POR RODRIGO BLANCO CALDERÓN
Llegamos a París en noviembre de 2015, diez días después de la masacre en Le Bataclan. Nuestra estadía allí debía durar, y duró, tres años. En la primavera de 2016, durante uno de esos domingos tristes en el bulevar Saint-Germain, lo vi. Portaba un abrigo negro. Identifiqué la frente de genio atormentado a lo Baudelaire o a lo Poe, y las gafas con montura de pasta. Lo impulsaba una especie de andar en la nieve pero sin nieve. El mayor narrador vivo o, al menos, a quien yo considero el mayor narrador vivo, caminaba, lento, hacia mí: Ismaíl Kadaré.
Mientras se acercaba (como suele suceder en este tipo de situaciones, aquella parte del bulevar de repente se había quedado sola) me repetía a mí mismo «no puede ser, no puede ser». Mi esposa y yo nos habíamos sentado en la terraza de un café. Y cuando aquel hombre pasó a mi lado comprendí, o eso me dije en el momento, que, en efecto, no se trataba de Ismaíl Kadaré. Tropezarme allí con el autor de Abril quebrado hubiera sido una confirmación sin atenuantes de un sueño de adolescencia: el de ir a París para convertirme en escritor. O, en este caso, para ratificar una conversión que ya había ocurrido muchos años antes en el anonimato de una ciudad tan imprecisa como la Caracas de finales del siglo xx.
En los meses y años siguientes entendí que aquella ilusión óptica en el bulevar Saint-Germain aplicaba no sólo a Kadaré, sino a los escritores en general y a los escritores latinoamericanos en particular. El narrador peruano Diego Trelles Paz, que ya llevaba unos años afincado en la capital francesa, lo dijo en una conferencia a la que fui invitado: los escritores de nuestra generación llegaron a París cuando ya la fiesta se había acabado. La conferencia se dio en un auditorio de la ENS y fue organizada por otro peruano, el escritor y profesor Félix Terrones. Los tres éramos como los últimos ejemplares de una especie anacrónica pero aún lúcida, que se había reunido a reflexionar sobre su propia extinción.
En 2018, en los meses finales de mi estadía, leí París no se acaba nunca y entendí que a la frase de Diego Trelles debía contraponer el sentido de ese título de Enrique Vila-Matas. Pues París es una ciudad difícil y nada glamurosa para vivir, a pesar de lo que diga la imaginería turística, pero excelente para extrañar. Es una fiesta móvil, según el ya manido pero vigente título de Hemingway, porque es verdad que París te sigue acompañando a donde vayas, hayas sido feliz o miserable en sus calles. Hayas estado o no allí alguna vez. Da igual.
De modo que, para resumir y ponernos de acuerdo, París es una fiesta que se terminó hace muchos años, pero que no se acaba nunca. Que no termina de apagarse, pues solo le basta un mínimo aliciente para que hagamos nuestras las palabras de Elsa Triolet que le ponen peros al desencanto y justifican la fidelidad: «[…] j’avais perdu ma place, et déjà j’avais Paris dans la sang».
Que París no se acaba lo compruebo ahora en Málaga, donde me acabo de mudar. En la librería Rayuela (ya el nombre era una advertencia) me hice con un ejemplar del más reciente libro de Ismaíl Kadaré, Las mañanas del café Rostand, traducido al español por María Roces González y publicado por Alianza. El subtítulo, «Motivos de París», da una pista del contenido del volumen. Se trata de un conjunto de textos que mezclan la autobiografía y el ensayo, anclados a una experiencia fundamental en la vida del autor: su encuentro con París. Desde sus primeras visitas, motivadas por el despegue internacional de su obra a comienzos de los años setenta, hasta su posterior afincamiento en la ciudad. Además del deslumbre de sus páginas, este volumen me reveló algo crucial: el hombre que yo vi ese domingo desolado a comienzos de mi primera primavera en París, en el bulevar Saint-Germain, sí era Ismaíl Kadaré.
Las preguntas entonces se impusieron: ¿por qué no lo reconocí en el momento? O, para ser más sincero, ¿por qué me negué a reconocerlo? Mi esposa dice que debió de haberme invadido un ataque de timidez. No me considero una persona tímida. Y menos si se trata de tener la oportunidad de intercambiar unas palabras con el autor de esas obras maestras que son, por nombrar sólo un par de sus novelas, El palacio de los sueños y El nicho de la vergüenza. Aunque no descarto esta interpretación, siento que la culpa de este desencuentro la tuvo París.
