Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES
Escribir tanto en el ámbito literario como en el periodístico supone un desafío particular. El escritor se enfrenta a la difícil tarea de equilibrar dos mundos que, aunque relacionados, tienen exigencias y dinámicas muy diferentes. El periodismo demanda precisión, inmediatez y objetividad, mientras que la creación literaria permite la exploración de la subjetividad y exige la proyección de la imaginación. Hacer eso fuera del contexto de origen añade una capa de complejidad: el acto de escribir desde el extrañamiento, desde una diáspora, se convierte en una confrontación del desarraigo, que provoca la sensación de no pertenecer del todo a ningún lugar. Eso puede permitir, no obstante, una observación del mundo desde la distancia crítica y así fijarse con mayor agudeza en los detalles y las tensiones que otros quizás pasen por alto.
KARINA SAINZ BORGO
Rodrigo, te escribo en el tiempo que me queda entre la llegada a mi sitio en la redacción y las entregas pendientes para el suplemento. Bien sabes tú lo que consume un periódico y yo, como tú, trabajo en uno. Tengo abierto, eso sí, el documento de Nazarena, que me tiene con la corona de espinas bien puesta. ¿Te pasa a ti lo mismo? ¿Sientes que tienes que defender tu propia escritura de las otras que se te imponen? Y cuando digo defenderla, eso alude a defenderla a capa y espada. De las exigencias prácticas, las entregas contrarreloj, los reclamos identitarios, los malentendidos nacionales, los parentescos literarios a la fuerza y hasta de las buenas intenciones.
Faltan pocos días para La Palma —¡oh, el Atlántico!—, pero me temo que nos veremos abocados a hablar de literatura venezolana, como si tal cosa fuese una taxonomía o un tipo de plumaje. A mí me gustaría escucharte hablar allí de tus proyectos, porque además de venezolano, eres escritor, así que tú escribes novelas, no necesariamente novelas venezolanas. ¿Verdad? Me pregunto, ¿escriben los españoles una novela española, los colombianos una novela colombiana, los argentinos una novela argentina? Mi única certeza al respecto es escribir en español, que es el único idioma que domino para poner en orden mis propias obcecaciones. ¿No es en realidad la literatura un lugar mucho más libre, reglado únicamente por lo que está bien escrito o mal escrito? Ya sabes cómo evito temas como pertenencia, identidad, diáspora -¡odio esa palabra, por el inmenso boquete y sumidero que supone!-, me gustaría pensar que se escribe como se respira. ¿Piensas tú lo mismo?
La semana pasada, en una conversación sobre Conrad, surgió la discusión sobre su identidad. ¿Qué es Conrad? ¿Polaco, ucraniano, autor en lengua inglesa? ¿Escritor del mar? ¿Escritor de la naturaleza humana? Hijo de aristócratas polacos, Joseph Conrad llegó al mundo en Berdichev, una ciudad del imperio ruso que ahora es Ucrania. Su padre, traductor de Shakespeare y Victor Hugo, así como activista nacionalista, fue represaliado por la Rusia zarista y murió en el exilio de una pulmonía, fruto de la inclemencia de los trabajos forzados en Siberia. Huérfano a los 12 años, el novelista vivió en Leópolis y Cracovia, y se enroló como tripulante del buque Mont Blanc, al bordo del que conoció Italia y Marsella.
Luego de huir del servicio militar ruso, se radicó en Inglaterra. Allí se nacionalizó británico y se hizo capitán de la marina mercante. Adoptó el inglés como lengua de creación. En ella escribió los libros por los que acabaría siendo reconocido como el gran renovador literario. Además del francés, su segunda lengua, así como del alemán, el ruso, el neerlandés y el malayo, que también conocía, Conrad dominó el lenguaje marítimo, el del terror, el simbólico y el narrativo. ¿No es eso de lo que trata este asunto? Se es escritor o escritora, y con eso basta.
