Conocí a Zúñiga gracias al espíritu de Mijaíl Bajtín. Bajtín había muerto veinte años antes, pero los que estudiamos literatura sabemos que sigue vivo. Esto que voy a contar es la prueba.
Era 1994 o quizá 1995. Zúñiga había recibido un encargo: encontrar un especialista español en la obra de Mijaíl Bajtín. El encargo se lo había transmitido Natalia Arséntieva, su traductora al ruso. Orel, la ciudad natal de Bajtín, estaba organizando un congreso para celebrar el centenario del nacimiento de este pensador ruso. Zúñiga recurrió a un amigo, Vicente Cazcarra, traductor de la teoría de la novela de Bajtín al español (Teoría y estética de la novela, Taurus, 1989). Cazcarra le habló de un profesor de Zaragoza. No le pudo dar mis señas pero Zúñiga llamó a Ana María Navales que le facilitó mi teléfono.
Recuerdo que una mañana una voz profunda me dijo «Soy Zúñiga» y me explicó el propósito de su llamada. Hubo más llamadas. Yo estaba interesado en acudir a ese congreso, pero la turbulenta situación de Rusia en aquellos años refrenaba mi entusiasmo. Mis dudas tuvieron un efecto inesperado. Permitieron que se alargara el contacto telefónico. En ese tiempo apareció la edición de Alfaguara de El coral y las aguas. No había leído nada de Zúñiga hasta ese momento y esa novela me impresionó. Me pareció una lectura difícil, exigente y diferente de lo que había leído hasta entonces. En una reseña reciente, Juan Bonilla decía que era una novela «costosa a trechos». Creo que es la impresión de una primera lectura y que se debe a que no estamos acostumbrados a ese registro estético. Es una obra hermética y necesita de más de una lectura para entrar en ella.
El caso es que gracias a El coral… quedé atrapado en el universo de Zúñiga. No fui a Orel —aunque Natalia Arséntieva tradujo mi ponencia y se recogió en el correspondiente volumen de actas—. Pero la relación con Zúñiga había empezado su recorrido. En el verano del 96 concertamos la primera cita. Fue en el Círculo de Bellas Artes. Para entonces ya había leído varias obras de Zúñiga y había comprobado lo poco que servía lo que yo sabía de teoría literaria para entenderlas. Por suerte, con pocos escritores me ocurre esto. Quizá sólo con los que son profundamente renovadores. Con Zúñiga y con Manuel Longares, por ejemplo.
En mis primeros intentos de explicarme la obra de Zúñiga —y explicársela a él— recurrí a la categoría de sátira menipea, que han popularizado Northrop Frye y Bajtín. No conseguía convencerlo. La menipea tiene aspectos que se dan en la obra de Zúñiga: es una estética humorística, se plantea cuestiones de gran calado intelectual —las últimas cuestiones— y es a la vez un género que permite una gran libertad fabuladora. Pero no era suficiente. El propio Zúñiga me fue llevando de la mano en mi discurrir teórico por otros caminos. Así llegué, primero, al dominio del hermetismo y, más tarde, de lo simbólico. Me explicaré.
El concepto de hermetismo tiene escasa presencia en la filología española —y menos en la crítica— y es de lamentar porque esta estética tiene un peso importante en la literatura y en las artes españolas. A lo sumo, lo vemos asomar como sinónimo del neoplatonismo en épocas premodernas. Cuando aparece en la literatura moderna suele ocupar su lugar el manido y vacuo concepto de vanguardismo. En el caso de Zúñiga su imagen primera y todavía dominante lo ha vinculado al realismo social. Sin embargo, Santos Sanz ha dejado bien claro que la vinculación de Zúñiga con los autores del realismo social es puramente personal y no literaria. Sanz subraya «el lenguaje secreto» de la obra de Zúñiga (en La novela española durante el franquismo). En efecto, toda una corriente literaria española y universal se ha reclamado de esa red secreta, la corriente hermética. Si el vínculo personal de Zúñiga con los socialrealistas es bien patente, también lo es —aunque menos visible— el vínculo de Zúñiga con teósofos, organizaciones clandestinas y, en el terreno literario, con Carlos Edmundo de Ory y otros, una relación que fue estrecha en los años cincuenta y se enfrió en los sesenta.