La que alguna vez fuera la Meca de escritores, artistas, cineastas y modistas de todo el mundo, también ha sido una ciudad de legendarios desencuentros. Pienso en el caso de Jack Kerouac, el único de los beats que no llegó a vivir en el famoso Hotel Beat, que todavía existe en el número 9 de la rue du Gît-le-Coeur, pues se encontraba bregando con lo que sería la primera edición de On the Road. Años después, como un intento de rencontrarse con sus orígenes galos y quizás para escapar de la vorágine autodestructiva de la celebridad, Kerouac volvería a París. El desencanto fue terrible, como lo refleja Satori en París, el libro que Kerouac escribiría a partir de la experiencia de diez días en la ciudad.
Otro ejemplo, en este caso entrañable pero no menos enigmático, fue el primer desencuentro entre Gabriel García Márquez y Julio Cortázar en el otoño de 1956. En «El argentino que se hizo querer de todos», García Márquez cuenta que, a su llegada a París, un amigo le había pasado el dato de que Julio Cortázar solía ir a escribir al café Old Navy, en el bulevar Saint-Germain. «Allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo», rememora el colombiano.
García Márquez lo espió durante una hora y lo vio marcharse. Después, a pesar de que entablaron una gran amistad, nunca le confesó a Cortázar esa anécdota que los unía en secreto. Lo interesante del artículo, además de esta hermosa historia, es la relación que García Márquez establece con el cuento «El otro cielo», donde Cortázar narra la tensión entre dos personajes latinoamericanos en París que, pese al interés evidente que cada uno siente por el otro, nunca entran en contacto. En el relato, un corredor de bolsa, que vive en Buenos Aires, encuentra en los cielos abovedados de algunos pasajes y galerías, esos que tanto fascinaron a Walter Benjamin, verdaderos pasadizos que lo transportan a una existencia paralela y bohemia. Del célebre pasaje Güemes, en Buenos Aires, al pasaje Vivienne en París.
La distancia que hay entre Borges y Cortázar es la que media entre «El sur» y «El otro cielo». Mientras Juan Dahlmann sueña una muerte heroica en la pampa de sus ancestros, su pasado familiar espoleado por la lectura del Martín Fierro, el personaje del relato de Cortázar sueña con una vida alternativa en París. Acicateada, en este caso, por la prensa de sucesos y las novelas baratas que de adolescente el personaje consigue en el pasaje Güemes, cuya arquitectura replica y contiene, como un eco, las noticias y fantasías que habitan en ese otro cielo, platónico y por lo tanto más real, de París. La galería Vivienne, a un paso de la rue Réaumur y de la Bolsa, es el enclave de la utopía. El escondite de la ciudad que lo conecta con la fibra auténtica de su ser: «cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío», dice el narrador del cuento.
Kadaré, por su parte, reitera las impresiones del personaje de Cortázar: «París, como tantas otras cosas de la vida, pertenecía a la categoría de aquellas que, antes de manifestarse, se hallan dentro de ti».
Esta preexistencia arquetipal de París es la que lleva a Ismaíl Kadaré, cuando apenas contaba dieciséis años, a escribir un poema a la ciudad. La imagen de la ciudad entrevista es, también, la primera experiencia con la censura. El editor de la revista colegial le sugiere de forma imperativa que acompañe el poema París con la escritura de otro titulado Moscú. Desde entonces, Kadaré sentirá la escisión entre la yerma realidad de su vida bajo el cielo gris del comunismo, y el orden de lo posible, lo poético y lo imaginario bajo el cielo gris de París. Pues, revela Kadaré, «en realidad había dos Parises, el de los tiempos del comunismo, y el otro, intemporal». Luego agrega: «No me resultaba sencillo decidir cuál era el mío y cuál no. Generalmente me parecía que ambos. Otras veces creía que ninguno».
La relación de Kadaré con París se mantendrá por décadas, desde 1972 hasta el presente. Y en el transcurso de ese tiempo se irán sumando no sólo nuevos libros y vivencias, sino también nuevos «Parises». Un tercero, el que aparece en las cartas a su esposa Helena, cuando aún Albania vivía bajo el comunismo, y un cuarto, el que comienza con la residencia estable de la pareja en el número 63 del bulevar Saint-Michel, ya derrumbado el bloque soviético.