Me despido con estas disquisiciones que no pagan la renta, que no sirven para absolutamente nada, pero que no abandonan mi cabeza. La KSB
RODRIGO BLANCO CALDERÓN, 11 DE SEPTIEMBRE
¡Karina Kerida! Lo primero, debo disculparme por mi enorme tardanza en contestar. En esta era digital, dos días sin contestar una carta equivalen a seis meses de la época analógica. Saltan entonces las alarmas, llamadas van y vienen para ver dónde se ha metido uno. ¿Se habrá caído en la ducha? ¿Lo habrá secuestrado un comando bolivariano en plena Costa del Sol? Nada de eso, por fortuna. Estaba ocupado con la vida. Justo vengo de cenar con una amiga escritora, rumana pero ya con muchos años viviendo en Granada. Muchas veces hay mayor afinidad entre un venezolano y una rumana que entre un venezolano y un español o un gringo. Lo cual me hace recordar la vez que Mircea Cartarescu estuvo aquí en Málaga y, conversando con él, me dijo que él se sentía más latinoamericano que europeo. Así son los vasos comunicantes que produce la diáspora (con el perdón de la palabra-boquete que tanto te disgusta). Todo lo cual lo menciono como una forma de asentir a lo que comentas sobre Conrad. ¿Sabías que Conrad llegó a estar una vez en Venezuela? En uno de sus viajes llegó a Puerto Cabello. Lo leí en alguna biografía suya y de inmediato entrevi la posibilidad de una novela.
El encuentro en La Palma promete. Tiene un aire a novela de Agatha Christie muy bueno: un grupo de escritores venezolanos, separados por el hundimiento de su país, se reencuentran en una isla después de varios años sin verse…De pronto, uno de los escritores desaparece. Al día siguiente, otro y así. Qué gran novela es Diez negritos, que ahora le cambiaron el título por uno más políticamente correcto. Triste época esta, de microagresiones, microdilemas, microtraumas, microaventuras, microliteratura. Pero divago. El Festival en La Palma me genera emoción y aprensión. Hay varios amigos que quiero ver y hay otra gente con la que siento se ha establecido una distancia y un rencor silencioso, raro, sin motivo. Quizás es ese odiarse de los exiliados del que hablaba Kundera, que sabía tanto de estas cosas de las que es mejor no hablar.
Termino por lo primero. Me encantaría decirte que sí, que debo luchar contra los trabajos malpagados que, reunidos, hacen un casi sueldo, para poder escribir. Pero la principal lucha es contra mí mismo. Soy un escritor básicamente mental, como ese personaje de Borges en «Las ruinas circulares». Y cada cierto tiempo consigno por escrito algunas páginas que vienen del lado menos visitado de mi conciencia. Cuando termino un libro, soy el primer sorprendido. Al dilema u obligación de ser venezolano, no le doy tanta importancia. Me asumo hombre-arepa. El hombre de maíz, a pesar mío. Y paso a otra cosa. Más difícil lo tienes tú, me parece, que además del sambenito de ser venezolana, eres, también, mujer. Esa me parece una categoría que hoy día está cargada de muchas más obligaciones que la de pertenecer a un país. Es algo que siempre he querido preguntarte y luego siempre se me olvida. Un fuerte abrazo y hasta la victoria, secret. R.
KARINA SAINZ BORGO
¡Rodrigo! ¡Hombre arepa! ¡Sujeto de la Utopía ajena! Tiene razón Cartarescu al sentirse latinoameircano, ¡cómo quisiera yo ser austriaca! ¡Conrad en Puerto Cabello! El desorden me posee. Habla por mí y dispone de manera aleatoria, a su antojo, lo que he de hacer. Es una hipérbole, claro, para disculparme por el retraso, que dice usted que en tiempos de Internet dos días equivalen, en tiempo perruno, a dos décadas. Hablando de canes, ¿cómo está Xica? Yo me he comprado un koala de peluche. Sabes que esos animalitos me resultan simpáticos, así que lo he puesto a presidir junto a la lista de libros por leer. Me alegra que tenga usted su venezolanidad en Santa Paz y que le den un poco igual las identidades al escribir.
En estos días me reuní con vecinos suyos, algunos escritores y periodistas de Málaga, entre ellos Teodoro León Gross. Nos juntamos en el Hay Festival de Segovia para hablar de periodismo y verdad él, Jorge Bustos, Carlos Franganillo y yo. Créame que sentí vértigo, porque la verdad periodística, inflexible y sin lugar a muchos inventos, es más escrurridiza que la de la ficción. Que en una novela se puede hacer ortopedia, torcerle un bracito a la trama, hacer levitar a un jerarca o contar apagones de luz que duran días y días, aunque en el mundo que nosotros conocemos no es eso tan inverosímil. Y justamente es el mundo real lo que me da más problemas. Bien sabe usted que nuestro país de origen da lugar a interés informativo trepidante en estos días y que requiere un análisis que ni yo misma puedo o creo poder hacer, pero que he de entregar puntual a la prensa. Discúlpeme, ya le he hablado yo de mis agobios con el periodismo y no voy reparar de nuevo en la queja.
