, en el asunto de Los plomos… y el interminable problema de la traducción de esos libros. La estancia que dedico en Los juegos del Sacromonte al Quijote se titula precisamente «Estancia del Caballero de los Libros». Los juegos del Sacromonte obtuvo el Premio de la Nueva Crítica de aquel año. Luego, detrás de este desarrollo mío clásico, está también la atracción por la vanguardia, hacer de la poesía algo vivo, aunque es verdad que con el tiempo me formalizo y no tengo aquellas explosiones experimentales de tipo poético de cuando tenía veintipocos años.
A partir de tus años de facultad, ¿qué maestros, qué personas, han sido más importantes en tu formación?
Muy importante para mí, personalmente, fue la pasión por la lingüística y la literatura. Lo que me llevó a la poesía. En cuanto a maestros, en la facultad tuve precisamente a Rodríguez Adrados como profesor en Clásicas y sus excelentes libros sobre filología y estructuralismo, aunque luego me decanté por Filosofía. Más tarde, al desplazarme a Londres y Cambridge para estudiar inglés —estando en el último curso de carrera—, escuché y conocí personalmente a Chomsky, hablando con él al final de una conferencia suya en el edificio Sterling (Biblioteca de la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge). Y después, en 1976, conocí a Paulino Garagorri, de quien fui ayudante en la asignatura de Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Adrados y Garagorri han sido dos maestros importantes para mí en épocas muy distintas.
En literatura, se puede decir que me formé a mí mismo. Y, dentro del vanguardismo, con quien hice mucha amistad fue con el poeta Henri Chopin, a quien conocí en París en 1966 y después en Inglaterra, porque tuvo que salir de Francia por participar en el Mayo del 68. Me alojé varias veces en su casa y en su revista OU Cinquième Saison publiqué lo que puede decirse es mi primer manifiesto vanguardista: «Abandonner l’écriture».
Otra influencia importante que tuve a partir del año 1964 fue la de los filósofos de la escuela de Fráncfort: Adorno, Marcuse, Horkheimer… Y también Walter Benjamin. Conocí al traductor de Disonancias, de Adorno, Ricardo de la Vega y tuve amistad con el gran pianista Pedro Espinosa que intervino con el piano en conferencias de Adorno.
En 1964, 1967 y 1968 vives los años de la poesía visual, concreta, la performance en la calle, creando en Madrid un núcleo artístico de vanguardia que recuerda al París de los caligramas de Apollinaire o al Zúrich del dadá, Hugo Ball y Tristan Tzara. ¿Qué poetas, qué poesía, influyó más decisivamente en ti en aquellos años? ¿Y ahora mismo?
Ocurrió que en el otoño del 1964, en Problemática 63, que llevaba Julio Campal, nos pusimos en contacto con el equipo Noigandres, de Brasil, equipo fundador de la poesía concreta y, por otro, con Pierre Garnier que publicaba en Francia la revista Les Nouvelles Lettres, órgano de la poesía concreta-espacialista. Yo hice mis primeros poemas concretos, de tipo espacialista, en aquel otoño de 1964 y una revista belga, Labris, que dirigía Paul de Vree, los publicó en 1965. Por eso, puede decirse que son los primeros poemas de esa nueva vanguardia, de tipo concreto y espacialista.
Hoy en día, dentro de lo que podríamos llamar poesía experimental, los poetas que más me interesan son Alain Arias Misson, Eduardo Scala, y Julien Blaine. Y, dentro de la poesía más tradicional, los poetas actuales que aprecio y conozco son Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Ángel Guinda, y José María Parreño.
En general, para mí ha sido y es muy importante la poesía de fray Luis de León, Juan de la Cruz, el conde de Villamediana, Góngora… También la figura de Ramón de Campoamor y, por supuesto, Antonio Machado, Dámaso Alonso y otros.
Entre 1969 y 1970 y en relación con el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid, aplicas la gramática generativa de Chomsky a la arquitectura, buscando una sintaxis básica en los elementos articuladores —concretamente, en los patios platerescos—. ¿Qué recuerdas de aquella etapa? ¿Cuáles dirías que son o fueron los frutos de aquel período?
Fue una época muy importante para mí. Precisamente ahora se está celebrando el cincuenta aniversario. Se han hecho exposiciones: hace dos años, una. Y ahora mismo en Orleans, al sur de París; estuvimos en la inauguración Florentino Briones, Seguí de la Riva, y mi colaborador, Guillermo Searle, quien después se dedicó a la informática… Y el artista José Luis Alexanco. En aquellos años, yo coordiné el Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas y realicé dos investigaciones. La más importante fue la gramática generativa de los patios platerescos, a partir de los que hay en Salamanca, Guadalajara, Alcalá de Henares y otros sitios; el resultado fue un sistema lógico-matemático e informático con el que generar esa clase de arquitectura y, eventualmente, toda clase de arquitectura. Yo era entonces profesor de Estética en Arquitectura, de modo que fui con mis estudiantes a visitar los distintos patios, para tomar medidas, hacer fotografías y, finalmente, elaborar los diferentes morfemas de que se compone cada patio. Una vez informatizados, todos esos datos pasaban al plóter —o máquina de dibujar— para que pudiera hacer otros patios, además de los que nosotros habíamos fotografiado; del mismo modo que, a partir de la gramática básica de una lengua, se pueden hacer infinitas frases. Una línea que puso las bases del sistema arbóreo, seguido después por la informática. Y la otra investigación consistió en insertar las figuras de Los apóstoles de El Greco en una retícula cartesiana, y ver en qué momento dejaban de ser reconocibles sus fisonomías según se iba neutralizando la información gráfica contenida en la retícula. En otras palabras, lo que hice fue poner las bases a la pixelización, en el año 1970. Ese trabajo se expuso, en la primavera de 1972, en los Encuentros de Pamplona. El texto correspondiente, «Pintura y perceptrónica», se publicó a comienzos de 1973, en el Boletín del Centro de Cálculo.