Coordinado por Valerie Miles

@Nina Subin, @ cedida por la autora y @ Evelyn Pacheco

VALERIE MILES

María Negroni es poeta, ensayista y pensadora argentina, polifacética, cuya obra a menudo se carga con imágenes bellas, o terribles, pero también en tensión con su opuesto; lo ciego, lo ausente. Coniuctio oppositorum, contradictio in adiecto. Alejandro Morellón está al otro lado del Atlántico, español, un escritor emergente aún construyendo su poética. También utiliza la potencia de la imagen en su prosa, a menudo onírica, como centro, formulando las preguntas ontológicas, epistemológicas, pero también metodológicas de este extraño compulsión del escritor por captar –por intentar captar, aunque sea un fracaso– la realidad a través de las palabras. O a través de su ausencia. Exploramos. Eso. Exploramos la «fiesta de un vacío».


Recuerdo mucho una frase tuya que he sido incapaz de encontrar ahora pero que creo haber leído en Museo negro: “escribir equivale a dejarse trabajar por una enfermedad sin nombre”. Entonces, ¿escribir es el remedio o la enfermedad? ¿Es el enigma o la palabra que lo revela? ¿O quizá forma parte de un continuo hurgar en el asombro, un llamar a la puerta no con los nudillos sino con las uñas?

ALEJANDRO MORELLÓN

Hola, María:

Me gustaría empezar por una frase de Bernard Noël que recoges en tu libro El arte del error y que dice: escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve. Me parece que aquello que nos mueve a la escritura, a la exploración del sentido, es justamente lo inaprensible, lo que no puede conocerse sino a través de las sombras. Como un niño que camina a oscuras con las manos por delante, escribir como quien tantea el espacio indefinido, intentando comprender la realidad del universo, «hurgando lentamente en el asombro» que decía Enrique Verástegui. 

En ese sentido, pienso, la escritura es un presagio de nosotros mismos, una proyección más o menos desesperada por encontrar una experiencia futura. A modo de los antiguos arúspices, desentrañamos la verdad a partir de nuestras profundidades, y por medio de la palabra intentamos ponerle un orden al mundo, pero también cuestionar la posibilidad de otros mundos. 

Esto me lleva de nuevo a la frase de Noël, abrazar al cuerpo invisible, y me pregunto si el acto de escribir no está acaso familiarizado con el ejercicio de rezar. ¿Es la escritura un intento por convocar —invocar— una luz que nos dé una respuesta, una luz en la que disolverse (Weil)? ¿O, al revés, se escribe para permanecer en las sombras, para comprender lo universal en lo individual, para reducirse a un plano íntimamente nuestro, a un instante en el que no tiene cabida el resto del tiempo? 

Recuerdo mucho una frase tuya que he sido incapaz de encontrar ahora pero que creo haber leído en Museo negro: «escribir equivale a dejarse trabajar por una enfermedad sin nombre». Entonces, ¿escribir es el remedio o la enfermedad? ¿Es el enigma o la palabra que lo revela? ¿O quizá forma parte de un continuo hurgar en el asombro, un llamar a la puerta no con los nudillos sino con las uñas?

En todo caso, me fascina esta idea de dejarse habitar por una enfermedad, por una idea, una pulsión, y compartirla en silencio, en el silencio de las palabras escritas. 

Un abrazo.

MARÍA NEGRONI

Hola Alejandro,

Me he demorado unos días en responderte, pero no he dejado de pensar en los interrogantes que vas planteando en tu carta, con la misma urgencia de un niño súbitamente sobresaltado ante un juego peligroso. Señal de que ya estamos dentro de lo que importa.

Clarice Lispector aludió a la misma paradoja con un dictum tajante, no desprovisto de humor. “¿Escribir es así:?”, dijo, y dejó flotando el signo de interrogación sobre la página