¡Volviendo sobre el Diez negritos venezolano de La Palma! He leído un ensayo enjundioso e interesante que ha servido de aperitivo para las jornadas. Lo ilustraba una foto de Adriano González León, el hombre que mejor he visto yo espolvorear comas en el aire con un pacharán en la mano. ¿Te acuerdas que para conseguirlo había que llamar directamente Hereford Grill y preguntar por él? El camarero decía: «El maestro no ha llegado». «Estará por llegar». Vivieron salvajemente los nuestros, adoloridos por una lucha armada en la que les habría encantado participar y por la que se pacificaron sin echar un tiro. Curiosas y trágicas leyendas las que se tejieron. Me habría gusto ver a Carlos Barral y a Adriano brindando en Bocaccio. Podríamos inaugurar una República del Este canaria, aunque el solo ejercicio de parodia me sumiría en una tristeza profunda y no creo poder tener a mano un buchito de petróleo para sobrellevarlo. ¿Ve? Si en el fondo la verdad histórica es desasosegante frente a la verdad novelística. Prefiero la segunda, sin duda. ¿Se le ocurre alguna idea disparatada para llevar a cabo en esta reunión de escritores patrios? De momento me voy a llevar una cesta de manzanitas criollas como las de Garmendia. No sé aún si para regalarlas o arrojarlas. En fin, estimado hombre-arepa, sujeto de la Utopía ajena, me despido haciendo mías sus palabras. Hasta la victoria, secret (and beyond). La KSB
RODRIGO BLANCO CALDERÓN
Doña Karina: Xica está muy bien. Mañana le toca baño y arreglo. Maricarmen, su peluquera particular, le hace unas colitas que son la comidilla de toda la Alameda de Colón cada vez que la saco a pasear (ahora la saco tres veces al día porque está un poco pasada de peso). En España a las colitas del pelo las llaman «quiquis». Eso ya tú lo sabes, por supuesto, pero a mí ese tipo de arbitrariedades del lenguaje cotidiano me encantan. Lo del koala de peluche es una buena noticia. El primer paso hacia tener uno de verdad. He notado tu identificación y pasión repentina por algunos animales. Entre ellos, Baby Yoda y la inolvidable Luna, del Colegio Real Español en Bolonia, a quien yo también conocí y de quien me enamoré perdidamente. ¿Y los hijos? Hace poco leía un artículo en tono alarmista con unas estadísticas sobre las parejas actuales, en las que es mayor el número de mascotas que el número de hijos. Desde ese punto de vista, nuestra generación va a ser tan responsable de la extinción de la especie como el cambio climático. O de la caída de Occidente, piensan otros. Los musulmanes siguen teniendo hijos y fe, lo cual, extrañamente, prepararía el escenario para que el mundo se convirtiera en la peor pesadilla de Michel Houellebecq.
Me han encantado tus «memorias» de Adriano. De hecho, Adriano murió en la barra del Hereford Grill. Con las botas puestas, como quien dice. En esa guerra contra sí mismos que tantos escritores declaran a través del alcohol (yo saqué mi bandera blanca y desde hace dos años ya no bebo). Lo que mencionas de la disolución de la lucha armada y de la izquierda radical en la Venezuela de los años 60, casi sin resistencia, me hizo recordar algo que dijo Salvador Garmendia en un coloquio sobre literatura venezolana en los años 90. Lo cité en la tesis doctoral que empecé a escribir en París y que nunca terminé (ni creo que vaya a terminar). Mira lo que dijo Garmendia: «Los 60, también para nosotros fueron una guerra. Pero una guerra sin enemigo visible o donde el enemigo decidió no darse por aludido. En realidad, la libramos día por día dentro de nosotros mismos, sabiéndonos sin decírnoslo que estaba perdida desde el comienzo. Ganaría el acomodo. Al final, lo esperábamos, nos aguardaba el puesto. Habría una silla para cada uno. Una silla debajo del culo, que, aunque tiene una pata menos sigue sosteniéndonos perfectamente».
