A veces una pasa cierto tiempo sin deslumbrarse y empieza a pensar que la literatura es algo que se puede aprender a hacer. Que escribir es una práctica más o menos domesticable. Entonces, se descubre a sí misma de pronto, leyendo y tratando conscientemente de aprender. En verdad: de domesticarse.
La posibilidad de todo esto es lo que desmiente (o quizá arruina) con un solo renglón Aurora Venturini. Cuyas líneas están hechas de algo totalmente inaprensible. Del encanto de lo nunca antes dicho y de lo, de entonces en más, inimitable. De lo inasimilado y, a la vez, de lo memorizable. Sus líneas tienen la magia (o la savia o la rabia) de lo inconfundible: de aquello que solo podría citarse.
De Aurora Venturini sabemos, en resumen, mucho y nada: que era fabuladora y olvidadiza. Que era mentirosa por olvido: de lo fabulable. Que vivía en una de esas salas rosa-durazno, con muchos cuadros enmarcados en dorado. Sabemos que fue amiga de Violette Le Duc y Jean Paul Sartre. Que no fue existencialista, sino criollamente católica. Y peronista, claro. Amiga ferviente de Evita y, al final de su vida, de dos arañas lectoras (peronistas y católicas), de las cuales una murió aplastada por un libro de sonetos.
Todo esto está un poco en los libros, un poco en las entrevistas y en el famoso documental que finalmente se cansó de protagonizar. Si hay algo que narra Beatriz Portinari (el documental de Krapp y Massa) es que Aurora no soportó la conmoción de tener que ser contada. Lo cual tiene sentido, porque ser el centro de un relato ajeno es siempre demoledor para alguien cuya imagen propia es producto de un trabajo (interior) gigantesco: de un sacrificio y de un artificio totalmente asumidos como propios.
De una sola cosa no hay dudas: en vida, la hora de Venturini (su aurora) llegó casi al principio de su ocaso. Ganó el premio Nueva Novela de Página 12 a los 85 años y murió siete años después. Para siempre quedó resonando el equívoco de un premio «nuevo» otorgado a semejante escritora anciana. Venturini pasó a la historia en tanto tal, y la vejez parece ya ser parte de su gracia. Y sin embargo, el asunto Venturini no se cierra en las distintas paradojas «joven de 100 años», «vieja exótica». La juventud de Aurora es casi solamente conceptual: producto de la asociación de juventud con originalidad. Pero juventud concreta, en Venturini ¿dónde? Vejez sí, en todo caso. Y niñez. Quiero decir, más que joven o vieja, Aurora vivió siempre una hora excéntrica. Lo que reivindicó (por medio de su vida, para no ir más lejos) es esa condición tan saludable para un escritor de la extrañeza. Una condición totalmente inalienable (para un alienado por excelencia).
La vejez y la niñez: dos momentos de la vida outsiders. Dos estados de marginalidad «natural». Una Aurora joven me parece más bien improbable. Ella cuenta seguramente entre esas personas que pasan de una niñez sombría y senil a una ancianidad lúdica y brillante.
Entonces, Aurora la alienada: el alien. Algo arrastrado por la fantasía de ser alguien, aunque con fresco y franco conocimiento de que ningún ser humano realmente lo es. ¿No es eso un escritor? Por naturaleza, y sacando los confusos sentimientos, el ser humano es algo. Solo se hace alguien por esfuerzo. Por una especie de artificio. La condición de ser «alguien» resulta en general concedida por otros. Solo en el caso del excéntrico, del extraño, en cambio: se es alguien por una suerte de decisión propia.
Ganó el premio Nueva Novela de Página 12 a los 85 años y murió siete años después. Para siempre quedó resonando el equívoco de un premio “nuevo” otorgado a semejante escritora anciana. Venturini pasó a la historia en tanto tal, y la vejez parece ya ser parte de su gracia. Y sin embargo, el asunto Venturini no se cierra en las distintas paradojas “joven de 100 años”, “vieja exótica”. La juventud de Aurora es casi solamente conceptual: producto de la asociación de juventud con originalidad. Pero juventud concreta, en Venturini ¿dónde? Vejez sí, en todo caso. Y niñez. Quiero decir, más que joven o vieja, Aurora vivió siempre una hora excéntrica
Este creo yo que es el caso de Aurora, excéntrica por compromiso con lo propio. Y eso puede verse en todas sus líneas. Me refiero a su decisión. Su literatura no es una literatura acerca de algo, sino acerca de su decisión de ser ella. Persona, por lo demás, no exactamente admirable, y eso es lo impactante: el alguien que construye Aurora gana su derecho a la existencia por sí mismo. No apela a la simpatía ni a la moral ni a la justicia ni a ningún otro valor social. No pide nada a nadie.
