POR YANNELYS APARICIO
Las causas que hicieron posible un desarrollo espectacular de la narrativa de América Latina en los años sesenta son múltiples y de muy diversa índole, pero una de ellas fue la coincidencia del proceso revolucionario cubano con el comienzo de esa nueva edad de oro de las letras en lengua española, y la puesta en marcha de la institución cultural más relevante de la época en el mundo hispánico –la Casa de las Américas, entre abril y julio de 1959– con el apoyo de la élite intelectual latinoamericana a esa institución. Los dirigentes revolucionarios tenían muy claro que, para tener éxito en la ardua empresa que trataban de llevar a cabo, era necesario conectar con el mundo de la cultura y llevarlo a su terreno de acción. En el artículo 2.c. del Decreto-Ley 16 de agosto de 1978 se recogía lo que había sido durante casi veinte años el espíritu de la institución, y entre sus funciones se mencionaba la necesidad de difundir el material literario y artístico que contribuyera de un mejor modo a dar a conocer la realidad de América Latina y el Caribe. La tesis de estas páginas es que, sin una férrea –sin fisuras– organicidad revolucionaria, ni Cuba ni la Casa habrían ayudado tanto a la difusión y el triunfo del boom y, además, sin una actividad como la de Roberto Fernández Retamar, más importante que la de Haydée Santamaría, esa organicidad no habría llegado al extremo en que lo hizo y con unas garantías de éxito que la historia no ha hecho sino corroborar. Si bien la presidenta manejó sin atisbo de duda el control ideológico de la institución y de la revista, fue Roberto Fernández Retamar quien, con su cultura exquisita, su manejo de los «procedimientos y manejos diplomáticos», su educación esmerada, su conocimiento de idiomas, su mano izquierda para tratar cuestiones delicadas siempre con una sonrisa y un argumento inteligente (incluso cuando pudiera ser falaz o ambiguo), sus contactos en el mundo de la literatura y su propia labor artística como poeta y ensayista, consiguió aglutinar a tantos escritores e intelectuales para que se pusieran a las órdenes del proyecto cultural revolucionario.

Uno de los efectos indirectos que tuvo esa unidad, defendida por numerosos narradores y poetas del continente, fue un desarrollo magnífico del campo de la creación literaria, a lo que se unió también una corriente veloz y eficaz de difusión de los productos literarios, sobre todo de la narrativa, contribuyendo a crear una conciencia, entre los escritores, de movimiento general artístico, del que participaban todos los pueblos de nuestra América. Nunca como en ese momento hubo tanta amistad entre autores de diferentes países, tantos congresos, viajes, traducciones, revistas de crítica literaria, etcétera, encaminados a promover una idea, un sentimiento, una utopía cuyo centro fue la isla, y el centro de ese centro la Casa de las Américas. Roberto Fernández Retamar estuvo vinculado a la Casa desde los comienzos, ya que su protagonismo en la esfera intelectual y literaria de Cuba databa de la década anterior al triunfo revolucionario. La segunda mitad de los cincuenta transcurre para él entre los estudios en La Sorbona y la Universidad de Londres, para terminar el periplo por los Estados Unidos (Yale y Columbia). Al comienzo de los sesenta es nombrado consejero cultural en París y a su vuelta trabaja en la universidad y en la revista Unión hasta que, en 1965, es nombrado director de la revista Casa de las Américas, de la que se había ocupado hasta entonces Antón Arrufat. A partir de ese momento, Retamar se convertirá en un pilar no sólo de la publicación, sino de la institución completa, llevando hasta las últimas consecuencias las directrices políticas del gobierno cubano, que llegan a través de Haydée Santamaría, a quien sustituirá como presidente de la institución cuando ella muera, y apuntalándolas no exclusivamente en el ámbito de la gestión cultural y la práctica poética, sino también en un contorno de mayor calado: la teoría, el ensayo, la antropología cultural que conecta nuevamente el hecho literario y su importancia con el problema de la identidad, el presente y el futuro de América Latina.

Hay dos aspectos en la figura de Retamar, conectados entre sí, que podrían parecer, a simple vista, negativos, pero que tuvieron importancia para la implantación de una política cultural que facilitó el boom: su ambición de poder y la obediencia ciega a las directrices del aparato, cada vez más cercanas al estalinismo. Como poeta y crítico, hay en él un viraje claro desde los cincuenta a los sesenta, como ha observado Rafael Rojas. Si bien comenzó su carrera literaria de la mano de Orígenes, valorado por Cintio Vitier desde muy joven, en cuanto la revolución triunfó, su poesía y su discurso crítico fueron evolucionando en muy poco tiempo hacia posturas claramente comprometidas con el nuevo proyecto, en colaboraciones con Revolución o Lunes. Y su radicalización fue más gradual que la de otros escritores pero más profunda. Mientras la patria de sus escritos de los cincuenta es la de la naturaleza exuberante, en la década siguiente hay un continuo acto de contrición por no haber abrazado antes y con más ímpetu la revolución triunfante (Rojas, 2005). Y su obra, que en los comienzos estaba abierta a ideas, modalidades, hondura filosófica y emocional, legado de poetas anteriores de numerosas tradiciones, nuevas experiencias técnicas, etcétera, se convierte a veces, a partir de los sesenta, en panfletos militantes de mucha menor calidad y alcance literario. Ya en 1963, poco antes de entrar en la dirección de la revista Casa, describía el nuevo eje de su concepción estética: «No se trata de, en realidad, cantar la Revolución, sino ser la Revolución: de revolucionarse. Lo otro es tomarla como un tema; igualmente pudo haberse tomado la vida en Groenlandia […]. No: la revolución no es algo que se canta, sino una posición desde la cual se canta. No es lo visto, sino el punto de vista, el ojo mismo» (Fernández Retamar, 1982, 48).

