POR PÍO E. SERRANO
Entre octubre de 1936 y junio de 1953 María Zambrano viajó a Cuba a veces de paso, las más estancias prolongadas, pero siempre íntimamente vinculada a la vida cultural –mejor, esencial– de la isla. En la breve escala de ocho días que hizo en La Habana rumbo a Chile durante su primera visita, sin buscarlo, encontró a José Lezama Lima, y de su mano se le reveló una pasión que la acompañaría el resto de sus días: «Sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como esencia misma. Cuba: mi secreto».

María Zambrano, recién cumplidos 32 años, llegó a La Habana unos meses después del inicio de la Guerra Civil. El 19 de septiembre del mismo año, había muerto en combate Pablo de la Torriente Brau, comisario político del Quinto Regimiento y uno de los renovadores culturales de la década del veinte. Esta circunstancia, unida a la simpatía por la causa republicana compartida por un numeroso grupo de intelectuales cubanos y a las noticias –pocas– de su labor como ensayista y profesora, favoreció la grata acogida con que se la recibió. El mismo día de su llegada la invitaron a una cena en un popular restaurante habanero, de cuyo recuerdo extrae: «Fue una cena de acogida, más bien nacida que organizada […]. Se sentó a mi lado, a la derecha, un joven de grande aplomo y, ¿por qué no decirlo?, de una contenida belleza, que había leído algo de lo por mí publicado en la Revista de Occidente […]. Era José Lezama Lima. Su mirada, la intensidad de su presencia, su capacidad de atención, su honda cordialidad y medida –quiero decir, comedimiento– se sobrepusieron a mi zozobra; su presencia, tan seriamente alegre, tan audazmente asentada en su propio destino, quizá me contagió» (Zambrano, 2017, p 237).

Días después, poco antes de reembarcar, el 22 de octubre, invitada por el Lyceum y Lawn Tennis Club –una sociedad cultural y deportiva fundada y dirigida por mujeres de alta sensibilidad social–, dicta una conferencia sobre «La filosofía de Ortega y Gasset», presentada por el profesor de Filosofía Antonio Sánchez de Bustamante.

Sabemos adonde iba, pero ¿de dónde venía? María Zambrano llegaba desde Madrid en compañía de su reciente esposo –habían contraído matrimonio en septiembre– Alfonso Rodríguez Aldave, colaborador y amigo del director de Seguridad, Manuel Muñoz, y recién nombrado secretario de la Embajada de la República Española en Chile. Años atrás, en la década del veinte, María Zambrano había iniciado sus estudios de doctorado con Ortega y Gasset en la Universidad Central de Madrid, donde en 1931 impartió clases de Metafísica. Publicó sus primeros artículos y participó en las tertulias de las mujeres más avanzadas de aquellos años –Maruja Mallo, Concha Albornoz, Rosa Chacel, Concha Méndez­– y de escritores como Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Valle-Inclán y Luis Jiménez de Asúa. Opuesta a la dictadura de Primo de Rivera, participó activamente en su derrocamiento en 1930 y en el mismo año publicó su primer libro, Horizonte del liberalismo. A partir de 1931, como muchos jóvenes intelectuales, rechazó el golpe de Estado del 18 de julio; al tiempo se sumó a la proclamación de la República, se adhirió a la Alianza de Intelectuales y participó en las Misiones Pedagógicas. No se distrajo y publicó nuevos artículos en los que se perfila el germen de su lógica del sentir, un método que la distancia de la razón vital de su maestro Ortega. Profundizó en sus lecturas de Spinoza, Kant, Husserl, Hegel y Nietzsche. Igualmente decisivos para el desarrollo de su comprensión de la mística fueron entonces Ibn Arabi y Louis Massignon. Este bagaje con que María Zambrano llegó a La Habana justifica la acogida que le brindaron los intelectuales cubanos, reconociendo en ella a la ensayista y representante de la causa republicana.

Con esta primera visita, y durante los aproximadamente diez años que suman sus diferentes estancias en Cuba, María Zambrano encontró los menos dolorosos, más aliviados y satisfactorios días de su «andar errante», rodeada del afecto y el deslumbramiento que producía entre sus amigos y discípulos, al tiempo que recuperaba para sí las más hondas raíces de su existencia, emparentadas con la isla. Al respecto, escribe a Lezama: «En La Habana recobré mis sentidos de niña, y la cercanía del misterio, y esos sentires que eran al par del misterio y de la infancia, pues todo niño se siente desterrado. Por eso quise sentir mi destierro allí donde se me ha confundido con la infancia. Gracias por tenerme presente, por no sentirme lejos ni perdida, por saberme de ustedes en modo muy cercano» (en Arcos, 1996, p. 234). Y Lezama (1998, pp. 295-296), todo fervor, responde: «Si, a sus recuerdos de su infancia de Málaga, se unen los del primer día de su llegada a La Habana, donde tuve la alegría de conocerla, todos nos sentimos en buena dicha, en recuerdo disfrutado por adelantado, casi en su magia de adelantarse a la formación de ese recuerdo, el que llega y conoce al que ha llegado, paraíso y abeja, recuerda siempre ese punto alegre de coincidencia en el prodigio de las islas». A su eco se unen Gastón Baquero –«¿Y qué olvidar de aquella manera tan suave pero profunda, acerada, que posee María Zambrano para explicar un texto de filosofía griega o una visión de Séneca?»–, Cintio Vitier –«No solo en ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir»–, Fina García Marruz –«Nunca he oído dar clases así, ya que no “exponía” un pensamiento sino que lo transparentaba, como un cristal»– y Eliseo Diego –«Nos reuníamos en torno a nuestra María, solo por el placer de escucharla. Hasta el propio José Lezama Lima callaba para oírla»–.