Si no he comprendido mal, todas tus preguntas apuntan, en el fondo, a lo mismo: qué es escribir. La frase de Bernard Noel que encontraste en El arte del error –«escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve» es espléndida y terrible. Siempre pensé que iluminaba una de las paradojas más complejas de la escritura. Escribir sería, desde esta perspectiva, dejarse embeber por una ceguera trabajosa, aceptar que no tenemos más prerrogativas que el desaprendizaje y la intuición. Pienso en todas las catábasis que los héroes emprenden en las grandes obras de la literatura. No solo en Homero, en Virgilio o en Dante, también en el Gilgamesh, por citar solo algunos casos, hay un viaje indefenso al fondo de lo desconocido, donde están los muertos que no es posible abrazar, pero sí, tal vez, escuchar. Clarice Lispector aludió a la misma paradoja con un dictum tajante, no desprovisto de humor. «¿Escribir es así:?», dijo, y dejó flotando el signo de interrogación sobre la página. Por otro lado, te preguntas si el acto de escribir no estaría acaso familiarizado con el ejercicio de rezar. Por supuesto que sí. Lo dijo Malebranche: «La atención es la plegaria natural del alma». ¿Y qué otra cosa sería la escritura sino una atención exacerbada, una disposición y un acatamiento absolutos a algo que exige una disciplina tan rigurosa que hasta es necesario renunciar a escribir, para escribir? Aquí podríamos, si te parece, detenernos por un momento en el instrumento con el que contamos. Me refiero a la encarnizada lucha que la escritura instaura, no con las palabras sino contra las palabras, a sabiendas de que existe un real que se escabulle siempre cuando intentamos asir el mundo o, como diría Alejandra Pizarnik, una distancia insalvable entre decir «agua» y «beber».

Te abrazo,

María.

ALEJANDRO MORELLÓN

Querida María, 

Reconozco, aunque pueda parecer algo ingenuo, que me alegra la comparación de ese niño sobresaltado ante un juego peligroso. En cierto sentido relaciono el entusiasmo de la escritura con la capacidad para el asombro de nuestros primeros años —ese «madurar hacia la infancia» de Bruno Schulz—, y me recuerda a un diálogo que aparece en la novela El asesino ciego, de Margaret Atwood. En un momento le preguntan a un personaje escritor que para quién escribe en realidad, a lo que él contesta: «A lo mejor no escribo para nadie. A lo mejor escribo para la misma persona a quien escriben los niños cuando garabatean su nombre en la nieve». Quizá se escriba, entonces, para ubicarnos en un espacio y en un tiempo, para sabernos algo, para identificarnos con un instante preciso y decirle al mundo: estoy aquí. 

Pero luego la nieve se funde, claro, y la palabra que encarna la posibilidad de lo otro se desvanece, o queda incompleta. Como propones, coincido totalmente contigo en cierta incapacidad del lenguaje por representar la realidad (aunque sea la realidad inventada), y creo que ese mismo concepto de lo inaprensible, como funciona con el deseo, es el motor de nuestra escritura y de nuestra búsqueda. En El Mono Gramático se lee que el fin es la refutación y la condenación del camino, y por eso mismo entiendo que lo que está fuera de nuestro alcance alimenta el fervor escritural y da sentido al desplazamiento; aquello que no tiene fin nos obliga a buscar incansablemente nuevas maneras de lenguaje, otras formas de constituir la idea por medio de la palabra. 

En el correo anterior te/nos preguntaba si acaso el acto de escribir no estaba familiarizado con el ejercicio de rezar. Ahora, a través de tu reflexión en torno a lo real que se escabulle, se me sugiere esa misma semejanza con el deseo, con el eros griego. ¿Escribimos por una atracción subliminal hacia aquello que no podemos poner orden? ¿Escribimos porque no alcanzamos a ver el final del paisaje?

En fin, tantas preguntas.

Un abrazo grande,

A.

MARÍA NEGRONI

Querido Alejandro,

¡Cuánta riqueza en lo que dices! Me encanta el modo en que vas articulando tu pensamiento, enhebrando una idea a otra, tratando de rodear ese núcleo oscuro (y luminoso) que, por ahora, estamos llamando escritura. 

Ahora, a través de tu reflexión en torno a lo real que se escabulle, se me sugiere esa misma semejanza con el deseo, con el eros griego. ¿Escribimos por una atracción subliminal hacia aquello que no podemos poner orden? ¿Escribimos porque no alcanzamos a ver el final del paisaje?

La imagen del niño garabateando en la nieve es magnífica. No solo porque anuncia, sin que el niño lo sepa todavía, el momento en que algo se ausentará (si es que alguna vez estuvo ahí), sino porque contiene, en germen, la conciencia un poco atroz de que el deseo está relacionado con la pérdida o, lo que es igual, con la carencia. 

Mencionas en tu correo a Octavio Paz. Siempre me pareció fascinante su interpretación del mito de Sísifo en relación a este tema. Sísifo, sabemos, acarrea su piedra hasta la cumbre solo para constatar, una y otra vez, que volverá a caer. ¿Estamos en presencia de un castigo o de un don? Sin duda de un don, se apresura a responder Paz, porque paradójicamente es gracias a ese fracaso que el deseo se relanza y podemos volver a empezar.

Y aquí tocamos otro punto crucial, porque podríamos pensar que ese desfasaje o imposibilidad ontológica de «cerrar» la grieta del sentido, es el antídoto más eficaz que tenemos contra el autoritarismo. Es esa conciencia desgarrada, y no otra cosa, la que, al hacer visible la inadecuación, preserva la incertidumbre que es siempre más fecunda que lo asertivo, y confiere a la escritura su carácter inesperadamente político y necesario.

