RELIGARE

Podemos vivir sin iglesias pero, ¿podemos vivir sin religión? Bergson, Santayana, William James y otros filósofos han intentado poner en valor este término. Unas veces reconociendo el valor creativo y lírico de lo religioso, su fuerza expresiva. Otras, recurriendo a su etimología, religare, volver a religarnos con el paisaje, con los demás, con el mundo al que, desde el nacimiento, estamos entrelazados. La religión, contra lo que tendemos a creer, no tiene que ver con las creencias (o al menos la creencia no es su aspecto fundamental). Tiene que ver con formas de vida, con modos de estar en el mundo. Si hemos de creer a los antropólogos, una religión tiene que incluir al menos tres características: una literatura sagrada, una comunidad sagrada y unas prácticas rituales. Vemos entonces que puede haber religiones no teístas o religiones con muchos dioses, o filosóficas, con un único principio, impersonal, al modo de Aristóteles o Spinoza.

Para definir la religión, los fundadores de la antropología recurrieron al concepto de lo sagrado. Desde esta perspectiva, la religión no tenía ya que ver con las creencias (en un dios creador, en los milagros o los beneficios de la oración), sino con ciertas prácticas sociales. El enfoque antropológico dejó claro que la religión no podían definirla los curas (aunque algunos marxistas sigan utilizando su definición) y pasó a considerarse como un artefacto cultural que debía comprender al menos tres elementos: una literatura sagrada, una comunidad sagrada y unas prácticas rituales. Durkheim, fundador de la sociología moderna junto a Weber y Marx, adoptó un enfoque innovador respecto a lo religioso: el llamado funcionalismo. Lo sagrado cumplía una función de cohesión social. Pero, desde el siglo xvii, el empuje de la ciencia venía desalojando lo sagrado de la vida civil, Marx la había definido como un narcótico idiotizante, y el sentimiento de lo sagrado, tan arraigado en la psique humana, se sintió acorralado. Entonces dejó de apuntar a una trascendencia para volverse sobre sí mismo, sobre lo social. La era moderna vive ensimismada con lo social. Marcel Mauss lo vio claro: «Si los dioses, cada uno a su hora, salen del templo y se hacen profanos, vemos que lo relativo a la propia sociedad humana (la patria, la propiedad, el trabajo, el individuo) entra en el templo progresivamente». Las sociedades seculares modernas se rinden culto a sí mismas. Son sociedades ensimismadas, que no miran más allá de su propio ordenamiento y no buscan modelos en el cosmos o la fisiología, sino en la historia misma de sus instituciones, declaraciones y conquistas. La sociedad completamente secularizada es la menos secularizada de todas, pues todos los delirios, todas las fantasmagorías y alucinaciones que antes se asociaban con lo sagrado se vierten ahora en lo social. La religión de nuestro tiempo es la «religión de la sociedad».

Frente a la religión del dios original, los mesianismos modernos, ya sean del bolchevismo o del postcapitalismo, eligen el dios del futuro. «Yo seré el que seré». La zarza ardiente revela el sueño de lo incondicionado, cuya andadura culmina en la solución total. Con apenas veinticuatro años, el joven Marx coloca la religión «ante el tribunal de la filosofía» (hegeliana). Tras el fracaso del marxismo como modelo político, su sobrevivido náufrago regresa como espectro de la tradición mesiánica y clama justicia para todos, aquí y ahora. Para Marx, la idea de dios surge en la historia porque la vida está asediada por la miseria, pero ese dios tiene una naturaleza ilusoria y sólo existe en la mente de sus fieles (no olvidemos que Marx identifica lo real con lo material). Si hubiera nacido en India, donde lo mental tiene más realidad que lo material (o lo material es mental) Marx hubiera sido un predicador. Y en cierto sentido lo es, no tanto por postular una teodicea, una lógica de la historia que culmina en la revolución (redención), sino porque revive el mito de esa Biblia subterránea de la que hablaba Bloch, que resurge una y otra vez en Occidente en forma de prefiguración utópica.

Santayana amaba la religión, pero deploraba el monoteísmo beligerante y proselitista, que pretendía imponer su modelo a la diversidad de los pueblos. Si diseccionamos un conjunto cualquiera de valores, en seguida veremos que no siempre son coherentes entre sí. No sólo es imposible que todos los seres humanos vivan de acuerdo a una misma moral, sino que la idea de una moral única está llena de peligros y contradicciones. Ningún conjunto de creencias o prácticas vale para todo el mundo, ya sean individuales o sociales. A los que mantenemos esta postura vital suelen tildarnos de relativistas. Pero el valor es siempre relativo a la vida, una dignidad que puede adquirir algo para un ser vivo. Para que ello ocurra debe ajustarse a necesidades y formas de vida. Los valores no pueden ser objetivos simplemente porque no pueden abstraerse de los organismos vivos que los mantienen. En este sentido, la ironía o el sentido del humor son eficaces ante ruidosos dogmas.

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Somos observadores pero también somos paisaje, nuestro cuerpo el más cercano. También estamos en lo que el ojo mira y el modo en que lo mira. Whitehead insistió en esta idea mediante su noción de la «falacia de la ubicación simple». De entre todas las formas de religarse al mundo, de hacerse uno con el paisaje, me gustaría hablar brevemente de una: la védica, en la que ando enfrascado los últimos años.

