POR MUNIR HACHEMI
Universidad de Pekín

Las brasas ya están rojas. Alonso las separa y trae la parrilla, acomoda los chorizos. Con los ojos cerrados siente la grasa crepitar sobre el hierro caliente, el olor que flota en el aire, los kilómetros y kilómetros de campo que lo rodean, la tierra en la que las plantas crecen y se secan y vuelven a crecer, los animales que nacen, mueren y se pudren; y él es una parte ínfima de todo eso que gira alrededor del sol; y para qué, que alguien se lo diga, para qué resistirse a esa inercia si a él le basta con mirar el cielo para saber que ese movimiento en espiral, sin apuro, sin pausa, algún día va a colapsar sobre su propio centro; y todo va a ser parte de una misma nube de polvo y gases; y para qué Alonso, para qué María, para qué todos los relojes del mundo, todos los caballos muertos, todas las hectáreas de tierra seca.
«Un ramo de cardos», Tomás Downey.

Y ahora se me ocurre que en verdad el caballo nunca se hace visible del todo, sino que por momentos vamos descubriendo partes y esas partes enseguida se borran cuando aparecen otras. La cuestión, quizá, es el compromiso con la visibilización del caballo. Esa es la literatura comprometida y la que me interesa: la literatura comprometida con la visibilización del caballo.
El caballo y el gaucho, Pablo Katchadjian.

Este es un texto sobre la literatura de Tomás Downey, pero también podría ser un texto que cuenta cómo escribir sobre la literatura de Tomás Downey o un diario de lo que me ha pasado mientras pensaba en escribirlo. Por ejemplo: hace unos meses un editor me envió un email: «¿qué te parecería traducir al castellano a Tomás Downey? Me han dicho que es muy bueno». Por ejemplo: su cuento «Ver a un niño», que no llega a las cuatro páginas, ya merecería un ensayo más largo de lo que este puede llegar a ser. Es un relato perfecto, un mecanismo preciso, una escuela en la que un escritor puede aprender todo lo que necesita. Quiero decir que se podría escribir un libro sobre los relatos de Tomás (y otro sobre por qué no está todo el mundo hablando de ellos). Hay un entusiasmo, claro, y también algo de avaricia, como si me hubiera sido dada la oportunidad de traducir a Downey al castellano. 

Pero esto no va a ser un libro sino un artículo breve; en algún punto es también la autoetnografía de alguien que intenta comprender algo que le ha sido revelado. ¿Qué pasa con Tomás Downey? ¿Qué hay en esos cuentos a los que vuelvo una y otra vez?

En primer lugar, algo argentino o algo que yo creo detectar en la narrativa breve contemporánea de la Argentina. De las obsesiones que todos tenemos, la que viene coronando últimamente mis pesadillas tiene que ver con las posibilidades específicas de lo literario. Hay algo en la literatura que no está en –digamos– la filosofía o la ciencia o el periodismo o las actas judiciales, un despliegue de las relaciones, un laboratorio social, la puesta en escena de unos personajes que de pronto empiezan a moverse solos. La literatura como simulador; los relatos de Downey como simuladores de un apocalipsis invisible.

Curiosamente, en ninguno de sus cuentos asistimos a un fin del mundo material, pero en todos reconocemos, aunque no contemos con las palabras para decirlo, una escatología íntima, fría, casi invisible. Es –como escribirá Olalla Castro en un libro que aún no se ha publicado– una invitación: «[p]iensa en todas las veces / que el mundo se acabó».

¿Cómo construye Tomás esos mundos perfectamente similares al nuestro pero que, sin embargo, ya se han terminado (aunque nadie se haya dado cuenta)? Creo haber encontrado el mecanismo secreto que opera en sus relatos: Downey narra universos que siempre son el nuestro, pero a los que se les ha sustraído algo. Ese algo nunca es una cosa, siempre es más bien un esquema, un diagrama de la forma en que las cosas se relacionan y se producen las unas a las otras. Por ejemplo: ha dejado de operar la ley de la gravedad. Se podría acotar más: ha dejado de operar sólo en el dormitorio de Leo y Romina, y ahí comienza la especulación. ¿Qué van a hacer? ¿Van a intentar mudarse? ¿Van a enfadarse? ¿Van a culparse mutuamente? El ejemplo, sin embargo, es pobre, porque lo que falta en los cuentos de Downey es algo que no se puede nombrar, algo que repta entre los nombres de las cosas, algo como sus cet, algo que se «derrama[…] entre las manos», sin «densidad».

