POR BENJAMÍN PRADO
Hay quien es «dos personas, una de ellas en sombra», se dice en Berta Isla, una de las novelas de la última etapa de Javier Marías, y él mismo tenía algo de eso, de personaje doble, a un lado el que se mostraba en público, especialmente en sus artículos, con su imagen de cascarrabias con poca paciencia para los necios y las necedades de nuestro tiempo lastrado por correcciones políticas y verdades del barquero; y al otro la persona siempre educada y con un gran sentido del humor de la que podíamos disfrutar quienes lo tratábamos en privado. Yo echo de menos a los dos, al escritor con una aguda visión crítica de la realidad siempre estimulante, tanto cuando compartías alguno de sus argumentos como cuando no era así, y al compañero de cenas, en restaurantes cercanos a su casa o alguna vez en esta misma, siempre ilustrativo en sus explicaciones, minucioso en sus citas e irónico a la vez que leal a la hora de hablar de amigos comunes. Javier, no sé bien si esa era la imagen que daba, aunque me temo que no, era ante todo una persona muy divertida, con un humor inteligente y a la que le gustaba reír casi tanto como fumar, esta última una adicción que probablemente le costó la vida o, al menos, le permitió tomar un atajo a su muerte.
Lejos de esa caricatura de tipo difícil, reconcentrado en su trabajo y casi inabordable, que es la que ha trascendido porque él supo construir ese muro a su alrededor, a Javier Marías le gustaba hablar de muchas cosas, por ejemplo de música o de fútbol. La primera de esas aficiones fue la que nos acercó en su momento, cuando tras una fiesta de la editorial que publicaba nuestras novelas, Alfaguara, hablamos de mi héroe Bob Dylan y él, siempre tan original, me aseguró que su disco favorito de este era Pat Garrett y Billy the Kid. «Pero hombre», le dije, «¿entonces lo que más te gusta del mejor letrista de la historia es un disco casi por completo instrumental?». Esa charla dio inicio a una de nuestras costumbres: la de regalarnos cosas, porque en nuestra primera cita a solas, poco después, le llevé una carta manuscrita de uno de los monarcas del Reino de Redonda y por lo tanto antecesor suyo, John Gawsworth, que le había comprado en una librería anticuaria de Londres y también unas grabaciones de coleccionista de esa obra, con canciones en su día desechadas versiones diferentes de las editadas. Me correspondió unas semanas más tarde, dando un ejemplo de la generosidad que le caracterizaba, con una primera edición del libro Tarántula, el primero del futuro premio Nobel de literatura. ¿Lo hubiese ganado él también, de no haber fallecido tan pronto? Yo apostaría que sí.
A Javier le gustaba charlar también de fútbol, aunque me riñese medio en broma por mi doble militancia en ese terreno, donde uno es a partes iguales merengue y del Athletic de Bilbao: «Eres un espía doble, es decir, un doble traidor», me decía él, que sabía de qué hablaba porque leyó muchas y ha escrito algunas fantásticas novelas sobre ese mundo lleno de espejismos y dobles identidades de los servicios secretos. Era enternecedor que alguna vez te llamase en verano para jugar a hacer la alineación del Real Madrid de la siguiente temporada, contando con los nuevos fichajes que se hicieran ese verano. Un día me llamó para preguntarme si me apetecía ir a su casa a ver la grabación íntegra de la famosa final de la Copa de Europa contra el Eintriach de Frankfurt, y allí estuvimos, tomando unas bandejas de canapés que había encargado y viendo ese siete a tres de 1960, los tres goles de Di Stéfano y los cuatro de Puskas. Cuando unos meses después fui a Budapest, le hice una foto a la tumba de este último, que está en la catedral, y se la mandé. Los ritos hay que cumplirlos.
