«Psicología y persona hacen aguas, su solidez heliomórfica, tallada a fuerza de martillazos del lenguaje se licúa, y lo que aparece es el instante» —«tacto de la corriente de agua», lo llamaba Leonardo—, escribe un Ignacio Gómez de Liaño en 1972, con veintiséis años, en las páginas de El Urogallo. En esta «aparición» del instante podemos vislumbrar el Fausto de Goethe —«detente, instante, eres tan bello»­—, pero también la contemplación oriental… O el eterno instante de la philosophia perennis. ¿Cuál es el instante de aquel Gómez de Liaño? ¿Y del actual?

El instante yo lo vivía como un momento de iluminación, de encantamiento, de visión, que de algún modo superaba el aspecto continuista del tiempo, la simple memoria a la que a veces reducimos la vida, nuestra personalidad. En aquella época, repito, el instante tenía que ver más con la visión poética de la realidad. Hoy, como me he hecho más filósofo, el instante tiene que ver más con un matiz conceptual y de comprensión de la realidad, es decir, que sigue teniendo que ver con el descubrimiento y la iluminación, pero se trata más de un descubrimiento filosófico y moral que poético. Más que con un deseo de reinventar la vida, tiene que ver con un deseo de conocer a fondo la vida.

 

«La verdadera filosofía es tanto música o poesía como pintura; la verdadera pintura es tanto música como poesía; la verdadera poesía —o música— es tanto pintura como cierta divina sabiduría», recuerdas en tu preliminar a la obra de Giordano Bruno que tú mismo traduces en 1973. Este sentido polivalente de las artes no lleva, sin embargo, a Bruno a una divinidad trascendente, sino inmanente, cósmica. ¿Podríamos entender a Bruno, en la estela de la Academia florentina, de Ficino, Mirandola, y, más lejos, Dante, como un renacentista que no quiso tener «mano izquierda», esto es, que quiso enfrentarse directamente con una Iglesia intolerante y pagó con su vida?

Por supuesto que Giordano Bruno no habría podido desarrollar su filosofía sin lo que había hecho Ficino, que tradujo a Plotino. Aunque a Plotino se le representa como un idealista y a Bruno como un materialista, en realidad coinciden en que Bruno traslada a la materia muchos de los aspectos que estaban en la idea plotiniana de la realidad, de modo que la materia aparece a sus ojos investida de muchos rasgos ideales. Así que Bruno viene a ser un materialista idealista, pues considera que el mundo está dotado de inteligencia y de vida, lo que no quiere decir que Bruno rechace la existencia de un creador. Al contrario, porque el mundo ha sido creado por un ser inteligente e infinito, él mismo debe gozar de una cierta forma de inteligencia e infinitud. El efecto de la creación debe tener correspondencia con el creador que la ha causado.

En cuanto a Bruno y su relación con la Iglesia, ésta vino a darle en el juicio un papel que si hubiera firmado, aceptando la Trinidad y volver al convento, le habría librado de la muerte. Pero Bruno, como hombre riguroso y un punto intransigente, quería llevar adelante su reforma religiosa de tipo, según él decía, egipcio y dijo a los cardenales que le estaban juzgando: «Tembláis vosotros más al pronunciar la sentencia que yo al escucharla».

Bruno, no conviene olvidarlo, tuvo conflictos con luteranos, calvinistas, anglicanos… Era un hombre muy discutidor.

A mí me interesa, sobre todo, su filosofía de la imagen y sus diagramas mnemotécnicos, o sea, la importancia que da a los lugares y las imágenes en el funcionamiento de la psique… De ese modo, no reduce la realidad y la vida a la palabra, al concepto. Estas ideas me abrieron muchos campos, como se ve en mi obra, desde Los juegos del Sacromonte y El idioma de la imaginación.

 

Hoy, como me he hecho más filósofo, el instante tiene que ver más con un matiz conceptual y de comprensión de la realidad, es decir, que sigue teniendo que ver con el descubrimiento y la iluminación

«El hombre es aquello a lo que mira, aquello a lo que aloja», escribes en 1973, en Mundo, magia, memoria. Algo que explica la falta de televisión en tu living. Pero, ¿somos lo que vemos o vemos lo que somos?

Lo que quiero decir con eso es que el ser humano no puede construirse a sí mismo como un ente solipsista, sino que se construye a sí mismo porque está con otros, otros que le enseñan a habitar, a decir, a hacer, a moverse incluso… Pero, también, porque el ser humano está en relación con los sentidos, con lo que ve, con lo que oye. Por eso, no concibo al ser humano como un ser solipsista, separado del mundo. Sus potencialidades están siempre en relación con lo otro, con el mundo.