Entonces, eso que repta no tiene nombre, pero podemos escuchar su siseo. Por ejemplo, en «Ver a un niño», incluido en Acá el tiempo es otra cosa (Interzona, 2015). El cuento empieza así: «B oyó que en un barrio periférico exhiben a un niño. Algunos quieren ir a verlo, otros preferimos ahorrarnos la molestia. Durante el almuerzo lo debatimos y lo sometemos a votación. Resulta un empate».

Resumir ese texto brevísimo tiene algo de excesivo, así que si pueden hacerse con él, vayan y retomen después la lectura. Por si acaso: en el cuento, ese grupo sin nombre toma «[e]l subterráneo» y acaban saliendo «al exterior», donde «[e]l aire es de mala calidad». No se pierden, pero es como si se perdieran porque se alejan más de lo esperado: es allí, en un barrio periférico, lejos, con otro aire y otra luz, donde pueden ver al niño. Una mujer joven se asoma y lo muestra apenas un instante. A (me gusta llamar así al protagonista) sube a B a hombros y sus muslos, que le rodean el cuello, le «provocan una sensación extraña». A y B se separan del grupo y buscan una casa abandonada en la que dormir; se ha hecho tarde, no da tiempo a volver. En algún momento A se fija en el color de los labios de B, se pregunta a qué sabrá su sudor. Encuentran un camioncito de juguete y se divierten pasándoselo. Se acuestan en la cama desnudos, B comenta que «el parecido entre un niño y una persona es notable» y A concuerda «pero», añade, tienen que volver pronto a la ciudad, a primera hora, sin que sepamos muy bien qué se ha roto en esa conjunción adversativa. Luego se dan la mano y se quedan dormidos.

De las obsesiones que todos tenemos, la que viene coronando últimamente mis pesadillas tiene que ver con las posibilidades específicas de lo literario. Hay algo en la literatura que no está en –digamos– la filosofía o la ciencia o el periodismo o las actas judiciales, un despliegue de las relaciones, un laboratorio social, la puesta en escena de unos personajes que de pronto empiezan a moverse solos. La literatura como simulador; los relatos de Downey como simuladores de un apocalipsis invisible

¿Qué es ese mundo? Cuando he enfrentado a otras personas con esa pregunta he obtenido respuestas sorprendentes. «Son robots». «Son aliens». «Son mutantes». Pero la genialidad de Tomás Downey radica precisamente en que nunca nos está hablando de otros mundos, ni siquiera metafóricamente. Este es nuestro mundo, pero desplazado un milímetro hacia la derecha, apenas sacudido, pero el nuestro. Son personas que han perdido algo: ¿qué han perdido? Desde luego, un conocimiento ancestral, una técnica que suponemos primordial: la capacidad de hacer niños, de ver el hilo –para nosotros evidente– que une a una «persona» con un niño. Pero con eso han perdido algo más, algo innombrable, electromagnético, algo que tiene que ver con el tacto, con los juegos infantiles y también con el erotismo y con la calidad del aire, una línea diagonal que serpentea por todas esas cosas y que no tiene nombre porque no sabemos lo que es, porque ni siquiera Tomás lo sabe.

