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POR ANDREU NAVARRA

Aunque no me hacía grandes ilusiones sobre mí mismo, pensaba que si los que tienen capacidad de expresión abandonan a su pueblo, es muy difícil que no decaiga, que pueda levantarse.

Julián Marías (1989: 264)

 

UN HOGAR PARA EL PENSAMIENTO (1931-1940)

Según dejó escrito Julián Marías (1914-2005), 1931 fue uno de los años más importantes de su vida. Fue el año en que encontró su vocación de filósofo, en las clases universitarias que ofrecía Xavier Zubiri. Un primer contacto con el pensamiento se había producido cuando Marías tenía sólo quince años, al leer el volumen Notas, de José Ortega y Gasset. Luego se produjeron acontecimientos filosóficos aún más trascendentales:

Ese año 1933 volvimos a la vieja Universidad [acababa de abrirse el nuevo Campus de la Ciudad Universitaria], al nuevo Pabellón Valdecilla, para seguir el curso de doce conferencias que dio Ortega con el título «En torno a Galileo». Allí había gran número de oyentes, del orden de los trescientos. Ortega, como era frecuente, no llegó a Galileo, porque le faltó tiempo y se quedó a la puerta, pero fue algo fascinador, de una originalidad, profundidad y belleza asombrosas. […] Cuando se publicó en forma de libro, pensé que era el más importante de su autor (1989: 135).

 

Ese entusiasmo lo compartía Zubiri, que un día le dijo que su maestro común era uno de los doce nombres definitivos de la historia de la filosofía. Veinte años después, al terminar su historia de la filosofía, Marías iba a dedicar a Ortega el último capítulo de la obra, con la intención clara de desafiar a la clase cultural acomodada en el régimen franquista.

En los diversos textos en los que Marías describió sus estudios superiores, la etapa más feliz de su vida, la impresión era que estaba asistiendo a un momento culminante de la cultura española. Llegó a idealizar aquellos años; lo encontró todo en ellos: al amor de su vida, Lolita Franco, y a sus maestros, Ortega, Morente y Zubiri, que constituyeron su devocionario futuro. Hay que tener en cuenta que, en esa época, uno podía ir a la Granja del Henar a escuchar a Valle-Inclán murmurando contra Primo de Rivera, y podía encontrarse uno a Pío Baroja o a Azorín revolviendo volúmenes en la librería El Libro Barato, que estaba en la calle San Bernardo (1989: 107). Los escritores sobre los que Julián Marías escribió hasta el último día de su vida los había conocido y frecuentado. Sus memorias derrochan entusiasmo por el ambiente de libertad en que se desarrolló su juventud. A propósito de su universidad, a la altura de 1932, escribió:

La nuestra era simplemente maravillosa, la mejor institución universitaria de la historia española, por lo menos después del Siglo de Oro, que está demasiado lejos. En nuestra Facultad enseñaban, a la vez, Ortega, Morente, Zubiri, Gaos, Besteiro, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Obermaier, Ibarra, Ballesteros, Pío Zabala, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Asín Palacios, González Palencia, Ovejero, y como auxiliares o ayudantes o encargados de curso, aparte de los ya nombrados, Pedro Salinas, Enrique Lafuente Ferrari, Montesinos, Lapesa… ¿Se podía renunciar a esto, a lo que probablemente era la mejor Facultad de Europa? (1989: 111).

 

Entre 1932 y 1936, Marías fue alumno de Ortega, de quien opinó que «suscitaba alegría, más aún: gratitud. Sentían que les enriquecía, que era consolador que la especie humana pudiera alcanzar ese nivel» (1989: 112).

La opinión que merecía a nuestro autor la actividad de la por él bautizada «Escuela de Madrid» no podía ser más alta. Escribió, en 1952: «Brentano ha sido traducido al español desde 1926; Spengler, en 1923; Dilthey, profundamente estudiado por Ortega en 1933, está traducido íntegramente por españoles, en España y en México. […] A mi modo de ver, el pensamiento español, en el siglo xx, ha anticipado la mayor parte de los descubrimientos de los filósofos llamados existencialistas y, al mismo tiempo, ha constituido todo un lado de su doctrina, desconocido en otros lugares» (1969: 236). Estas manifestaciones de orgullo y nostalgia por el trabajo bien hecho son habituales en Marías, un optimista nato: «El florecimiento cultural de estos años [veinte] fue extraordinario, quizá el más alto en un breve periodo de nuestra historia, superior incluso al de los años de la República» (1989: 77). Sin embargo, «La Universidad misma era algo asombroso; nunca había existido nada parecido; las diferentes versiones que después de la guerra ha tenido no han tenido gran semejanza con la tan fugaz de 1933 a 1936» (1989: 151). El Madrid de esos años le parecía el lugar menos «provinciano» de Europa, porque en él se editaban y comentaban las obras de Brentano, Husserl, Scheler, Freud, Dilthey o Keyserling (1989: 176). Sin embargo, hay que puntualizar que Marías no conocía ningún otro núcleo extranjero.