El hombre es un peregrino en busca del ātman, dicen los Veda. Y eso que busca lo que lleva en su interior, pero no puede verlo, porque está escondido entre los pliegues profundos de su corazón, en una caverna recóndita, como dicen las Upanishads. Pero eso que busca está también fuera, manifiesto, en el fuego del Sol, en el fuego del hogar, en ese otro fuego que es la respiración o la mirada del otro. De ahí que, mediante lo exterior, uno pueda alcanzar ese fuego secreto del interior. Cultivando esas correspondencias no siempre evidentes (uno de los sentidos del término «upanishad»). De ahí que la percepción, su cultivo y ejercicio atento, sea una de las «llaves» que abran el tesoro del ātman. Pero en este punto, nos dicen las Upanishads, no sirve el voluntarismo (tan loado en el mercantilismo de hoy), no sirve la cultura del esfuerzo ni anteponerlo a cualquier otra cosa, tampoco olvidar el mundo y sus distracciones, negar a los demás. Para que el ātman se nos revele (todos lo llevamos dentro) hace falta la gracia. Hace falta que sea el propio principio el que «acceda» a manifestarse. Nosotros lo único que podemos hacer es poner las condiciones para facilitar ese hecho extraordinario. Esto, que podría parecer un inconveniente, es una ventaja. Nos libra de angustias y ansiedades, nos permite vivir más despacio, de un modo más recreativo. Hacernos más hospitalarios, preparar la bienvenida en espera de su visita, que igual no se produce…

Hay muchos mitos védicos de la creación, en general tienen como protagonista a Prajāpati, el primogénito, el señor de las criaturas. Me gustaría referirme a uno de ellos. Prajāpati creó el mundo a partir del sacrificio de sí mismo. Una vez cumplida la creación, se sintió débil y exhausto y estuvo a punto de morir. Había transferido toda su energía y poder al universo, y ahora, exhausto, no le quedaban fuerzas ni siquiera para sostenerse a sí mismo. Las criaturas, una vez engendradas, le dieron la espalda y se distanciaron de él. Buscaban liberarse del creador pero cayeron en el caos y la anarquía. Para que el cosmos pudiera subsistir, Prajāpati debía hacer una segunda operación, penetrar en las criaturas, habitar dentro de ellas y, de algún modo, atarse a su destino. La llama divina debe estar escondida, protegida en la caverna del corazón. Ése es el velo que protege y hace posible la vida, que de otro modo quedaría arrasada por la luz de lo divino. De este modo, las criaturas participan también en la creación del mundo y son cómplices de ese hecho extraordinario. Este hecho define la importancia del sacrificio en la cultura védica. El hombre védico se siente cocreador del mundo y, para que esa creación no se detenga, para que le mundo siga en marcha, debe sacrificar. Ése es el enlace, el vínculo invisible, entre lo inmanente y lo trascendente. Una vez conectados ambos, ocurre el hecho extraordinario, el moksha hindú, la caída del caballo, el samādhi, el tasawwuf del sufismo, la experiencia intuitiva del fana-baqa (aniquilación-subsistencia). En todas ellas el esclarecimiento interior se manifiesta en paz, amor y felicidad.

Hay una dimensión litúrgica en todo lo humano. La epistemología no basta para entender un rito, hay que experimentarlo. ¿Cómo redescubrir, recrear o revivir el mito primordial, el origen? ¿Cómo reintegrar los fragmentos de un cosmos disperso? Cada cultura crea sus propias «fórmulas», pero es claro que prescindir de todas ellas es renunciar a una de las experiencias más plenas que puede experimentar el ser humano. Toda realidad es a la vez sacra y secular (Panikkar), ambas categorías no tienen por qué resultar excluyentes. Todo fenómeno, toda experiencia humana tiene un aspecto litúrgico y otro mundano. En la antigüedad védica, la liturgia del sacrificio representaba el juego, la dramatización teatral, a escala humana, de la totalidad del mundo, el sacrificio primigenio. La mente humana, tiempo después, será en el sāṃkhya el teatro, no la fuente, de la conciencia. El lugar donde experimentar el origen de lo que somos, como si de un sueño se tratara.

La religión es un asunto gracioso. Dos factores fundamentales la definen: el agradecimiento y la correspondencia. Preguntarse si las distintas religiones hablan del mismo Dios supone ignorar el mito védico de la llama compartida en las criaturas. Puede dar a entender que Dios es una «cosa en sí» de la cual puede hablarse en tercera persona. No hay tal Dios externo. Como dejó dicho Martin Buber: Dios es un tú, forma parte de un diálogo interior, personalizado. Nunca es un yo (solipsismo) ni un él (idolatría). Ésa es la «interiorización» del sacrificio de la que hablará más tarde la tradición del yoga y las Upanishads. Sin ese tú, sin ese diálogo, se pierde el arte de vivir.

 

John Gray, Siete tipos de ateísmos. Traducción de Albino Santos. Editorial Sexto Piso, 2019.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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