Si Downey supiera qué se ha perdido en sus relatos, acaso nos aburrirían. A lo mejor es un verbo, o una letra, como en La Disparition, o una estructura gramatical, o una perífrasis verbal. En «cet», el segundo cuento de Flores que se abren de noche (Fiordo, 2021), algo se ha roto entre los dos protagonistas. Aquí el apocalipsis toma cuerpo: un día cae una lluvia de meteoritos, y uno se incrusta en el techo de la habitación de Lucas y Pedro. Los dos están bien, pero algo se ha movido, seguramente algo que ya venía desplazándose entre ellos. Del primero sabemos que es algo infantil, que debe de tener dinero, que trabaja en algo que se parece mucho a no trabajar, que le da miedo que el techo se desplome. Cuando los meteoritos se abren y de ellos salen unos Cilindros Extra Terrestres, Lucas rápidamente adopta a uno, se encariña con él, le pone de nombre «Tubby». A Pedro todo eso le resulta insoportable. Quiere apuntalar o reconstruir el techo (es arquitecto) pero no hay cuadrillas disponibles. Finalmente Pedro deja que el apocalipsis entre en él, se abre, el techo se cae, se mudan, el cet agoniza, la pareja encuentra «un equilibrio precario», algo que no es necesario apuntalar.

Es fácil ver que en los relatos de Downey la ciencia ficción carece de ciencia y quizá también de ficción, que es un punto de partida, algo casi ambiental. En «cet», multitud de investigadores someten a los cilindros a todo tipo de pruebas. Los queman, los aplastan, tratan de cortarlos, de tomarles muestras, sin éxito. Es una imagen poderosa del fracaso de la ciencia cuando intenta acceder a objetos que le son ajenos. El científico se vuelve aquí un Ubú que se devela ridículo en el ejercicio de su poder. Porque en los cuentos de Tomás la especulación siempre es de naturaleza relacional. No le importa qué pasaría si hubiera un ser vivo indestructible, y los científicos del relato son una advertencia para que evitemos esa lectura, para que no hagamos esa pregunta estúpida. La cuestión que propone Tomás es de otro orden y tiene que ver con lo que se ha roto entre Lucas y Pedro: ¿qué pasaría si existiera un ser cuya única función fuera dar y recibir cariño? Así es como aparece aquí la ciencia ficción: ¿existe algo más alienígena que eso?

Propongo otra forma de leer los tres libros de cuentos de Downey: buscando esos temas y sus variaciones. Es sabido que el bdsm es uno de los mejores laboratorios con los que contamos los humanos para estudiar las relaciones de poder: ahí lo invisible se vuelve acción, se explicita. Habría una línea de lectura bdsm en la que entraría «cet», por supuesto, pero también otros cuentos. «Mirko» es la historia del perfecto objeto de deseo: un tipo grandullón que no habla y se deja hacer, pero que accede al lenguaje y de repente se vuelve repugnante. «Ahora decía estupideces, como todo el mundo. Reía y aplaudía. Quería participar». También «Los ojos de Miguel», la historia de un niño al que maltratan físicamente sus hermanos y después también sus padres, y que nunca expresa dolor. Quizá son los cuentos que mejor se dejan leer en esta línea, pero hay muchos otros, digamos, estudios del poder en la producción de Downey. Como «Paciencia», donde un adolescente resucitado encarna todas las características del imaginario estereotipado del autista. O como «Hombrecito», donde nos acabamos preguntando qué pasaría con una nueva clase de humanos que fueran idénticos a nosotros en todo pero más pequeños, qué haríamos con ellos, qué torturas les infligiríamos, en qué lugar del espectro animal los ubicaríamos. O «Variables», un estudio de las relaciones madre-padre-hijo en el marco del capitalismo donde la madre deviene máquina al tiempo que el niño deviene cosa. Se pueden pensar otras líneas de fuerza y revisitar todos los cuentos de Downey a partir de ahí, y así una y otra vez. En «Flores que se abren de noche» leemos: «[a] veces parece que siempre se está empezando».

Aventuraré también que, en un movimiento clásico del fantástico rioplatense, en estos artefactos downianos esa cosa inasible que desaparece siempre es sustituida por otra. Igual que el Zahir es la cifra de Teodelina, los cet llegan, si no para restañar lo que se ha roto entre Lucas y Pedro, sí para hacerlo visible, para jugar con ello, para reptar por la grieta que ha quedado tras ese apocalipsis milimétrico.