Pero la estética de Zúñiga no se contiene en los límites de lo hermético. Como he dicho antes, Zúñiga tiene una dimensión humorística superior a la de Ory, que, aunque apreciaba la risa, quiso ser divino. Ese humorismo está en su naturaleza —como sabemos bien los que le hemos tratado— pero también es un reflejo de su apego a escritores como Turguéniev y Chéjov. La combinación de hermetismo y humorismo es la línea creativa de mayor valor estético de la Modernidad, porque es la que mejor comprende y representa el alma moderna. Bien puede decirse que el hermetismo moderno se diferencia del hermetismo clásico o neoplatónico en que aparece asociado y fundido con el humorismo.
En el lenguaje convencional de la crítica, esa fórmula suele llamarse kafkiana, por ser ese escritor uno de los que mejor la representan, a juicio de la crítica de nuestro tiempo. Sin embargo, Kafka, a su vez, se reconoce heredero de Dostoievski, y este de Schiller, Cervantes, Shakespeare y Victor Hugo. No es, pues, una corriente más de la literatura universal. Ocurre con estos autores que han sido y son leídos como modelos de la seriedad, como espíritus dramáticos, negando su dimensión más profunda: el espíritu de lo joco-serio. Nuestro tiempo tiene un problema para comprender el humorismo y muchas veces, demasiadas, el humorismo de la gran literatura pasa desapercibido para la crítica.
Quizá estos apuntes sean pistas suficientes para explicar por qué la crítica valora cada día más la obra de Zúñiga, pese a que pasara casi desapercibida hasta la década de los años ochenta. En los años sesenta, Zúñiga experimentó una desagradable sensación de fracaso. Su obra más ambiciosa, la novela El coral y las aguas, publicada en 1962, fue vista por los socialrealistas como un desvío de su disciplina literaria, a pesar de que su simbolismo permite comprenderla como una propuesta de novela comunista (el rojo del coral, frente al azul marino, como rebeldía juvenil y clandestina frente a la dictadura azul).[2] Y la crítica conservadora vio un alegato para la rebeldía intolerable en aquel momento. El silencio condenó la novela al olvido. De ese silencio solo emergió la obra de Zúñiga en momentos puntuales: con un volumen colectivo de ensayos sobre Larra (1967), con una serie de cuatro fábulas morales en la revista Triunfo (1974), con el ensayo biográfico sobre Turguéniev (Las inciertas pasiones de Iván Turguéniev, 1977) y, por fin, con la publicación de Largo noviembre de Madrid en 1980. A partir de ese momento la valoración de Zúñiga por la crítica experimenta un giro espectacular y no ha dejado de crecer. Bien puede decirse que esa valoración crítica de la obra de Zúñiga subirá en el futuro, al tiempo que otros autores que han estado en primera línea del siglo xx perderán notoriedad. Así ha sido en la historia de las artes y de las letras, y así seguirá siendo. La actualidad suele ser mala consejera a la hora de medir la dimensión estética de las obras de arte, salvo excepciones.
ENSIMISMAMIENTO Y ALTERACIÓN
Volviendo a nuestro tema, esa adscripción de Zúñiga a la corriente secreta —hermético-humorística— puede y debe ser mejorada. Le falta un tercer elemento: el ensimismamiento. Felicidad Orquín, la mejor conocedora de la vida y obra de Zúñiga, ha declarado no hace mucho que la obra de Zúñiga no son sus memorias pero sí su memoria (en la entrevista de Fernando del Val). Lo que sugiere con esto es que las experiencias del autor son la materia de la que están construidas sus obras. Algo similar ha apuntado Santos Sanz sobre el ciclo madrileño de Zúñiga. Pero, en mi opinión, también en el ciclo eslavo se pueden apreciar momentos personales, huellas de su propia vida. Hay argumentos que apuntan en esta dirección. Turguéniev fue un experto en utilizar su propia vida como materia de sus obras —Primer amor suele ser la referencia más frecuente, pero hay muchos momentos en su amplia obra que transparentan experiencias personales—. Estas experiencias, en los casos de Turguéniev y de Zúñiga, están recubiertas de cierta fabulación, pero el lector debe y puede comprender que tras el velo de la fábula se esconde la literatura del yo. Zúñiga lo ha explicado con esta nota, titulada «Destellos de la memoria» en el número 6 de Lucanor (1991, p. 194):
Complejo y secreto es el origen de toda obra literaria, pero la chispa matriz que genera un relato, breve, intenso, podría equipararse a la aparición de un recuerdo no muy preciso que llega inesperado como inquietante imagen de algo vivido. Un breve episodio, unas palabras, un gesto introduce en la mente una evocación que moviliza el pensamiento siempre dispuesto a seguir las sombras.