Recuerdo que esa misma noche del vídeo del partido, de pronto empezó a sonar un fax, que para entonces era ya un aparato que no usaba casi nadie, y resultó que quien lo enviaba era Francis Ford Coppola, el director de las tres partes de El padrino, de Apocalypse now y de una película menos reputada y que me gustaba a mí más que a él: Peggy Sue se casó. Él era más partidario de La conversación. Normalmente, esas citas, que repetíamos a menudo por aquella época, eran en un local cercano a su domicilio, que él frecuentaba y donde, a los postres, se pedía siempre, mientras te hablaba de su insomnio, un café solo y una Coca Cola: «Como me cuesta dormir, leo los periódicos y algunas revistas a esa hora», decía, antes de seguir la conversación sobre algún libro, escritor o conocido de ambos. Con el tiempo, me otorgó un cargo diplomático en el Reino de Redonda que ostento con honor: embajador ante el propio Real Madrid, con el apodo de «Netzer», un centrocampista alemán llegado en los años setenta al equipo y que a los dos nos había entusiasmado en tiempos; pero un día le disgustó verme en la televisión junto a un colega que lo había atacado, y me castigó añadiendo a mi cargo una palabra amenazante: «provisional».
La relación con Marías, a quien siempre había admirado y un poco temido, por la fama que lo precedía y las leyendas que le llegaban a uno sobre su carácter supuestamente irascible y maniático, se había estrechado tras la publicación de su obra Negra espalda del tiempo, en 1998, un libro que me había deslumbrado y del que había escrito y dicho cosas que a él le agradaron. No hay libro suyo, literalmente, que me haya disgustado y hay muchos que me fascinan, pero ese es mi predilecto. Alguna vez me echó en cara, una vez más medio de verdad y medio de mentira, que algún título suyo posterior «no parecía haberme agradado tanto». Miro algunos de ellos ahora, en su casi totalidad dedicados por él con su hermosa «letra de poeta inglés de entreguerras», como solía decirle, y la sensación de desamparo y pérdida es inevitable.
Tratando de pisar a la vez en el territorio fronterizo entre el rocanrol y la escritura, cuando, en el año 2003 publiqué el libro de cuentos Jamás saldré vivo de este mundo, se me ocurrió que el volumen tuviera artistas invitados, como ocurre en los discos, y pensé en cuatro primeros espadas: Juan Marsé, Almudena Grandes, Enrique Vila-Matas y el propio Javier Marías, que colaboraron, cada uno de una forma distinta, en cuatro relatos. Con él, que me siguió el juego sin dudarlo, fue una experiencia magnífica: yo iba imaginando y redactando escenas, lo llamaba y él me decía cómo las continuaría él. Así lo hicimos. Pensar hoy que, de esos cuatro amigos y maestros, tres ya no están aquí, y dos de ellos se han ido de forma tan prematura, es terrible.
Mi Javier Marías es un hombre leal, inteligente, mordaz, divertido, indómito, dulce con quien quería y duro cuando tocaba; educado y un punto distante, con esos modales un poco antiguos de los que presumía; siempre dispuesto a la broma pero con poca paciencia para las tonterías; sarcástico con los enemigos –que le salían por todas partes a causa de su bendita costumbre de decir lo que pensaba y de no atenerse a las reglas de la corrección política– y defensor a ultranza de los amigos; es alguien que iba por libre, a su bola, que se consideraba extranjero en una era que ya no le parecía suya y de la que le desagradaban la zafiedad y el embrutecimiento que se extendían por sociedades vendidas al dinero y dominadas por la hipocresía, a las que con tanto brío combatía en sus artículos; un lector al que le agradaba sobremanera hablar de poesía, al menos conmigo, y una persona más nostálgica de lo que pueda parecer, un ser muy apegado a la infancia, a su padre filósofo, a los soldaditos que compartían espacio con los libros en sus estanterías… Y en lo que se refiere a su obra, un auténtico número uno, dueño de un estilo propio, de una personalidad avasalladora. Después de Negra espalda del tiempo, la trilogía Tu rostro mañana, obras inmediatamente anteriores como Mañana en la batalla piensa en mí y más recientes, entre ellas la pareja que forman Berta Isla y Tomás Nevinson… están entre las cosas que yo me llevaría a una isla desierta: son extraordinarias y él es un creador único.