Me viene a la cabeza ahora un film del cineasta británico Derek Jarman, que tal vez hayas visto. Se llama Blue y lo filmó en 1993, cuando le diagnosticaron sida, apenas un año antes de morir. No hay imágenes en la película. Durante una hora y diecinueve minutos, no vemos otra cosa que una pantalla azul. En off, los ruidos de un hospital y la propia voz del director diciendo cosas como éstas: «Quiero compartir con ustedes este vacío, no quiero llenar el silencio con notas falsas, no quiero inventarles senderos para atravesar el vacío. Quiero compartir con ustedes este desierto, esta desolación del fracaso. Otros les han construido una autopista con carriles rápidos en ambas direcciones, yo les ofrezco un viaje sin dirección, un camino hacia lo desconocido, sin certezas, sin conclusión».

¿No te parece que esta voz podría dialogar con la del niño en la nieve? ¿con la del propio Sísifo?

Te abrazo,

M.

ALEJANDRO MORELLÓN

Querida María:

Adoro la idea de ese diálogo plausible entre el niño en la nieve, el Sísifo de Octavio Paz, y la sentencia hermosa y profunda de Derek Jarman que me compartes (no he visto Blue pero lo haré pronto, prometido). Él, por lo que entiendo, no quiere llenar un vacío sino compartir ese vacío con los demás, ofrecernos la experiencia genuina de su dolor a través de la expresión artística. Y me pregunto si acaso no sea esa —la pantalla azul—, la forma más pura del arte, sin pirotécnias, sin artificios; la manifestación de un grito a la vez único y universal. 

Por otro lado, me encanta cuando te refieres a la imposibilidad ontológica de cerrar la grieta del sentido, ese sentido en el que nos proyectamos, a través de la palabra y su mentalidad, por imposible que sea llegar a él. Entonces, sobrevuela la pregunta, ¿qué nos queda? A lo que me gustaría responder, para despedirme, con una frase epifánica de Karen Blixen: nos queda «escribir sin esperanza y sin desesperación».

Un abrazo fuerte, María

A.

MARÍA NEGRONI

Querido Alejandro,

Mucho podríamos decir todavía sobre Jarman y su pantalla azul. Tú conjeturas que esa ausencia deliberada de imágenes podría representar «la forma más pura del arte, sin pirotecnias, sin artificios». Sin duda, tienes razón. (También Mallarmé concibió la «obra perfecta» como un libro en blanco). Pero me atrevería a ir más allá: encuentro aquí, sobre todo, a un artista capaz de reflexionar sobre su instrumento (en este caso, la cámara). Esto me parece fundamental. No solo porque pone en tensión las presuntas certezas del cine, sino porque lo fuerza a extremar su propia apuesta estética. En realidad, con su parquedad y su decisión de escamotear lo visible, Jarman nos está diciendo, una vez más, que la obra de arte es siempre un salto a lo inasible y un campo de prueba para las ideas. Y esto, en los tiempos que corren, me parece prometedor.

Hemos vuelto, como ves, al punto de partida. No importa. Tal vez podríamos quedarnos con esta figura de artista y con tu cita de Karen Blixen. En ambos casos, la impronta es la misma: lo que se busca es el advenimiento escueto y asombrado de un sí, la fiesta de un vacío, la dicha de encarnar una primera persona, cada vez más imbuida de su propia ausencia.

Te abrazo, hasta muy pronto,

M.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

María Negroni. María Negroni publicó numerosos libros, entre otros: Islandia, Arte y Fuga, Cantar la nada, Elegía Joseph Cornell, Archivo Dickinson, Exilium y Oratorio (poesía); Ciudad Gótica, Museo Negro, Galería Fantástica, Pequeño Mundo Ilustrado y El arte del error (ensayo); El sueño de Úrsula y La Anunciación (ficción). Beca Guggenheim y beca Fundación Octavio Paz en poesía y Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI (México), su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, sueco y portugués. Actualmente dirige la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF en Buenos Aires. Su última novela, El corazón del daño, acaba de ser publicada por Penguin Random House.

Alejandro Morellón. (Madrid, 1985) Ha publicado los libros de relatos La noche en que caemos (Premio Monteleón 2012), El estado natural de las cosas (Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez 2017), y la novela Caballo sea la noche (Candaya, 2019). En 2019 fue elegido para el proyecto «10 de 30», emprendido por la AECID y, más recientemente, en 2021 ha sido seleccionado por la revista GRANTA como uno de los mejores escritores jóvenes en español. Vive en Madrid.

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