Este destello en la memoria será el origen de un cuento: un dato aislado capaz de emocionar, que desata el deseo o la necesidad de superponer a su fugacidad mil sugerencias. Todas las fantasías, las experiencias, los rencores o amores, pueden fluir hacia esa elaboración con sus materias hechas palabras, frases, metáforas.
Hermetismo, humorismo y ensimismamiento son las tres dimensiones de la obra de Zúñiga. Son también las tres dimensiones del simbolismo moderno. La modernidad ha creado una estética de fusión. Es lo que he llamado simbolismo moderno. El simbolismo tradicional perseguía un objetivo: la supervivencia de la humanidad. Ahora el nuevo simbolismo persigue otro objetivo: que la humanidad gobierne el mundo. Ese objetivo supone, entre otras tareas, la unificación de la humanidad. En el escenario literario —y filosófico— estas tareas conllevan la aparición de motivos y figuras renovados, de una nueva estética. Y en la obra de Zúñiga —y en la de otros autores— aparecen los más trascendentes motivos y figuras: la destrucción de la tierra natal (o de la familia) y el binomio hombre inútil – mujer libre. Me detendré brevemente en ambos aspectos.
La modernidad ha tomado conciencia de que la acción de la humanidad sobre el planeta tiene una dimensión destructiva. Fenómenos como el cambio climático, la desaparición de especies vivas, el agotamiento de materias primas o recursos energéticos… son la vertiente negativa del proceso de construcción de la humanidad. O, si se quiere, el precio que pagamos en la lucha por la supervivencia humana. La estética que más directamente expresa este proceso dramático a escala local es la estética de la destrucción del idilio. La estética del idilio nace en el Neolítico con la aparición de la agricultura. La agricultura hace sedentarias a las comunidades humanas, que han de fijarse al terreno que cultivan. Eso da lugar al nacimiento del concepto de «la tierra natal». La tierra natal es el espacio familiar. En él crece la familia. Es el espacio que contiene el tiempo del crecimiento. Es, en su origen, una estética alegre: idilio significa en griego espacio bello. En pintura da lugar al género del paisaje. Pero además de un espacio es el marco del trabajo agrícola y artesano, los trabajos que permiten el crecimiento familiar. Pues bien, la modernidad es incompatible con esa imagen feliz de la familia y de la tierra natal. El progreso moderno destruye la familia y destruye la tierra natal. Por eso la gran literatura moderna relata ese proceso destructivo: desde la visión dramática de Rusia que ofrece Turguéniev a la novela hispanoamericana de la destrucción de la tierra (llamada también novela indigenista). Recuérdese Cien años de soledad, con la destrucción de Macondo y la desaparición de la familia Buendía, después de siete generaciones. Zúñiga expresa ese proceso destructivo mediante el relato del Madrid sitiado durante la Guerra Civil y de las penurias de la posguerra pero, también, mediante imágenes del drama eslavo. En esa ciudad destruida no es posible la familia y no son posibles la vida y las pasiones en plenitud. También en sus relatos eslavos aparece el mismo drama: la destrucción de los vínculos familiares y la imposibilidad de la vida plena «en los bosques nevados». Pero ese drama admite un momento de magia, un instante para la esperanza. Eso es lo que vemos en Misterios de las noches y los días, El anillo de Pushkin y Fábulas irónicas —en esta última en la forma de humorismo y rebeldía—.