POR MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ
En 1968, cuando comenzó el «caso Padilla», yo era joven, tenía fe en la incipiente Revolución cubana –como casi todo el mundo en aquellos tiempos– y estaba lejos de sospechar que iba a verme involucrado, dentro de ese proceso revolucionario, en un acontecimiento histórico al cual habría de agradecerle nada menos que la tranquilizante convicción de que la cultura es un baluarte que las tiranías nunca consiguen tomar íntegramente. «Nuestra imaginación permanece libre aunque no haya libertad», nos dejó subrayado en alguna parte el novelista Imre Kertész, quien fue premio Nobel, ciudadano húngaro contemporáneo del estalinista János Kádár y sabía de estas cosas.

El «caso Padilla» no es más que otro episodio de la reiterativa, interminable, tediosa historia universal de la censura. Pero un episodio que desató un desencanto de dimensión internacional por tener como escenario una joven Revolución que venía despertando ilusiones libertarias por todas partes, sobre todo en el llamado tercer mundo. Éramos legión los ilusos que deseábamos creer que por fin había llegado la hora  –y debutaba en la tropical isla de Cuba gracias al providencial comandante Fidel Castro y sus barbudos guerrilleros– de lo que por aquellos días fue bautizado con el nombre de «socialismo con rostro humano», o sea, exento de las aberraciones leninistas y estalinistas del socialismo clásico. Por supuesto, no podía provocar sino desconcierto, desilusión e ira la inesperada reaparición de la censura –el óbito de la dialéctica–, una de las más nocivas y odiadas lacras de los regímenes marxistas conocidos hasta entonces, en los cuales la libertad de opinión se veía, según el ideario estaliniano, como una práctica liberal burguesa incompatible con el dogma socialista.

Con el fallecimiento del poeta Heberto Padilla, acaecido el 24 de septiembre de 2000, los periódicos –menos los de Cuba, claro está– resucitaron aquel escándalo político que abrió una hondísima zanja entre el Gobierno revolucionario cubano y gran parte de la influyente intelectualidad autóctona y foránea que lo respaldaba. El «caso Padilla», al que Fidel Castro intentó restarle importancia calificándolo de «chismografía intelectual», marcó el fin del idilio entre los intelectuales y la Revolución cubana.

Los mandos políticos del castrismo, muy preocupados en aquellos días por el auge de la disidencia dentro de los círculos intelectuales de los países comunistas del Este de Europa, se alarmaron con la aparición, ¡y sobre todo con la premiación!, del libro de Padilla, al que calificaron sin ambages de contrarrevolucionario. Fuera del juego se convirtió, así, en detonador de un conflicto que evidenció la existencia en Cuba de un fenómeno endémico de los regímenes comunistas tradicionales, fenómeno que hasta el momento, y pese a algunos feos incidentes previos, creíamos extraño a los ideales del Gobierno revolucionario: la ausencia de libertad de opinión como parte del dirigismo estatal de la cultura, concebida esta como vehículo de adoctrinamiento político.

¿Por qué los dirigentes de la Revolución cubana le concedieron tanta importancia a Heberto Padilla, entonces un intelectual muy joven y poco conocido, y al hecho de que coronásemos su poemario con el premio de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC)? La respuesta a tal pregunta hay que buscarla en el hecho de que Padilla y su polémico libro coincidieran en el tiempo con la actividad de grupos de intelectuales contestatarios en los países socialistas europeos y con el ascenso en Occidente de una nueva izquierda ilustrada, adversa al centralismo burocrático del «socialismo real». Asimismo, hay que tomar en cuenta las difíciles circunstancias por las que atravesaban en aquellas fechas las relaciones entre la Unión Soviética y la Cuba castrista.

A pesar de la prohibición en 1961 del cortometraje P.M., de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez, y de la clausura del muy leído suplemento cultural Lunes del periódico Revolución –desmanes obviamente dictatoriales con los que Castro inauguró su política para la cultura, resumida en la fórmula mussoliniana: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho»– y del veto, parcialmente revocado, de que fue víctima en 1967 la novela Paradiso de José Lezama Lima, en 1968 la neoizquierda latinoamericana, norteamericana y europea –esa izquierda moderna e ilustrada a la que me referí antes– cultivaba, entre otras bellas ilusiones, la de que la Revolución cubana era la única de su signo ideológico con una vocación renovadora orientada hacia el «humanismo». Según Julio Cortázar, era «el auténtico socialismo» y estaba amenazado tanto por «el sistema capitalista o el llamado neocapitalismo» como por «todo comunismo esclerosado y dogmático». Cortázar se explicó así: «[…] Mi solidaridad con la Revolución cubana se basó desde un comienzo en la evidencia de que tanto sus dirigentes como la inmensa mayoría del pueblo aspiraban a sentar las bases de un marxismo centrado en lo que por falta de mejor nombre seguiré llamando humanismo». Esta creencia suscitaba el apoyo de los intelectuales progresistas, cubanos y extranjeros, al proceso revolucionario iniciado en la isla.

