Sin disimulo, Retamar llevará el peso ideológico de la defensa de la Casa, de Cuba y de Fidel Castro en temas tan trascendentales como el caso Padilla, Vietnam, la defensa del concepto guevariano del «hombre nuevo», la radicalización de la cultura, la defensa del excesivo control de los productos culturales en el quinquenio gris, los diferentes discursos de Fidel Castro en los congresos culturales de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, la crisis de los del boom con la Casa y con la revolución, los avatares de la política chilena en la primera mitad de los setenta, el careo con los intelectuales y escritores cubanos que van abandonando la isla en los sesenta y setenta y adquieren posiciones muy duras en contra de la dictadura…
Uno de los logros particulares de Retamar para promocionar esa sintonía entre el proyecto cubano y los escritores latinoamericanos fue, sin duda, la inserción de Martí como guía «espiritual» del proceso revolucionario. Fidel Castro se había acercado a esa posibilidad, pero sus discursos eran meramente políticos y demagógicos, sin entraña intelectual. Y lo mismo se puede decir de las declaraciones de Haydée Santamaría, una mujer sin formación académica ni cultural. Pero Retamar sí podía acceder a las llaves del conocimiento, y lo hizo de un modo similar al tratamiento de otros problemas: con sutileza y un culto delicado a la ambigüedad. De sobra sabía él que Martí rechazaba las doctrinas marxistas, pero era necesario que al mestizaje latinoamericano y a la apropiación del sintagma «nuestra América» había que añadirle algunos ingredientes de mayor calado revolucionario. Son muchas las declaraciones en esa línea desde que dirigiera la revista, pero el texto programático, casi definitivo, vio la luz en el número especial de la Casa, para celebrar los diez años de la revista, en 1970. En un ejercicio de malabarismo verbal, conjetural y silogístico, el artículo «Martí, Lenin y la revolución anticolonial» trata de acercar, con argumentos y citas entresacados hábilmente de páginas del prócer y declaraciones de críticos posteriores, al apóstol de la independencia cubana al mundo de Marx, de Lenin y de los mentores del colectivismo marxista, que niega con rotundidad una libertad para el hombre por la que nunca Martí dejó de luchar, y lo hace partícipe de un festín del materialismo histórico que el cubano universal siempre fustigó (Fernández Retamar, 1970, 138-149). Para ahondar un poco más en esa arbitraria sociedad, Retamar negocia el latinoamericanismo de Martí, de nuevo, en un artículo de 1990, que celebra los «Treinta años de la Casa de las Américas», donde aclara que el criterio de fundación de la Casa descansó en el concepto de «nuestra América de Martí», es decir, la América «bolivariana», la «martiana» y la «sandinista» (sic), y llama al Che Guevara «heraldo excepcional» de la idea martiana (Fernández Retamar, 1990, 370).
Como el director de la revista sabe, la única ligazón exacta y directa entre los personajes sobre los que se establece este ambiguo paralelismo es el latinoamericanismo antiimperialista. A partir de ahí, son muchos más los puntos de desencuentro entre el Che, Sandino y Martí que las coincidencias. Retamar lo sabe, pero lo oculta, porque esa ha sido siempre la estrategia de Castro desde 1959: aprovechar los mitos útiles de la identidad cubana para asimilarlos cien por cien a su proyecto revolucionario. Lo que ocurre es que el resultado final de esa simple y frívola identificación fue quizá mejor del que se esperaba: los intelectuales latinoamericanos consideraron que, en función de esas premisas, es cierto que la Casa, como continúa Retamar en su artículo, pretendió (y consiguió, al menos en la década de los sesenta y parte de los setenta) «estrechar los vínculos entre los artistas y escritores latinoamericanos y caribeños, y difundir sus obras a lo largo y ancho del Continente, y aun del mundo» (Fernández Retamar, 1990, 370-371). Si hubiera que buscar una definición del boom latinoamericano, quizá esta sería una de las más exactas. El problema empieza cuando la Casa y la revolución quisieron controlar absolutamente el movimiento intelectual y literario de sus protagonistas. Un detalle al respecto, muy sutil, pero que Retamar no puede disimular: en ese artículo de exaltación de la labor de la Casa, asegura que el mayor éxito fue que numerosísimos autores y artistas de nuestros países persistieron, contra viento y marea, en sus relaciones con la Casa. Y enumera a un buen montón de aquellos que «nos acompañaron lealmente»: José María Arguedas, Roque Dalton, Salazar Bondy, Haroldo Conti, Julio Cortázar, Ángel Rama, Rodolfo Walsh, Otero Silva, Carpentier, incluso Lezama. La pregunta sería: ¿por qué se han caído de la lista Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes? Ellos fueron dos de los más eximios colaboradores de la institución y la mitad del «cogollito» del boom, como le gustaba decir a Donoso. Aunque por diversas razones, ellos se separaron del proyecto, sería de justicia reconocer sus aportaciones. ¿Y García Márquez? De un modo indirecto fue un gran animador del proyecto editorial y de casi todos los proyectos culturales de la revolución. Esa ausencia es más extraña que las anteriores. Es de suponer que Retamar era consciente de la enorme deuda con los silenciados, e incluso le gustaría poner sus nombres en declaraciones de este tipo, pero las dictaduras exigen esas servidumbres. Lo que ya no es tan comprensible es que, unas páginas más adelante exponga, con una naturalidad sorprendente, que la Casa no ha tenido nunca «la torpe tentación de pretender señalarle pautas al arte, cuya rica variedad y cuya búsqueda permanente le son consustanciales. Ni hemos aspirado a una uniformidad ideológica que no sería compatible con la variedad de situaciones que vive nuestra América» (Fernández Retamar, 1990, 374).
