POR EDUARDO RUIZ SOSA
Paco Robles, leyendo. Foto cedida por Candaya.

Conocemos que el año de publicación de la primera parte del Quijote es 1605. Sin embargo, su edición e impresión data de diciembre de 1604. Quizá sea la primera de una larga lista de coincidencias en una trama que nos lleva de aquel Francisco de Robles, editor del libro de Cervantes, a nuestro Paco Robles, nuestro editor, con Olga Martínez, de lo que podríamos llamar, no un reino, sino una república editorial: Candaya. La coincidencia está en que el primer libro de Candaya, Contra la vida quieta, la poesía reunida del paraguayo Elvio Romero, salió de la imprenta en diciembre de 2003; sin embargo, durante mucho tiempo, la confusión sobre la fecha de origen de la editorial se volvió un curioso y recurrente equívoco. ¿En qué año nos mudamos a Les Gunyoles?, Cuando el Miqui tenía tantos años; ¿Cuándo llegamos a Arenys?, ¿En qué momento fue el primer viaje a Guatemala? A lo largo de muchas conversaciones, el origen de Candaya se situaba en el año 2004, cuando se sucedieron las primeras presentaciones, la salida al mundo de ese primer libro.

Me está costando mucho escribir este texto, hilar con claridad una serie de ideas que puedan hacer un justo homenaje a Paco Robles. Algo por dentro sigue temblando. El primer párrafo, frío seguramente, lleva escrito algunas semanas, incompleto, sin que me diga nada sobre lo que el Paco ha significado para mí, sin que pueda decir a nadie lo que Paco ha significado para tantos. Me costó casi un año escribir sobre mi madre después de su muerte. No será este mi texto sobre el Paco, quizás apenas un primer esbozo. Pero entonces pienso que a veces uno escribe cosas desde antes, desde un pasado lejano, que prefiguran el amor y la admiración, que no son predicciones sino deseos, o búsquedas que toman la forma de un relato que en un principio pensamos que tenía que ver con ciertos asuntos bien definidos pero que, luego, con el tiempo, se nos revelan.

Veo su fotografía, la que ilustra este texto, que acompañó a la Olga durante los 16 días de la feria del libro de Madrid este año: tiene en las manos un libro abierto al que una luz intensa, que entra por la ventana que está detrás de él, difumina el texto. Con dificultad, asomándose mucho, tanto que uno casi está ahí, con él, se ven apenas las sombras de algunas palabras, el último párrafo de la página. Me gustaría saber qué libro lee, a qué palabras se asomaba entonces

Todavía no lo conocía yo al Paco cuando perfilé los contornos vivos de un personaje que se llama Eliot Román, que vivió en Órabá hacia los años setenta, que fue miembro activo de los Enfermos (Enfermos de rebeldía, de revolución, Enfermos de libros) y que enterraba y desenterraba libros subversivos y los llevaba entre la ropa de aquí para allá diciendo algo así como «Vengo lleno de biblioteca». La literatura no inventa el futuro, nos lo descubre: así veía yo al Paco (y así veo a la Olga también, con sus bolsos rebosantes de ejemplares, con la cabeza habitada por los libros que han publicado, con la voz siempre dispuesta a hablar de sus libros, porque son de ella y son del Paco), así lo veo todavía: lleno de libros siempre, por dentro y por fuera, en cajas atiborradas en el coche cuando íbamos a alguna feria o a alguna ruta, en el garaje de Les Gunyoles, entre las manos, a su lado en la mesa de un bar en la arena de una playa; y lo veo al Paco diciendo algo así como «Vengo lleno de libros», o mejor: «Vengo lleno de Candaya». Algo por dentro de él era, en esencia, literatura. Lo recuerdo caminando de la mano de la Olga en el huerto de Calixto y Melibea en Salamanca, el año pasado: los recuerdo y me parece que aquello era como leer, como si leyeran caminando.

El Paco era capaz de lanzarse a lo más hondo, a lo más escondido de un texto apenas germinal, durante horas y días, durante madrugadas enteras, hablando a través del teléfono o ahí mismo, delante de uno, al otro lado de la mesa, para desenterrar el libro que hay dentro del libro que uno construye a golpe de balbuceos, para arrancar párrafos y líneas como si fueran piedras y raíces y así escuchar el pulso, el pálpito de lo que uno quiere decir y no sabe todavía cómo.