 

Llegamos ahora a una de tus principales obras, El idioma de la imaginación, donde vuelves a Platón, a Bruno, y al significado de la memoria, con calas en Proust y la japonesa Murasaki Shikibu. ¿El yo es, para ti, ante todo, memoria? ¿No es más importante la voluntad, la acción en la vida, y eso lo que da el propio sentido —personal— a la vida? ¿No apuntas tú mismo en esa dirección cuando terminas el libro con Kierkegaard y la verdad del instante, la decisión, como lo más importante en la vida humana?

Los dos polos de la persona son, primero, el instante de decisión, que es expresión de la voluntad, del libre albedrío, y, segundo, la memoria, sin la cual no sabemos ni quiénes somos ni qué es el mundo. Y esos dos polos, la memoria y el instante de decisión, son lo que nos constituye como personas. Si no tuviéramos la facultad de almacenar nuestras experiencias nunca seríamos la persona que somos. Pero si no tuviéramos la capacidad de decidir los actos de nuestra vida, tampoco tendríamos la posibilidad de ser la persona que somos. Son los dos polos de ese libro. El que ocupa más espacio es el que se dedica a la memoria, la imaginación, las imágenes. Pero la coronación del libro está en el último capítulo, que trata sobre el «instante de decisión», inspirándome en Sören Kierkegaard. Mientras que los anteriores tienen como autores de referencia a Platón, Plotino, Giordano Bruno y Giambattista Vico.

 

La separación de la Iglesia y el Estado, la verdad civil y la verdad religiosa, es una conquista aún reciente habría que deciren gran parte de las democracias occidentales, pero, ¿no es toda verdad personal, pese a tantos poderes interpuestos? ¿No es éste el conflicto que pones de relieve en tus obras de teatro dedicadas a Hipatia, Giordano Bruno y el conde de Villamediana?

En la Antigüedad, como se ve en Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma…, el poder político siempre se revistió de ornamentos, liturgias y leyendas religiosas como forma de hacerse lo más persuasivo y aún coercitivo posible. Es verdad que en el cristianismo se estableció una separación; la famosa frase: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», evidencia una separación entre el poder político y el religioso. Si ahí está la base de la separación entre Iglesia y Estado, es verdad que ambos poderes han procurado asociarse para sostenerse mutuamente, y, también, hay credos religiosos que se acercan más a la política y otros menos.

Dentro del cristianismo, es en el luteranismo donde están más unidos poder religioso y poder político. Incluso, en el mundo anglicano, la reina es la máxima representante del poder religioso, mientras que en el mundo católico hay una evidente separación, como se ve en las diferencias entre el rey emperador Carlos I y el Papa, que llegaron hasta el saco de Roma por las tropas imperiales… Pero, donde está más claramente la unión de ambos poderes es en el islam y en la vida del propio Mahoma, quien estableció la simbiosis total de religión y Estado en la forma del califato. Y lo utilizó, ya fuera, primero, por la persuasión, o, luego, por la guerra, a fin de que todo el mundo se convirtiese al islam, como se puede ver en la vida de Mahoma según la refiere la tradición musulmana, en el Corán, y en el hadiz —recopilación canónica de hechos y dichos de Mahoma—.

Respecto al luteranismo, podemos destacar estos rasgos: primero, la inserción del poder político en el religioso; segundo, que se da más importancia a la fe que a la razón; tercero, cierta tendencia a la negación del libre albedrío; y, cuarto, que el propio Lutero se ve a sí mismo y obliga a sus seguidores a verlo como el dictador definitivo de la verdad suprema, o sea, de la interpretación de las Sagradas Escrituras. Todos estos rasgos le aproximan enormemente al islam. Por otro lado, se adelanta al nazismo en el odio y la persecución de los judíos. Los nazis utilizaron el busto de Lutero aureolado con la esvástica.

 

Recordando la actitud de Bruno con la Iglesia, ¿no ocurrió lo mismo con Villamediana y el poder político de su tiempo?

En efecto, pero, así como Bruno quiso llevar al último extremo su concepción de la filosofía, Villamediana hizo lo mismo con su concepción de la poesía…, como se vio cuando salió a la plaza Mayor de Madrid con la librea llena de reales de plata y el lema «Estos son mis amores». ¿Qué quería decir? ¿Mi amor es el dinero? ¿Mi amor es la reina? O como cuando prendió fuego al escenario en la representación de una obra suya de teatro, La gloria de Niquea, en los jardines de Aranjuez, y sacó a la reina en brazos, apareciendo como su salvador… Hizo algunas provocaciones más en este deseo suyo de llevar la poesía a la vida. Y, por eso, un 21 de agosto de 1622 fue asesinado en la calle Mayor de Madrid. Y Góngora recuerda en una carta suya famosa que sus últimas palabras fueron «¡Esto es hecho!». De modo que si Bruno fue un filósofo de acción, podríamos decir que Villamediana fue un poeta de acción…

 

Total
191
Shares