POR JUAN CRUZ RUIZ

Fotografía de Asis Ayerbe

Firmaba todas sus cartas con esas iniciales, JM. Era puntual y se acostaba tarde. Veía la televisión y era ordenado como el humo. Recibía en casa, a los periodistas, a los amigos, e invitaba a comer a éstos por cualquier razón, porque él cumpliera años o publicara nuevo libro o porque sí. Siempre iba con un libro de regalo, o con un objeto; iban envueltos, en todo caso, o en sobres elegantes, adecuados para llevárselos cómodamente. Esperaba siempre, no sólo porque viviera cerca del restaurante en el que citaba a los próximos, y a los que venían de fuera, sino porque ese era su compromiso con el tiempo, ser puntual.

Las cartas eran siempre largas, prolijas, a no ser que fueran accidentales, sobre correcciones a artículos propios o por reprimendas sobre artículos ajenos que a él, por una razón u otra, le concernieran. No fue nunca maleducado en estos casos, sino preciso. La precisión de su escritura exigía precisión en los otros, pues consideraba que todo aquello que se saliera de la exactitud, en literatura, en la vida, era de mala educación. En el comentario de la vida cotidiana también era preciso: lo que dañara a la vista, fueran decisiones políticas o desvíos literarios, tenían en él a un vigilante exhaustivo.

En esas reuniones con otros, debidas a su trabajo de escritor o a su pasión por la amistad, era el que llevaba el ritmo de las conversaciones. Como algunos amigos suyos, como Jaime Salinas o como Guillermo Cabrera Infante, era de los que pasaban de un tema a otro con eficacia, sin énfasis, naturalmente. «A propósito, ¿qué sabes de…?» Un asunto político, por ejemplo, se liquidaba en poco tiempo, pues no era tan necesario repetir lo que ya había leído en los periódicos, y además escucharlo le aburría; pero en los asuntos de las personas, sobre todo si éstas eran de su propio oficio, la literatura, sí se entretenía más. Pues estaba al tanto de todo lo que se habría dicho de ellos, si eran amigos, y quería saber en abundancia sobre aquellos que, cercanos o lejanos, formaban parte, quizá, de sus bestias negras.

En el ámbito telefónico era de gestión lenta. Llamaba, o hacía que le llamaras, o bien te emplazaba para ser llamado (en una dirección u otra) para abordar asuntos delicados que pudieran ser de interés mutuo. La conversación más larga que tuve al respecto se produjo poco antes de que cayera sobre él la terrible enfermedad que lo llevó al hospital y al fin de su vida, la peor noticia que yo mismo, y muchísimos otros amigos suyos, y parientes, lejanos y cercanos, de España y de cualquier parte del mundo. En aquel momento, quizá febrero de 2022, yo estaba en el centro cultural Galileo, antes de entrevistar a una actriz, y sonó su voz desde su teléfono, que siempre estuvo en modo desconocido.

Quería saber circunstancias personales de una reciente decisión profesional mía. Su delicadeza era igual a un interés, pues él jamás planteaba cuestiones que no tuvieran respuestas de variada intensidad. Pero al final su persuasión era igual de delicada que su interés, y tú terminabas diciéndole la verdad de lo que ocurría, o de lo que iba a ocurrir, con todo detalle.

Hablar con él por teléfono exigía también atención, preparación y esmero, pues no había nada, de lo que ocurriera, de lo que él no estuviera enterado, a través de la prensa, de la televisión o de los amigos, que acudían (acudíamos) a él con las últimas nuevas, buenas o malas, para saber, sobre todo, qué sentía él a propósito de lo que fuera ocurriendo.

Era un fiel ciudadano de la Villa de Madrid. Vivía en el centro mismo de la ciudad, frente al viejo ayuntamiento, y sentía como tal ciudadano los desastres que ocurrían en el municipio. Muchas veces se refirió a ello en sus artículos de los últimos tiempos en El País, y por ello y por lo que escribía recibía abundante correspondencia, que el diario publicaba a veces en las Cartas a la directora (pues en los últimos años fueron Soledad Gallego y Pepa Buena las directoras).

Mientras estuve en el periódico que ellas dirigieron, y antes, pues me fui de allí 46 años después de mi temprano ingreso, me llamaba para interesarse por el criterio que se seguía para hacerlo aparecer como víctima en esa correspondencia.

De vez en cuando supe responderle, pero a veces, naturalmente, él sabía más que yo de los motivos, así que no era raro que él terminara diciéndome qué sentido tenía esta o aquella carta concerniente a sus propias opiniones sobre el devenir español, sobre todo.

En aquella conversación de febrero de 2022 se preguntaba, en efecto, por qué ahora abundaban tanto esas cartas que lo tenían a él como víctima. Yo le dije que eso era así siempre que alguien escribía textos polémicos e interesantes. «¡Ay Juanito!», me decía a veces cuando creía que yo desviaba el tiro de su interés para no dañar a ninguna de las partes.

Fui uno de sus editores, en los últimos años de su extraordinaria carrera. Amaya Elezcano fue quien de veras se ocupó de su obra y de su cuidado, y fue con ella, y con todos, de un afecto enorme, de una elegancia emocionante, igual que pasó más tarde, con Pilar Reyes, y con todas las personas que se ocuparon de sus libros, de su promoción y de su extraordinario litigio con la publicación de su escritura.

Su exigencia era siempre equivalente a su calidad. Desde sus cubiertas a sus promociones, la opinión de Javier era inquisitiva pero noble, porque él mismo era editor (el editor de Reino de Redonda, por la que hizo más que lo que pudo, y ahí está, como una colección impar en la cultura editorial española) y sabía hasta qué punto el libro se debe, en última instancia, al mimo del editor tanto como a la prestancia del autor.

Supe de su gravedad por un amigo común. No me lo creí, no me lo creo. Este texto que estoy escribiendo en un día nublado del Madrid de primavera, mientras en el Retiro las manos de los escritores fluyen sobre las páginas de crédito abiertas a las dedicatorias, me está costando tanto como aquel día de septiembre me costó escribir sobre el imperioso advenimiento de su muerte. Hablar de él en pasado, como me pasó entonces, es ahora igualmente doloroso, como si un destino ruin lo hubiera arrebatado del sitio en el que se producía la alegría de su prosa semanal o anual, de sus artículos o de sus libros, de su elegancia y de su exigencia, de su personalidad singular, sin repetición posible.

Titulé entonces un artículo sobre él y su legado con un título de Juan carlos Onetti, deformado para la ocasión: Ocurrió el infierno tan temido.

Es un infierno vivir sin Javier Marías, escribir su nombre y no saberlo cerca, respirando, escribiendo, mirando, es una herida que tardará en curarse, si es que se cura algún día, porque sin él la vida es peor, menos exigente y, en algunos renglones de lo que pasa, peor, mucho peor, muchísimo más desangelada.

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