Creo que es importante decir esto: dos momentos fundamentales de la literatura de habla hispana del siglo XXI son responsabilidad de Paco y Olga, de una editorial pequeña que fundaron dos profesores de instituto y que fue creciendo con los años: el primero, la publicación de Nocilla dream en 2006, que abrió puertas para una generación de autores y que fue decisivo en un importante proceso de transformación literaria en España, que trajo una forma particular de pensar la literatura que hoy en día es parte incuestionable del panorama. Fueron ellos quienes tuvieron esa visión. Luego, diez años después, porque así son las coincidencias, porque a todo le buscamos sentido, el asidero que necesitamos para no ir más allá, más abajo; diez años después, decía, Candaya publicó Nefando, y el ambiente, ahora a mayor escala, volvió a cambiar: no digo que ese libro o esta editorial sean responsables del intenso movimiento de autoras latinoamericanas que en los últimos tiempos nos han sacudido, pero es justo reconocer que la publicación de Nefando, primero, y de Mandíbula, después, el trabajo que ellos pusieron en visibilizar estos, y otros libros, fue decisivo para que hoy en día se sigan caminos que antes no eran tan transitados.

Escribo lo anterior y no sé si de verdad es tan importante. Para Paco y Olga la edición es mucho más que eso. Nunca los he escuchado decir algo como lo escrito en el párrafo anterior. Siempre ha sido hablar de libros y lectores, de libros y autores, de lo que se siente leer tal o cual cosa. Y han tenido el tino de provocar coincidencias, de modificar rumbos, de forjar vínculos entre los otros. La fórmula del mercado no era la del Paco (Esto es el mercado, decía a lo lejos, a través del cable del teléfono, la última vez que escuché su voz), ni es tampoco la fórmula de la Olga; lo suyo, su secreto, es otro. Les debo el lazo con tantos amigos a través de sus libros: Álex, Laureano, Aitor, Diego, Ernesto, Daniela, Fernanda, Agustín, Luis, Dani, Patricia, Juan, Miguel, Olivia, Tomás, Alejandro, Mónica, Gustavo, Sara, Mario, Cristina Falcón, Garriga Vela, Bruno, Carlos, Jorge. No escribo más nombres, no terminaría. No nombro a los otros, a los que nos acompañan y nos leen, porque sería entonces pasar una lista muy larga. Estoy sentado en el local de Candaya mientras termino de escribir esto, desde hace días, desde la noche anterior en casa, y miro las fotografías de los autores, sus rostros, y me parece que cada uno, desde donde está, echa un vistazo a algún lugar buscando al Paco. Como si estuviéramos perdidos.

Otra coincidencia, otra curiosidad para no irme más lejos, para no perderme más, ahí donde señalan esos ojos que me rodean: se sabe también que aquel Francisco de Robles incitó a Cervantes a la escritura de la segunda parte del Quijote; algo así fue lo que sucedió cuando Paco y Olga recuperaron del silencio al poeta venezolano Pepe Barroeta, luego de más de diez años de no escribir. ¿A cuántos de nosotros nos han recuperado de ese silencio? Lo veo al Paco recorriendo la casa de mi abuela materna, en Culiacán, una casa que ya se iba quedando en un resto, en algo que se venía abajo, rescatando de aquel desastre retazos que guardó como fotografías; y luego lo veo, con Olga y Miguel Serrano, al pie de la cama de ella, mi abuela que a veces me reconocía y a veces no, escuchándola con atención, como si en ese escucharla pudiera salvar algo también.

Fue el propio Paco el que me contó de la coincidencia del nombre con el editor del Quijote. Bromeábamos sobre eso, y sobre los antepasados, sobre ese palacete en el que vivió durante un año en la infancia, cuando recién llegada la familia a Barcelona, al Poblenou, desde Jerez de la Frontera, la abuela reclamó que se habían quedado muy solas en el pueblo y pidió que le mandaran a un niño. Le tocó a él. Así que volvió al campo y al poco tiempo se vio viviendo en aquel palacete en el que trabajaba su tía. Siempre recordábamos la anécdota del escupitajo: él quería salir a la calle a jugar con los otros niños, y la abuela escupía en el suelo caliente de Andalucía: Vuelve antes de que se seque, era la orden. Siempre que pienso en esa historia intento imaginar el gesto del Paco, la mirada, esa sonrisa con la mitad de la boca, una cierta tristeza, una ironía profunda. Hasta ahí, a un centenar de metros, rastreé yo los orígenes del apellido de mi madre: Ponce. Éramos vecinos, Paco, le decía yo, aunque el origen de la familia sea más lejano, de una imposible colindancia. Pero nos hacía reír esa especie de aristocracia absurda que nunca llegó a tocarnos.