Pero, al mismo tiempo, el noviazgo de la Revolución cubana y la izquierda liberal –cálido noviazgo que, por ejemplo, permitía la publicación de Solzhenitsyn en Cuba– causaba malestar en la izquierda «clásica», la del dogma y el dogal, empezando por la rígida gerontocracia de estalinistas reciclados que gobernaba en la Unión Soviética y en el resto de las mal llamadas «democracias populares», cuyo apoyo necesitaba Castro para mantener su Revolución y sostenerse en el poder. Eran los tiempos en que, para más complicación, comenzaba a hacerse sentir la intelectualidad rebelde que anunciaba con insólita audacia la cruzada por los derechos humanos, en los redaños de aquellos totalitarismos empedernidos, que ha marcado el fin del último milenio.

En la tensión generada, sobre todo dentro del campo socialista, por el pugilato entre ortodoxos y heterodoxos se origina el «caso Padilla», que es un episodio caribeño de esa pugna cuyo vórtice estaba en la Europa Oriental y que tuvo en Checoslovaquia, precisamente en 1968, su avatar más traumático cuando la Primavera de Praga volvió a ser crudo invierno bajo las orugas de los blindados soviéticos.

Padilla, lector de Arthur Koestler, de Milovan Djilas, de Isaac Deutscher y con mucha información sobre el estalinismo, jugó en Cuba un papel comparable al de su íntimo amigo Evgueni Evtushenko –quien no tardó en convertirse en un juglar oficialista y terminó loando el castrismo– y al de Aleksandr Solzhenitsyn en la Unión Soviética y al que en aquella época jugaban en Checoslovaquia el filósofo Jan Patočka, el dramaturgo Václav Havel, la escritora Eda Kriseová y otros ideólogos y promotores de Foro Cívico y de la «Carta 77». Pero Padilla, a diferencia de algunos de estos descontentos y de otros que surgieron en Polonia, en Hungría, en Rumanía, en Alemania y en Bulgaria, no se oponía al socialismo. Él aspiraba, al igual que sus colegas occidentales de la nueva izquierda, a una reforma humanista del sistema proyectada hacia el equilibrio social con libertades plenas. Lo que refleja Fuera del juego es el rechazo de Padilla a la hegemonía del Estado sobre las personas, inherente al modelo soviético y basamento del totalitarismo. En su libro hay, por tanto, una crítica implícita a la implantación en Cuba de ese modelo. Era una crítica peligrosamente oportuna por cuanto llegaba en el instante en que Fidel Castro se echaba en brazos de los soviéticos, con lo cual enterraba de manera definitiva los elementos democráticos que formaban parte del ideario primigenio de la Revolución.

Los jurados que premiamos Fuera del juego ya entonces sabíamos  –y por si no lo sabíamos nos lo hicieron saber enseguida– que premiar ese libro era prender la mecha de una bomba que nos estallaría en las manos. No obstante, lo premiamos, ante todo por lealtad a la poesía, y explicamos así nuestro voto en lo tocante al contenido: «Padilla reconoce que, en el seno de los conflictos a que lo somete la época, el hombre actual tiene que situarse, adoptar una actitud, contraer un compromiso ideológico y vital al mismo tiempo, y en Fuera del juego se sitúa del lado de la Revolución, se compromete con la Revolución, y adopta la actitud que es esencial al poeta y al revolucionario: la del inconforme, la del que aspira a más porque su deseo lo lanza más allá de la realidad vigente» (Padilla, 1998, p. 87). En el párrafo anterior habíamos dicho: «[…] En lo que respecta al contenido, hallamos en este libro una intensa mirada sobre problemas fundamentales de nuestra época y una actitud crítica ante la historia» (Padilla, 1998, p. 87). Julio Cortázar, paradigma de la nueva izquierda ilustrada que en aquella época sostenía que su humanismo era socialista, coincidirá en lo fundamental con este juicio nuestro. En su artículo «Ni traidor ni mártir» –publicado originalmente en Le Nouvel Observateur y reproducido en el suplemento Diorama de la Cultura, del periódico Excelsior (México, 20 de abril de 1969)– subraya que de los poemas de Fuera del juego «se puede decir que expresan un cierto escepticismo y amargura, pero […] no se puede afirmar que sean contrarrevolucionarios».

Sin duda, el régimen tenía motivos de sobra para el sobresalto: de pronto, un poeta brillante que había servido al Gobierno como corresponsal de prensa y funcionario, con una cultura política acrecida en sus viajes por los países socialistas –donde había tocado «la forma del porvenir cubano» (Padilla, 2008)– y con amigos disidentes en esos países, presenta a concurso un libro cargado de un criticismo que, según la directiva de la UNEAC, era ejercido «desde un distanciamiento que no es el compromiso activo que caracteriza a los revolucionarios». Además, el escabroso poemario es elegido para el premio por todos los jurados del concurso de la UNEAC, entre los cuales hay tres poetas cubanos de tres generaciones distintas –José Zacarías Tallet, Lezama y yo–, quienes resisten las presiones ejercidas por el poder para que no se premie el libro. Cuando el secretario de la Sección de Literatura de la UNEAC, el poeta Félix Pita Rodríguez, afirmó públicamente, en medio de la polémica en torno a los libros de Padilla y Antón Arrufat –la obra teatral Los siete contra Tebas–, que existía una conjura de intelectuales contra la Revolución, estaba desvelando la causa de la zozobra oficial. El Gobierno creía ver una conjura y, en ella, la aparición en la isla de un grupo de intelectuales contestatarios equivalente a los surgidos en la Europa comunista.