Quizá las chispas, las ristras de autocompasión o simpatía por sí misma que destilan algunos de sus textos terminan de construir este personaje todo lo contrario de imparcial, todo lo contrario de omnisciente. Casi desagradablemente individual, digámoslo. Pero allí se confirma el hecho de que, a fin de cuentas, Venturini sigue siendo «alguien» por más que uno se espeluzne y no la lea. Qué monstruo y qué gloria de tiempos en que la literatura a veces se arrastra un poco cansada y llega como pidiendo permiso, como desvaneciéndose en su ocaso.
¿Ocaso? Venturini vivió una aurora de 85 años. Su ausencia del canon aumenta (y confirma) su esencia gloriosa. Su «ideología confusa» en palabras de su albacea Liliana Viola es la clave de su frescura, su sinceridad. ¿Hay algo más aburrido que leer a alguien que tiene muy claro qué «hay que pensar»? ¿algo más retórico? Y por otra parte: ¿hay un motivo literario más productivo y poderoso que la confusión?
La situación ideológica venturiniana hace la diferencia: Aurora no es un núcleo fuerte de ideas, no es ninguna institución, no es Piglia hablando para un publico de seminaristas ultra-letrados. No es una institución y por eso no transmite un dogma. Transmite dudas y eso es pura literatura: duda, libertad y horror. Su literatura es personal y humana. Sus personajes también son, en su mayoría, horrorosos lugares comunes combinados magistralmente en la psiquis irrepetible y única de seres humanos bastante reales.
La poeta Elsie Vivanco exclamó al final de un gran poema para Osvaldo Lamborghini algo así como:
Ser tu deseo, negro
¡qué gloria!
Siempre me impresionó, en este poema, la belleza de esa confesión final: lo que trasmite es la alegría de ser objeto (la gloria de ser objeto) de la atención de otro. ¿Qué muestra de admiración más grande hay para un poeta que considerar glorioso el ser objeto de la poesía de otro? Quiero decir ¿se puede escribir un poema que exprese mayor admiración? Qué poema y qué gloria para ambos. Con esta misma clase de gloria se quedan, pienso, los personajes de Aurora: unos pobres elegidos de su actividad fascinada.
Ser objeto de la curiosidad de Aurora, de su descripción: qué gloria para Espécimen, para Nacho Macho Vélez y otros tantos. Porque en su prosa, la descripción se hace ya en un grado de intromisión casi brujo. Es hasta como si la mirada de ella los animara. Esa mirada única por fija, sorda, absurda, maledicente. Una mirada de curiosidad total y lujuriosa. Que disfruta del horror, que no se asusta de puro chusma, quiero decir: del puro deseo de mirar. Aunque trae churros y facturas mientras mira, Aurora mira hasta dar hambre, creo yo, hasta dejar a su presa en los huesos.
Venturini es esa pura mirada entrometida y fascinante. Su resistencia a ser normal, a ser moral: la lleva directo a la leyenda. Esa mirada ideológicamente abyecta (y, así mismo, certera) nos muestra que una moral que no es la nuestra tiene aún derecho a la existencia. Porque el trabajo de un escritor no es «pensar bien», sino decir bien lo que piensa. Darle a cualquier idea una extraña, momentánea autoridad. Que nos permita, aunque sea por un momento, considerarla como propia. Devolverle a la idea su fuerza de idea ¿algo así como su amplitud entre intuición y experiencia? anterior a su estrechamiento: su literalidad. Una escritora ilustre es Aurora, que sabe cómo decir cosas pasadas de moda y hacer que uno las encuentre vivas, no sé si atractivas, pero sí considerables. Y esto, creo yo, porque la vida de esta escritora consistió en hacerse alguien, a la fuerza, con sacrificio, en volverse alguien digno: de tomar a su cargo todo el sacrificio de decir. El artificio y el sacrificio.
«Siempre he despertado a las siete, sin necesidad de despertador, aún es estado de sonambulismo. He despertado en el comedor, en el hall, en cualquier lugar a esa hora justa».