El centro de estos Parises es, sin embargo, uno: el famoso café Rostand, donde Kadaré se sienta cada mañana a escribir.
Varias veces estuve en ese café, sobre todo en las tardes, después de algún paseo por los jardines de Luxemburgo. Sólo un par de veces fui en la mañana a la oficina de Air France, que está justo al lado del café. De haber tenido el instinto de asomarme por el Rostand, quizás lo habría visto. Pero, ¿habría podido romper el extraño embrujo que me impidió aceptar que ese hombre de abrigo negro, lentes de pasta y mente prodigiosa que vi en el bulevar Saint-Germain era Ismaíl Kadaré?
No lo sé. El consuelo lo hallo en las páginas más divertidas de Las mañanas del café Rostand. En ellas, Kadaré cuenta de sus propios desencuentros con algunos escritores en París. Por ejemplo, con Patrick Modiano, quien solía pasear acompañado de J. M. G. Le Clézio por los jardines de Luxemburgo sin atreverse jamás a cruzar la calle que separa los jardines del Café. «El dúo Modiano-Le Clézio parecía armonioso hasta el día en que el Premio Nobel del segundo desequilibró la balanza». Absorbido Le Clézio por la vorágine del premio, Modiano quedó como un átomo girando en solitario, apenas rozado por el átomo Kadaré, quien también acostumbraba pasear por los jardines y que ahora parecía irremediablemente convocado por las leyes de atracción de las inteligencias superiores a entrar en la órbita del taciturno escritor francés. O a absorber a Patrick Modiano y hacerlo entrar en la suya propia.
Sin embargo, cuenta Kadaré: «Nos cruzábamos a menudo y no ocultábamos que nos reconocíamos el uno al otro, pero dado que él se caracterizaba por cierta dificultad para las relaciones personales, algo en lo que yo tampoco le iba a la zaga, no nos habíamos permitido saludarnos». Y así siguieron hasta el día en que «casi al unísono, nos detuvimos y, sin ocultar la alegría que nos causaba haber superado el obstáculo, nos llamamos por nuestros nombres».
Los dos grandes escritores quedaron en verse alguna vez en el café Rostand. Por diversas razones inexplicables, o sólo explicables desde la óptica absurda de las postergaciones kafkianas, ese encuentro en el Rostand nunca se produciría.
Ahora bien, ¿cuál fue ese obstáculo?, ¿en qué consistía? Kadaré baraja algunas hipótesis: «aunque la conversación se había repetido varias veces, el prometido café aún no había sido tomado; fue entonces cuando recordé el límite fatal, la acera que él [Modiano] jamás atravesaba».
Esta hipótesis sólo cobra sentido en el marco de la experiencia parisina, intransferible, de Kadaré. Por ejemplo, ese paso de cebra del bulevar Saint-Michel que veía desde su ventana y que señalaba el límite entre el distrito quinto y el sexto de París. Esa frontera que él mismo cruzaba cada mañana, de su casa, en el sexto, para dirigirse al café Rostand, en el quinto, como quien traza un puente entre la realidad y el sueño. Lo que el personaje de Cortázar encontraba bajo las bóvedas de los pasajes y galerías, Kadaré lo encuentra a cielo abierto, en el cruce peatonal que conecta dos de los principales arrondissements de París.
Una hipótesis más banal para explicar el desencuentro es el Premio Nobel de Literatura que Modiano obtuvo en 2014, lo cual, según se pudo comprobar antes con el caso de Le Clézio, altera la vida y las rutinas de los «jardineros del Luxemburgo», como llama Kadaré a los escritores que acostumbran a dar allí sus vueltas.
Sin embargo, yo creo que el obstáculo es algo más simple. El obstáculo, como ya me lo habían advertido, es la timidez. En París, la timidez es un guardagujas que a último segundo altera las vías de los encuentros posibles. Es esa fuerza que mantiene a cada persona en su órbita, como un planeta absorto y un poco triste. Elementos de un sistema incompleto que los escritores tratan de comprender y de enmendar trazando signos sobre un cuaderno, a la mesa de un café.