A su regreso de Chile en 1937, donde publica su segundo libro, Los intelectuales en el drama de España –un texto de circunstancia pero cargado de una ingente reflexión sobre la exigencia intelectual–, Zambrano y su esposo llegan a una España ya en plena Guerra Civil. Él se incorpora al Ejército y ella, en Madrid, colabora con artículos y ensayos en la revista Hora de España, donde conoce a Simone Weil, la ensayista que tanto habrá de influir en su pensamiento espiritual, lista para incorporarse como brigadista internacional a la Columna Durruti en el frente de Aragón. Viaja a Valencia para participar en el II Encuentro Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, donde se encuentra con los cubanos Juan Marinello, Félix Pita Rodríguez, Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, entre otros. Zambrano atraviesa una crisis originada por el desarrollo de la guerra y a comienzos de 1939 viaja a Francia, en compañía de su madre y de su hermana Araceli, para trasladarse a México con su marido, invitados por la Casa de España en México. Es destinada a la Universidad de Morelia, donde publica uno de sus textos centrales, Filosofía y vida, esencial para la comprensión de su razón poética. Pronto siente la angustia que le provoca la necesidad de comunicación, la cercanía de otros refugiados españoles y la cálida amistad de sus amigos cubanos, y, por segunda vez, viaja a Cuba en 1940, una circunstancia que le permitirá hasta 1946 un ir y venir entre La Habana y San Juan de Puerto Rico. Propiciatoria para este viaje debió ser la carta que en febrero de 1939 Rodríguez Aldave escribió desde París a Chacón y Calvo. En ella anuncia que él y su mujer piensan ir a América y residir un tiempo en Cuba, donde ambos podrían dar conferencias; al tiempo sugiere la intervención de Chacón ante la Hispano-Cubana, la Universidad y el Lyceum para ser invitados. Y añade Rodríguez Aldave que, de ser aceptados, se les adelanten en París los honorarios que se estipulen (Chacón y Calvo, 2009, pp. 154-157).

Ya en La Habana, Rodríguez Aldave, historiador, realiza investigaciones en el Archivo Nacional y dicta varias conferencias. En lo que respecta a María, invitada por diversas asociaciones culturales y por la universidad, la esperan varios ciclos de conferencias. El primero en la Institución Hispano-Cubana de Cultura, fundada y dirigida por Fernando Ortiz, y quizá el centro cultural de la sociedad civil que más cercano se mostró en la acogida de los intelectuales republicanos que llegaban a Cuba, todos necesitados del circunstancial amparo económico que se les brindaba y, sobre todo, del reconocimiento y el afecto con que eran recibidos. Unos años antes, habían sido invitados Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez. El tema sobre el que discurrió este primer ciclo de conferencias fue la presencia de la mujer en la historia de Occidente y la necesidad de atender a su voz en los momentos de crisis. Estas se titularon «La mujer en la cultura medioeval», «La mujer en el Renacimiento» y «La mujer en el Romanticismo», y fueron recibidas con entusiasmo por las mujeres cubanas que reclamaban la equidad social y política y que en 1918 lograron la aprobación de una ley de divorcio, entre las primeras en el ámbito hispánico; en 1934, un año después de España, obtuvieron el derecho al sufragio electoral y en 1940, coincidiendo con la llegada de Zambrano, consagraron sus derechos en la recién aprobada Constitución.

José María Chacón y Calvo, director del Ateneo de La Habana y director de Cultura de la Secretaría de Educación, invitó a Zambrano para que impartiese en el Ateneo un ciclo de conferencias sobre «La mística española: san Juan de la Cruz» y un curso compuesto por cinco lecciones sobre «Los orígenes de la ética». El curso incluía una sesión titulada «Ortega y Gasset y el pensamiento español», y Zambrano pidió a Chacón que la eximiese de la misma: «[…] hHa llegado a mí la posición franquista de Ortega y ya es algo muy por encima de mis fuerzas el hablar sobre él. No me lo imagino. ¿Qué quiere usted? Al lado de ellos no puedo componer su figura, tan venerada, junto con tanta y triste vaciedad espiritual» (Dosil, 2010, pp. 134-135).

Todavía tuvo fuerzas para dictar en el mes de octubre dos conferencias en el aula magna de la Universidad de La Habana y disponer su viaje a Puerto Rico, invitada por la Asociación de Mujeres Graduadas de la Universidad de Río Piedras, donde es cálidamente recibida por el rector Jaime Benítez, por la infatigable gestora cultural Nilita Vientós, el ensayista Tomás Blanco, el antropólogo Ricardo Alegría y, entre otros intelectuales, el escritor Luis Muñoz Marín, que sería elegido primer gobernador de la isla en 1948.