Lo recuerdo al Paco en un viaje por Mallorca, con un descapotable sin capota; lo recuerdo atento, en Culiacán, escuchando leer a los escritores más jóvenes; lo recuerdo buscando siempre las terrazas de los bares; lo recuerdo la primera vez que hablé con él y con Olga, en Besalú; lo recuerdo grabándome mientras yo inflaba a pulmón un colchón hinchable en Madrid; lo recuerdo el último día que lo vi, en el Poblenou, su barrio de Barcelona

Reír con el Paco es una de las cosas que más he echado de menos desde que no está aquí. ¿Qué es lo que tiene la risa que nos aproxima con tanta fuerza a los otros? Hago un esfuerzo por recordar las cosas sobre las que reíamos, los chistes repetidos que nos contábamos una y otra vez, las anécdotas de viajes y encuentros y lugares y gente. Veo su fotografía, la que ilustra este texto, que acompañó a la Olga durante los 16 días de la feria del libro de Madrid este año: tiene en las manos un libro abierto al que una luz intensa, que entra por la ventana que está detrás de él, difumina el texto. Con dificultad, asomándose mucho, tanto que uno casi está ahí, con él, se ven apenas las sombras de algunas palabras, el último párrafo de la página. Me gustaría saber qué libro lee, a qué palabras se asomaba entonces. No sé qué significado tendría para mí. No es una foto reciente. Sé cuál es el último libro que leyó el Paco. Pero de alguna manera ahora todo es un símbolo, todo es una revelación, todo tiene una hondura en la que encuentro indispensable adentrarme.

Francisco de Robles, el editor de aquel Quijote, murió en 1623. 400 años después, nosotros hemos perdido a nuestro Paco Robles, el editor de nuestros Quijotes. Y es normal esta sensación de zozobra, de naufragio, de cientos de brújulas con el norte perdido, de voces que se siguen quebrando. Pienso en unos versos que Juarroz le dedicó a Antonio Porchia tras su muerte: «Hemos amado tantas cosas juntos/que es difícil amarlas separados». Es verdad que pienso en el Paco cuando pienso en esos versos. Pienso en otras personas, también, que residen en la distancia del morirse. Pero pienso también, y sobre todo, en Olga. Pienso en ti, Olga. Que en cada palabra dicha sobre el Paco, aquí o donde sea, también estás tú. Que los ojos de las fotografías en el local de Candaya, y los ojos del Paco en su retrato recién colocado, también te buscan a ti. A ti te buscamos para no perdernos más.

Ser Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard, escribió Borges en aquel cuento que todos conocemos y que, aquí, también, como las coincidencias de nuestro Paco con aquel otro Francisco de Robles, sirve para el título, sí, y para que este texto parezca algo más que una costura deshilachada de algunos recuerdos míos sobre el Paco, apenas un puñado, porque no da el tiempo, pero sobre todo porque no doy yo. Todavía no, y sin embargo, hoy, 21 de junio de 2023, a poco más de un mes de los primeros seis sin el Paco, vuelvo a creer, como me ha pasado en otras ocasiones, en la necesidad de nombrar a los que no están, repetir sus nombres siempre que sea posible. Lo recuerdo al Paco en un viaje por Mallorca, con un descapotable sin capota; lo recuerdo atento, en Culiacán, escuchando leer a los escritores más jóvenes; lo recuerdo buscando siempre las terrazas de los bares; lo recuerdo la primera vez que hablé con él y con Olga, en Besalú; lo recuerdo grabándome mientras yo inflaba a pulmón un colchón hinchable en Madrid; lo recuerdo el último día que lo vi, en el Poblenou, su barrio de Barcelona. Lo recuerdo a Paco Robles. Lo recuerdo a Paco Robles. Lo recuerdo a Paco Robles.