El clima de ese congreso, que se suponía debía contribuir la tan ansiada como esquiva internacionalización de la literatura venezolana, fue de resignación y hastío. De derrota, diría nuestro poeta Cadenas. Derrota y queja. Nadie allí parecía olerse en el aire lo que se venía para el país a partir de 1998. A algunos de los ponentes de ese congreso, que parecían aburridos de la democracia, los veré en La Palma, por cierto. Estoy seguro de que no deben recordar sus palabras de entonces. Yo sí.
¡Ay, Komadre Karina! Cuando detecto ese rencor en mí me pregunto si no estaremos ya, si no estamos desde hace mucho sin saberlo, en Comala: ese rencor vivo. Por cierto, en Netflix perpetraron una versión, no sé si en película o serie, de la obra inmortal de Rulfo. ¿Tú la has visto? Yo no pienso asomarme por ahí. Fuerte abrazo y nos vemos en el espejo. Rodrigo.
KARINA SAINZ BORGO
¡Rodrigo! ¡Hombre arepa! ¡Quiquis! ¿En serio se llama asi a las colitas? Por cierto, ahora que lo recuerdo: cuando te conocí llevabas coleta ¿O te la desjaste después? No, no. En el poesía para Liceístas del año 1999 no llevabas el cabello largo. ¡Fue cuando empezaste a hacerte conocido como cuentista! Sea como fuere, cosas curiosas las de las cabelleras abundantes. Acierta usted en su observación acerca de mi gusto por los bichos. Xica he de decir que no califica como bicho, es una parisina andaluza que sabe más de literatura que cualquier estudiante de Filología. Su repaso de mis mascotas imaginarias es preciso. ¡Oh, Grogu! ¡Y Cornelia! Porque, a menos que se hubiese independizado, a esa enorme y adorable criatura afelpada del Colegio de España en Bolonia la conocí —y perseguí en innumerables ocasiones— como Cornelia. Meditaré seriamente lo del koala. Hay pocos seres vivos en mi vida cotidiana y no me vendría mal interactuar con algunos. Sobre todo si pueden colgarse de las lámparas y saltar de una columna a otra de los libros que amenazan con derrumbarse ellos solos.
¡Ay, Adriano! ¡Dios lo tenga en una mesa redonda con Barral a un lado y a Caupolicán Ovalles del otro! Ahora que lo pienso, la guerra de los escritores contra sí mismos ha tenido en el whisky y en los suplementos culturales fuerzas de ocupación maravillosas, formas privilegiadas de evaporar el tiempo y la buena disposición. Hace bien usted en lavar la bandera blanca con agua, porque yo cada vez que la saco termina salpicada de vino o, lo que es mucho peor, de Bloody Mary. Soy una bebedora poco aplicada y una abstemia sin vocación. En mi caso, más peligrosas aún que la barra del Hereford de Adriano González León y la del Milford madrileño juntas, lo son las muchas cuartillas, columnas, entrevistas y crónicas que se acumulan para entregar. ¡Pero ya está bien de quejarse! Porque en verdad lo único que sé hacer es escribir. Así que mejor ganarse la vida así que de tertuliano político.
Voy al grano con lo del gran Salvador Garmendia, por quien nuestra amiga en común Elisa Lerner siente un verdadero afecto y respeto. Hay tanta tristeza en una generación consagrada a un enemigo que jamás se dio por aludido ante sus imprecaciones, que comienzo a entender, muy amarga y hondamente, que la derrota de los Sardio y compañía fue una línea sucesoria, una herencia que no prescribe, ¡un aire de familia! Si hasta parece que desde Andrés Bello en adelante le daba igual al empíreo el Supremo Autor y, por aquello de parafrasear «El gloria al bravo pueblo». Sospecho que su tesis se está escribiendo a medida que ese legado pasa de mano en mano como una copa de ron con papelón: por eso sospecha, y con acierto, un aire a lo Comala. Pero dígame, aquí en confianza, qué país no es en el fondo una familia mal avenida. Dios quiera que La Palma nos de tregua y no acabemos encontrando a Pedro Páramo más temprano que tarde. ¡Lo secundo! ¡No veré adaptación alguna de la obra de Rulfo! Pero es porque, en general, soy una terraplanista del mundo audiovisual, una bestia parda que no ha visto siquiera Juego de Tronos.