Una palabra que quizá se avenga bien al mecanismo de los cuentos de Tomás es «crisis». Antes he afirmado que algo está pasando en la narrativa breve argentina contemporánea (y no tan breve, y rioplatense) que tiene que ver con esas comunidades (a veces de tan solo dos personas) extremadamente precarias pero que a la vez permiten la emergencia de algo nuevo1. Siempre son comunidades postapocalípticas, pero en Downey ese apocalipsis está siempre sucediendo todavía. Y eso lo convierte en un narrador posthumanista en el sentido en que el sujeto central de su narrativa siempre está en un «entre». En las crisis de Downey los humanos se deshumanizan para volverse humanos de nuevo, se humanizan animalizándose, robotizándose. Y Tomás no necesita recurrir al aspaviento, no necesita inteligencias artificiales ni alienígenas verborreicos porque su lógica es una tectónica; convierte las relaciones en esquemas que quedan librados a la especulación literaria. La «naturaleza humana» del humanismo moderno se transforma aquí en un laboratorio radicalmente literario. Como en la frase de Yasunari Kawabata, «[c]ualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana». Por eso en todos los cuentos de Downey lo animal («El lugar donde mueren los pájaros», «Cavayo»), lo liminar («Zoológico») y lo radicalmente otro («Los Täkis») son instancias que cobran una importancia radical.

En las crisis hay algo invisible que se parte, y todo se recoloca para volver a encajar hasta la siguiente crisis. Y ahí es donde lo nuevo puede surgir, donde lo impensable se hace pensable. Cuando parece que nada tiene remedio entre Pedro y Lucas (éste ha decidido mudarse), quedan cara a cara y acaban «cogiendo a lo bruto» en una suerte de reconciliación inestable. El sueño empieza a ganarlos, pero no están cómodos en el sofá y es sólo entonces que Pedro encuentra la solución para todo lo que les estaba pasando desde que cayera el meteorito: «[s]i el comedor no hubiese estado lleno de cajas, habría llevado el colchón de dos plazas hasta ahí. Cómo no se le había ocurrido antes».

El primer cuento de Acá el tiempo es otra cosa se llama «La nube» y es la puesta en ficción de una crisis. Una nube sobreviene y todo se vuelve húmedo, se pudre, se muere. Pero hay formas de vida que encuentran ahí el ecosistema perfecto; entre ellas Pía, una chica que deviene nube. En una escena, al pagar la compra en el supermercado a los personajes los billetes se les deshacen en las manos; hay una lectura netamente económica, netamente argentina, pero también hay otra en la que podemos ver a criaturas humanas que repiten ritos que ya se han vaciado de sentido, que se aferran a algo que ya no es más. Así funcionan las crisis de los cuentos de Downey: en secreto, en silencio.

Vale la pena terminar con una idea que no sé si el propio Downey compartiría: quizá no haya en este momento otra literatura tan política como esta. Los artefactos narrativos de Acá el tiempo es otra cosa, El lugar donde mueren los pájaros (Fiordo, 2017) y Flores que se abren de noche son –acaso de forma involuntaria– lugares desde donde pensar las identidades precarias, las posibilidades de lo comunitario, las permutaciones futuras de lo subjetivo. La propia literatura de Downey está en crisis constante, es una literatura puesta en crisis. En estos cuentos-laboratorio todo se reestructura (empezando, claro, por el lenguaje) y las palabras de Ubú empiezan a revelarse como balbuceos. Downey nos proporciona una forma literaria de pensar en las relaciones que nos afectan y nos conforman en un tiempo en que ya no es posible recurrir a relatos fundacionales o a los tótems de mundos desaparecidos. Quién sabe si también nos esté anunciando algo que está por venir, si nos esté ofreciendo –y quizá aún no ha ocurrido el apocalipsis secreto que necesitamos para escuchar lo que trata de decirnos– un manual de instrucciones para rearmar las nuevas formas de vida que vendrán después del desastre.

1. Algunos ejemplos: Plop, de Rafael Pinedo; «Las cosas que perdimos en el fuego», de Mariana Enríquez; El año del desierto, de Pedro Mairal; «La vida es buena bajo el mar», de Luciano Lamberti; Paraísos, de Iosi Havilio; «Pinar», de Federico Falco; etcétera.