Y ese nivel intelectual alcanzado, tanto en los veinte como en los treinta, tenía mucho que ver con Revista de Occidente y el entorno orteguiano, y por esta razón Marías se apuntó pronto al proyecto editorial que llevaría ese nombre durante la postguerra. Ortega mismo le encargó, en 1934, uno de sus primeros trabajos intelectuales: la traducción del Discurso sobre el espíritu positivo, de Comte, precisamente para la Revista de Occidente, versión por la que cobró cuatrocientas cincuenta pesetas (1989: 142). En esa época de cierto desencanto con la República, Ortega comunicó a Marías su intención de formar una plataforma cívica e intelectual agrupada bajo el lema «Moral, Nación, Trabajo» (1989: 173). Es importante señalarlo, puesto que la ideología del Marías de todas las épocas bebe de este tipo de iniciativas centristas de Ortega, destinadas a crear un partido nacional o grupos de presión u opinión al margen de los partidos constituidos para tratar de redirigir la vida pública. Otro núcleo en el que se sintió cómodo, porque indagaba siempre en el mundo cristiano, era el de la revista Cruz y Raya, donde señoreaban Xavier Zubiri y José Bergamín (1989: 154). Marías fue el primer lector de un trabajo que Zubiri publicó en Revista de Occidente: «En torno al problema de Dios», en diciembre de 1935.

En definitiva, Julián Marías se sintió cómodo en ese contexto de ebullición de ideas filosóficas y de cristianismo aperturista. Sin embargo, en lo político las cosas se fueron torciendo: «En la visión de Marías, lo que se había producido en España entre 1931 y 1936, en el deslizamiento del país hacia la discordia que desembocó en la guerra civil, fue un proceso de escisión del cuerpo social, una ruptura de España como nación. Síntomas premonitorios, sin duda negativos, aparecieron, para Marías, desde el momento mismo de proclamación de la República» (Fusi, 2017: 20). Marías notó que su mundo iba a desaparecer pronto, tal y como lo recordó en 1988: «la forma de vida nacional que me interesaba estaba condenada» (1989: 192), y esa muerte anunciada llegó en 1936: «Pocos años antes, había empezado mi vida adulta con un ilimitado entusiasmo por España, con la evidencia de estar en una época, en todo el mundo, de esplendor intelectual, que en España había alcanzado una de sus cimas. Imagínese lo que significó, a los veintidós años, ver a mi país entregado a la locura, la violencia, el odio y el crimen» (1989: 194).

Marías destacó que el éxodo de intelectuales que dejaron España, por un motivo u otro, se produjo en 1936 y no tres años después. Puntualiza que salieron con un cargo o huyeron Américo Castro, Sánchez Albornoz, Pedro Salinas, Jorge Guillén, José Fernández Montesinos, Ramón Menéndez Pidal, Juan Ramón Jiménez, y el grupo de liberales mayores que acabarían prefiriendo el bando nacional: Ortega, Marañón, Baroja y Azorín. Unamuno y Valle-Inclán murieron aquel mismo año 1936.

En 1937, Julián Marías esperaba un tren cerca de Valencia y se enteró, a través de un periódico anarquista que se llamaba Fragua social, que Unamuno había muerto en Salamanca. Llegó a la ciudad de Valencia profundamente contristado por la noticia, presa de un intenso sentimiento de orfandad, y escribió un artículo para Hora de España que no llegó a publicarse nunca. La historia de aquel primer artículo dedicado a Unamuno la explicó Marías en dos lugares distintos, en el prólogo a El existencialismo en España (1952; 1969: 229) y en el primer volumen de sus memorias (1989: 218). Fue el embrión de una serie nutrida de trabajos que dedicaría al autor de Niebla. En 1952 confesaba que se había sentido siempre más próximo a Ortega, cuya filosofía adoptó sin fisuras, y a Zubiri, por razones religiosas evidentes. Unamuno no fue el maestro de Marías, pero este lo consideró el fundador de la filosofía española contemporánea. Pudo conocerlo en persona en 1934, en una de las universidades de verano que se organizaban en el Palacio de la Magdalena de Santander.