Sabe Retamar que eso no es del todo así. Que hasta a los más incondicionales, como Julio Cortázar, se les ha dicho alguna vez que deben rectificar, que necesitan ajustar sus criterios personales a los de la colectividad, a los del aparato, como en aquella famosa carta de Haydée Santamaría, del 4 de febrero de 1972, en la que le conminaba a estar «con dios» y no «con el diablo», a propósito de su firma en la primera carta dirigida a Fidel Castro con motivo de la represión a Padilla (Esteban y Gallego, 2009, 202). En la intimidad, todos los escritores, incluso los más obedientes, denostaban con cierta melancolía y algún mohín de decepción el proceso de estalinización en que la Casa estaba incurriendo. Ángel Rama, el 28 de septiembre de 1970, escribe a Mario Vargas Llosa, meses antes de que estallara definitivamente el caso Padilla y la censura exasperante diera comienzo al quinquenio gris, y le confiesa que se siente «bastante inquieto respecto a las formas que asuma la vida intelectual […]. Los premios de la Casa […] marcaron más acentuadamente la orientación que percibí el año pasado: me dicen que el premio de novela corona una barata saga realista socialista sobre la zafra a cargo de un incipiente escritor y que el libro de poesía […] es deficiente […]. Es de temer un periodo de burocratización cultural que deseo ardientemente sea breve y no deje marcas» (Princeton C0641, box 18, folder 5). Y poco antes, Mario Vargas Llosa lamenta, en carta a Carlos Fuentes, el cariz que está tomando en la isla la represión contra los escritores: «No sé nada de Cuba. No fui a la reunión de la revista, porque no tenía tiempo ni tampoco muchas ganas, pero hablé por teléfono con Fernández Retamar la otra noche. Julio acaba de partir de La Habana. Llamé a Roberto para tratar de confirmar si era cierto que Edmundo Desnoes estaba preso, acusado de agente de la Cía, pero al hablar con él no me atreví a preguntárselo. Lo noté un poco cauteloso y temí ponerlo en un apuro. Estoy sumamente inquieto, apenado y asustado con lo que ocurre en Cuba y te ruego que me cuentes lo que sepas. Lo último que llegaron a mis manos fueron los discursos de Lisandro Otero que me produjeron escalofríos» (Princeton C0790, box 131, folder 23). La verdad es que, aunque lo que vino después para la isla fue un periodo de sequía, gris y baldío, el boom había estallado hacía varios años y su eco no cesaba de multiplicarse y fortalecerse en toda América y en Europa. El ojo del huracán viró de La Habana a Barcelona. La revolución, la Casa y Retamar habían hecho su tarea. La vorágine era ya imparable.
Universidad Internacional de La Rioja
BIBLIOGRAFÍA
· Cabrera Infante, Guillermo. «¿Quién mató a Calvert Casey?». Quimera, 26, págs. 42-53, 1982.
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· Esteban, Ángel y Gallego, Ana. De Gabo a Mario. La estirpe del boom. Madrid: Espasa-Calpe, 2009.
· Fernández Retamar, Roberto (1970). «Martí, Lenin y la revolución anticolonial», en Diez años de la revista Casa de las Américas (1960-1970). La Habana: Instituto del Libro, págs. 138-149.
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· Lie, Nadia. Transición y transacción. La revista cubana Casa de las Américas (1960-1976). Leuven/Gaithersburg: Leuven University Press/Ediciones Hispamérica, 1996.
· Princeton. Rare Books Collection.
· Rojas, Rafael. «Roberto Fernández Retamar: las letras por las armas», en Cubista Magazine, 2005, consultado el 15 de noviembre de 2016.
· VVAA. Actual narrativa latinoamericana. La Habana: Centro de Investigaciones Literarias Casa de las Américas, 1970.