Esta especie de monstruo Venturini, tan horripilante como sus personajes, un poco tangencialmente puritano, maledicente a carcajadas. Cruel con encanto. Un monstruo conciente: un ser casi lastimoso y, al mismo tiempo, superior. Así como sus personajes:
«Otilia Otranto era una especie de solterona descontrolada, fuera del común de las célibes».
«Bartolomé O. Alárbol era delgado y pálido. Su rostro ojeroso demostraba esfuerzos inquietantes».
«Nacho Macho Vélez era un enano».
Así de horrorosa y temblorosa en una sola frase. Y aquí no es la aliteración el centro del espectáculo. Es esa especie de salto que pegan en plena horizontalidad las palabras. Una de las cosas que sucede con el léxico de Aurora es que salta, es como si escribiese con palabras que estuviesen en el acto de empujar. Obsérvese casi cualquier oración: todas sus palabras están ordenadas en posición de saltar. Y hasta podría hablarse de un estilo del salto, del paso felino, acompasado, del movimiento alegre y peligroso: la alegría rugiente de la frase.
«El tiempo es un triángulo, una trinidad inconmovible por donde los inquietos espacios se llevan todas las cosas, entre ellas al humano».
«Resultamos espejos de nosotros mismos y no nos alegran las imágenes reflejadas».
«Mala época es la infancia».
Los comienzos minimalistas y sentenciosos. Casi todos sus cuentos están impresionantemente bien comenzados. Y más allá del estilo, volviendo a los personajes, esos seres extrañamente folclóricos en su actualidad. Esos palacios ajados llenos de mujeres brujas, esos escritores encomendados de por vida a su fracaso. Esas vueltas de tuerca inolvidables: señoras hambrientas de venganza que se cansan de seguir a su enemigo y contratan desdeñosamente a un detective. Al que luego siguen, por desconfiadas.
Uno ama inmediatamente esa ciudad de La Plata, llena de profesores excéntricos, de escritores sobre todo (porque La Plata zumba de escritores), de educadores mamarrachos, de héroes cobardes, de señoras encerradas en palacios cayéndose sobre sus sombreritos franceses. Parece parte de la naturaleza (la naturalidad) de La Plata: el hecho de escribir. Y también: el hecho de hacer magia. Pero hacerla mal: no saber hacer magia. Ese folklore auroral me parece que empalma extrañamente bien como comentario a la sempiterna tradición «realista-mágica»: una ciudad austral en la que la gente quiere hacer magia, pero no le sale. Luego, escriben, van al psicólogo, tienen romances, acosan a la empleada, contratan detectives, se sientan a tomar el té. Hablan de otra cosa.
¿Ocaso? Venturini vivió una aurora de 85 años. Su ausencia del canon aumenta (y confirma) su esencia gloriosa. Su “ideología confusa” en palabras de su albacea Liliana Viola es la clave de su frescura, su sinceridad. ¿Hay algo más aburrido que leer a alguien que tiene muy claro qué “hay que pensar”? ¿algo más retórico? Y por otra parte: ¿hay un motivo literario más productivo y poderoso que la confusión?
Todos esos escritores, barriales, pobres, malos, finos, tiernos, maliciosos, dulces. Obsesionados con lo verdaderamente importante que, en el fondo, y para un escritor, es una sola cosa: ser digno de decir. De escribir, en este caso: de decir por medio de un artificio. Y de un sacrificio.
Todos como aguijonados por el impulso de ser dignos, por esa comezón que da el oficio, ese sentimiento de querer ir a mirar, de desear estar siempre más o menos invitado (solo por escritor, solo por registrador de todo lo curioso). Excéntricos, entonces: personas que, en el intento de ser algo, se transforman en alguien. Aurora trabaja de psicóloga para ser escritora. Nacho Macho trabaja de político para robar ¡textos! Las amigas trabajan de bibliotecarias para escribir tesis. Tino Tímoli trabaja de detective por puro amor a la novela negra.
Todo oficio está vaciado, está vorazmente tragado por el oficio entre oficios, el vacío entre vacíos, el delirio convulsivo: el sacrificio de escribir. El artificio, en realidad: del sacrificio. En el destino del escritor: el sacrificio y el artificio. O el artificio del sacrificio. En Aurora Venturini nada se anula, porque anular equivale a perder y, en el artificio de escribir: acumular gana. La artificialidad de ser alguien y el sacrificio de «hacerse alguien» (la excentricidad como pacto consigo mismo). La actividad de escribir (el artificio de la obra) y el sacrificio también: de todo lo demás, solo por (¿o para?) ¡eso!