El primer franquismo no ofreció nunca un refugio para un Julián Marías aún joven. La universidad franquista rechazó su tesis doctoral sobre el padre Gratry, y se le impidió, tras pasar por la cárcel, tanto publicar en prensa como impartir docencia fuera del ámbito privado. Sin embargo, como había conservado su notable biblioteca filosófica, reunida durante sus años de estudiante, pudo seguir leyendo y escribiendo a buen ritmo. Lo primero que entendió nuestro autor es que su deber era escribir y publicar, a cualquier precio, y hacerlo desde el mismo punto central y elevado que en los momentos anteriores a la guerra: «La crisis intelectual de la guerra civil y el tiempo que la siguió se debió principalmente a “dimisión” de los creadores, a cobardía, complacencia o utilitarismo, todo lo cual descubría la escasa autenticidad de su vocación» (1989: 236). Esto es importante señalarlo, porque la dimisión se había producido en 1936 y no cuando la República se había desmoronado. Ese partidismo o abdicación de las obligaciones del intelectual es lo que había permitido, por ejemplo, que Bergamín hubiera podido mentir para justificar el asesinato de Andreu Nin, o que antiguos compañeros de aula se hubieran convertido en delatores o asesinos vesánicos. La verdad desapareció de los medios y una propaganda insulsa y triunfalista había anegado la propaganda de ambos bandos: «Lo más penoso para mí era la supresión de la espontaneidad, primero de un signo y después del otro. Lo personal o lo estrictamente social estaban sustituidos por consignas, normas, imposiciones» (1989: 263). Del irrespirable Madrid de la retaguardia se había pasado al incalificable régimen dictatorial franquista.

Por lo tanto, lo que urgía era recuperar las grandes cimas del pensamiento español inmediatamente anterior a la guerra. Marías negaba que, tras la debacle de 1939, fuera imposible trabajar: «Desde que terminó la guerra civil, en un esfuerzo lento, lleno de tentaciones, desmayos, caídas y resurrecciones, la mente española se ha ido reafirmando» (1972: 63). No dijo que fuera fácil ni que hubiera que olvidar los sacrificios, las cárceles y los crímenes. Lo que consideraba un deber era restaurar la prosa liberal y con ciertas garantías de verdad u honradez, criticando duramente a todos aquellos derrotistas que pensaban que no podía hacerse nada. Julián Marías puso pronto el hilo en la aguja, con el objetivo de contribuir al restablecimiento de una «España vividera» (1989: 265), esto es, una sociedad amiga de la investigación y de la concordia. Aún en 1939, José Ortega Spottorno, hijo menor de su maestro, se puso en contacto con él para que tradujera un libro de Max Scheler, De lo eterno en el hombre.

En 1940, ocurrió algo también reseñable. Julián Marías asistió a una conferencia normal. Lo que queremos decir es que escuchó a alguien interesado por el saber y no mera propaganda, lo único que podía escucharse desde hacía cuatro años: «En la Biblioteca Nacional dio una conferencia don Ramón Menéndez Pidal. No es que fuera “resistencia”, reivindicación de las libertades, nada de eso: fue simplemente el uso de la libertad para dar una conferencia rigurosamente científica, sin concesiones, igual que hubiera podido darse diez años antes». Al fin, saber, y no gritos de odio o consignas. Marías recordó este acto fundacional en otro escrito suyo dedicado a Menéndez Pidal, «Tres recuerdos de don Ramón», escrito en 1967 (1975: 117-119).

Para sobrevivir a aquella época de violencia y falseamiento, Julián Marías se propuso un lema: «No digo todo lo que pienso, pero todo lo que digo, lo pienso» (1989: 289). Cuando Menéndez Pidal cumplió noventa años, Marías le dedicó un trabajo extenso extraordinariamente admirativo, «El claro varón don Ramón Menéndez Pidal», que pasó al primer volumen de Los españoles (1971: 187-215). Sobre el filólogo opinaba algo parecido que sobre Azorín: que habían dado sus mejores frutos durante la vejez. De algún modo, para la España optimista que deseaba transmitir Marías, la filología de Menéndez Pidal era una pieza clave. En cuanto a Azorín, pensaba que, tras el desastre de 1939, el alicantino se había refugiado en brillantes libros de memorias, volviendo a sus orígenes, en libros como París (1945), Valencia (1941) o Madrid (1941) (1975: 140).

Aún en 1940, Marías cofundó la institución docente Aula Nueva y escribió y publicó, en condiciones precarias, su Historia de la filosofía, con un prólogo de Zubiri, también en la casa Revista de Occidente. El volumen era generoso (cuatrocientas trece páginas), y costaba veinte pesetas. Sobre ese libro, escribió Marías que estaba «a cien leguas de todo lo vigente. Pensé que podría contribuir a salvar la continuidad de la cultura española, a impedir que se perdiera la maravilla que se había ido creando desde la generación del 98» (1989: 300).