¡Brindo con Nescafé por esta corresondencia anárquica y ballenera, como balleneros fueron nuestros abuelos de Sabana Grande! La KSB
RODRIGO BLANCO CALDERÓN, 19 DE SEPTIEMBRE 2078
Karina, tienes toda la razón: la bellesura del Colegio de España en Bolonia se llama Cornelia. Hice un pastiche con otra perra, también de la raza Boyero de Berna, que conocí en París y que se llamaba Luna. Esa Luna, por cierto, fue lo único memorable de una cena de Nochevieja organizada por una venezolana que me terminó estafando 3 mil euros. Esta compatriota, además, es hija de uno de esos próceres de la izquierda que terminaron después apocaditos y universitarios. Pero no voy a insistir por el camino del rencor. Tengo que llevar esto a la terapia.
En 1998 (ahora te corrijo yo), cuando éramos jóvenes poetas liceistas, aún no llevaba el pelo largo. Las normas del colegio no lo permitían. Fue después, en la Escuela de Letras, cuando me dejé crecer el pelo. Primero vino un afro. Después el pelo largo. En la última década la calvicie ha ido tomando terreno y hoy porto una especie de tonsura. Quizás en un par de años me pase la máquina para incorporarme al linaje de calvos oficiales de mi familia.
Sobre la queja, pues yo creo que siempre hay que quejarse. Estamos en España, además, el país de la queja. En diciembre pasado me otorgaron la nacionalidad española y desde entonces la he usado como si fuera un porte de armas pero para quejarme. Me siento empoderado. Solo agregaría el requisito que tan bien ha expresado el poeta Alejandro Castro en uno de sus versos que son como fogonazos: «…construir la queja con algo de belleza». Esto último, por cierto, desborda en tu última carta, llena de verónicas verbales que te quedan tan bien y que alegrarían tanto a nuestra admirada Elisa Lerner, fraseadora imbatible de la literatura pequeñaveneciana. No había captado, o compartido, el tono nostálgico de la afirmación de Garmendia. Lo vi con humor, es decir, con distancia, pero tienes razón. Y ampliado a la vida misma, ¿cuántas batallas hemos dado contra un enemigo que ni siquiera se da por enterado? Da pánico pensar en la respuesta.
Así que pasemos a cosas más felices. O asumamos nosotros el papel de ese enemigo displicente. Pues, como dice la canción, a mí me pasa lo mismo que a usted. No he visto un solo capítulo de Juego de Tronos. Ni del 99 % de las series que los vendedores de humo quieren hacerte creer que son el nuevo Shakespeare. Supongo que ese es el tipo de cosas que le deberían mostrar a nuestra alma cuando trasciende la existencia y llega al cielo. Mire señorita Sainz Borgo, mire señor Blanco Calderón, vea los molinos de viento contra los que se enfrentó durante su vida. Vea también todo el horror que no llegó a ver. Vea ahora toda la belleza que le tocó a su puerta mientras usted, ustedes, estaba, estaban, haciendo Dios sabe qué. Un regalo o un castigo o ambas cosas. Suyo, RBC.
Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Karina Sainz Borgo. (Caracas, Venezuela, 1982) es una periodista y escritora venezolana. Desde 2006 reside en España. Sus libros han sido traducidos a más de treinta idiomas y sus historias han sido publicadas en revistas como Granta y La Reppublica. Entre sus obras más importantes se encuentran La hija de la española, su primera novela, que ha sido traducida en más de 30 idiomas y fue adaptada al cine, y El Tercer País, con la que se consolida como una de las escritoras latinoamericanas más relevantes de la actualidad. Ha ganado, en Francia, el Premio Madame Figaro; en Estados Unidos el Henry O. Prize y en Suiza el Premio MIchalski.
Rodrigo Blanco Calderón. (Caracas, Venezuela, 1981). Escritor venezolano radicado en Málaga. Ha sido profesor universitario, editor y promotor cultural. Actualmente imparte talleres de escritura creativa y es colaborador del ABC Cultural, Letras Libres y Cuadernos Hispanomericanos. Ha publicado las novelas The Night (2016) y Simpatía (2021), que fue finalista del Booker International Prize 2024. Es autor de varios libros de cuentos entre los que destaca Los terneros (Páginas de Espuma, 2018), que fue finalista del Premio Ribera del Duero. Por su obra ha recibido diversos reconocimientos, como la III Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, en México, el Premio Rive gauche à Paris, en Francia, el Premio de la Crítica, en Venezuela, y el Premio O. Henry de cuentos 2023, en Estados Unidos.