El primer episodio donde todo este fervor revolucionario obtiene buenos réditos y significa la consolidación del proyecto latinoamericano, continental, que coincidirá con la época de estallido del boom es el nombramiento de Retamar como director de la revista. Sobre este hecho hay versiones encontradas, lo que invita a pensar que el nuevo dirigente hizo mucho más de lo que él confiesa para recibir tal encargo. Anton Arrufat, el primer encargado de la publicación, quizá fue visto por el aparato como un hombre demasiado abierto, conciliador, para quien la literatura y el arte tenían una justificación intrínseca, sin necesidad de mezcla con ulteriores servidumbres. En su conocido texto «La función de la crítica literaria», de 1962, rechazaba los dogmatismos ideológicos, relacionaba la literatura con la vida, la realidad y la definía como algo demasiado complejo y versátil como para enclaustrarlo en un compromiso unívoco. Así, la crítica literaria debería centrarse en la mejora del gusto, pero no en su orientación interesada. Por ello, elogiaba novelas como Rayuela por la relativización de todo orden establecido y su antidogmatismo, y no por el compromiso del autor con el proyecto revolucionario (Lie, 1996, 114-115).

De hecho, poco después, Santamaría pidió a Arrufat que la revista derivara hacia posiciones más beligerantes en lo político y más latinoamericanas en lo literario, con énfasis en lo que la revolución podría enseñar y dirigir al mundo de la cultura. Cuando Antón empezó a desmarcarse del proyecto, Roberto vio la oportunidad adecuada para obtener una generosa cuota de poder. Fue a ver al presidente Dorticós, con quien tenía cierta relación y le pidió –dice Arrufat– «que le diera esa revista al enterarse de que yo no estaba […]. Dorticós llamó a Haydée y le dijo que él creía que Retamar podía dirigir la revista», lo que pudo significar para ella una «bolsa de agua fría en la cabeza», ya que –también son palabras de Antón– no podía ni verlo, tampoco lo tragaba, ni le resultaba simpático ni tenía relación con él, pero ya estaba hecha la petición del presidente de la República, ante lo cual poco se podía hacer (Lie, 1996, 278). Guillermo Cabrera Infante va un poco más allá al indagar en el proceso que llevó a Retamar a Casa. Hay que saber que, en esos primeros años sesenta, Cabrera vivía todavía en Cuba, y había tenido cargos culturales importantes, sobre los que Retamar había pivotado de un modo u otro como colaborador en publicaciones. Guillermo, confidente de Antón en esa época, asegura que este fue denunciado por Retamar por haber publicado un poema homosexual de José Triana en Casa, lo que supuso la sustitución de uno por otro en la dirección de la revista (Cabrera Infante, 1992, 143). El autor de Tres tristes tigres piensa además que su conversión al marxismo militante fue falsa y que estuvo en función de hacerse con el poder de la revista o de algún producto cultural de importancia, porque, siendo agregado cultural en París, tuvo ciertos problemas y hasta pensó en exiliarse, pero no lo hizo por la oposición de su esposa. Así, ya en 1961 sobresalió por su militancia en alguna aparición púbica y desde ese momento pensó en hacerse con la revista, seguro de que su cercanía a Dorticós le favorecería en algún momento (Cabrera Infante, 1982, 48).

Podríamos pensar que las declaraciones de Guillermo, hechas años después de haber salido al exilio y con un rencor sin límites hacia la revolución, tienen un valor relativo, pero si las cotejamos con alguna de las misivas de Julio Cortázar a Cabrera en la época, un escritor perfectamente comprometido con el proyecto revolucionario, descubriremos nuevos matices. El 13 de abril de 1965, Julio escribe a Cabrera: «Acabo de saber lo de Antón por un telegrama y una carta de Fernández Retamar. Aquí se da por seguro que la cosa es el resultado de la visita de Allen Ginsberg; si así fuera, mal asunto. Dudo de que nadie haga la revista mejor que Antón, pese a que estimo a Retamar y no dudo de que será muy eficaz. Pero ustedes no pueden privarse así nomás de gente como Arrufat, y además todo eso tiene olor a venganza de los “petite nature” contra los que valen de veras» (Princeton C0272, box 1, folder 3).

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