POR DAVID LORENTE FERNÁNDEZ

 Pero esto es Lima, piensas, esto es peor que cualquier infierno, gritas, esto es una puta maravilla.

Jeremías Gamboa, «Tierra prometida»

 

He llegado y llego a Lima muchas veces y quedo siempre atrapado por la fisonomía de la ciudad, esa desmesura de edificios de colores desleídos y la apoteosis de la avenida Tacna que se conserva tal y como la imaginas al principio de Conversación en la Catedral. Desde que Zavalita salió del periódico La Crónica y vio el mediodía gris todo sigue igual, un escenario literario sin adulterar. La avenida Tacna es una alegoría en sí misma, cautivadora, mostrando las inmensas moles detenidas en sus colores azul o amarillo que obligan al transeúnte a detenerse y reconocer algo trascendente detrás de la decadencia y la ruina. Y uno reflexiona ante esa atmósfera sin amor que aún tiene empero la frescura de la realidad real, sin desvirtuar. Pero el vendedor de palomitas que empuja su carrito bajo el sol te saca de las disquisiciones literarias y te devuelve a una vida que transcurre y es el mundo de hoy.

Esos taxis amarillos, la calle entera, ese río caudaloso entre el tráfago de transeúntes y los cláxones y detrás de ti está el rosa de Santa Rosa de Lima, el convento, y hay que entrar. Ese lugar sagrado con su patio de sobriedad exultante y el olivo aclimatado y la ermita de adobe de Santa Rosa y un pozo de peticiones donde uno ve a fieles de verdad acercando con una escoba las cartas detenidas a medio camino para dirigirlas hacia las profundidades y también pones tu velita ante la figura de la santa antes de regresar a Tacna y recorrer las tienditas con los santos, crucifijos, limpias, leo cartas, cactus san Pedro cortados y alineados en cajas como proyectiles verdes sobre la avenida, cuidan tu casa, plántalos, porque silban y espantan al ladrón, y la explanada del convento ya quedó atrás pero los turrones Doña Pepa te asaltan y no, no quiero, tome, pruebe, no, el Señor de los Milagros y ya voy caminando, gracias a Dios, hacia el Jirón de la Unión.

Saturando el Jirón corre el río de gente que varía con el día, la estación, la hora. Serranos, amazónicos, afroperuanos, costeños y limeños de San Juan, sí, de Lurigancho, del cercado de Lima o el Callao. El ir y venir del Perú de todas las sangres donde yo me quiero a veces confundir y arriba el cielo: una cinta gris en invierno, una luz azul en verano que hace brillar las paredes del Jirón y lucir los colores amarillos, cremas, ocres. Ajedrezado, embaldosado, cada vendedor, cada esquina. Con sus fachadas intocadas o recién estrenadas, las zapaterías en rebajas, los cines huachafas, esas heladerías o pollerías haciendo cola, alguna balconada calcinada tornada sin intención en leyenda tras el incendio, incorporada al acervo irrepetible de la ciudad, álbum de fotos que incluye historicidades y no sólo instantáneas de instagram. Y el hombre de las llamadas llamadas llamadas; puedes hacerla en su celular y pagar al final, y viajar libre de él por las calles, qué liberación, ¡la modernidad de alquilar tu celular y olvidarlo al colgar! Me pareció ver a ese señor, ¿el de La tía Julia y el escribidor?, sí, con tenis y sus legajos. Y los vendedores de tatuajes y los cambistas de la calle que si sube que si baja el euro o el dólar y ya ves esos dos clásicos pasajes que perforan las entrañas del Jirón, que es igual pero cubierto y luego descubierto porque sale por detrás. Con internet rudimentarios de teclados repintados y cabinas separadas, y si quiere usted comer vaya a la emolientería a la vueltecita o a la cevichería, que con ellos compartimos el almuerzo desde hace años. Y en la pizarra con sus trazos de colores ves el menú del Brisas Marinas y ya te disfrutas ese caldito con sus mariscos en parihuela, ay qué cazuela. Y es que en este país siempre es a cual mejor todo su sazón. ¿No comían por acá aquellos de Los últimos días de la Prensa? Y ya tan contento sales de nuevo al Jirón para recibir al vendedor que va caminando, mira mirando, canta cantando su mercancía, el manual el manual el manual del pendejo, pero del vivo, del avispado, siempre aprestado, en ese mundo, algo difícil, de las entrañas de la ciudad, entrevisto por el niño Julius desde la ventanilla del coche, un aguafuerte quizá naufragado, a contra corriente, superviviente.

Escucha bien porque el Jirón tiene su música, su ritmo y su canción, que es un bordoneo de mucha gente pero en el que también hay un sonido diferente que emerge como una salsa y le da vida al caminar: distínguelo, sale de todo, son altavoces, la banda sonora, disimulada, pero apreciada, quiero-contarle-mi-hermano-un-pedacito-de-la-historia-negra ¿No le pegue a la negra? Y ya está ahí el gran corazón, la azafranada Plaza de Armas, donde espere, hay unas rejas, pero ya no, ya pasó la procesión y pasa ya una comparsa cascabelera y esos danzantes con estandarte, y se abre, inmensa, la noble plaza, ya estás, ya llegaste.

¿Pero dónde está Supermán? Mario Testino lo inmortalizó en su clásica foto, y a ese señor, al Abelino, aún hoy lo encuentras en los soportales y es probablemente el único hombre en la Tierra que vive a diario de ser Supermán, con su traje azulado y sus lentes de pasta, engominado, flequillo curvado, roja la capa y ese caminar, como en el cine, te explica él, y ves llegas alcanzas el palacio nacional donde la guardia presidencial —platea los instrumentos el sol— interpreta las músicas más modernas a ritmo de marcha militar. El Rocky’s con su jugo multicolor de frutas surtidas pero te distraen los selfis junto a la fuente inaugural, frente a la catedral, monjas, gringos, adolescentes, fotógrafos salidos de un tiempo anterior; te detienes un minuto, a esperar. Y levantas la vista.

Piramidal, bien recortado. De día, casas y casas, coloreadas, escalonadas, acumuladas, hasta la cima con su explanada. Subes en el pequeño bus al Cerro San Cristóbal: inmensidades urbanizadas, azul-verde, lima-rosa-naranja-rojo-turquesa, casas y casas intercaladas, sobrecargadas, es ese vértigo en diagonal, Lima la horrible, vida exultante, te sobrecoge. Y suspendidos en las alturas están los altares, colmados de velas, llenos de peticiones, quizá en las cumbres más altas de Lima, a este gran Cristo-Cerro tutelar.

De noche decidiste bajar hacia el río, buscar el puente Rayitos del Sol, un lugar-tránsito que es un lugar. Asistir al espectro iridiscente, intermitente, de los multicolores rayos del astro rey. Suspende sus pasarelas amarillas primero sobre el río, está allá abajo, no hay que mirar, pero después está abajo la gran avenida Evitamiento y uno, intrigado, puede sobre sus barandillas acodarse en plena noche a observar. Corre a tu lado en dos direcciones un torrente de gente. Y abajo pasan pegados unos a otros, y lo ves por encima, los remolques de mercancías abasteciendo a la ciudad: papas, yucas, lechugas, camiones con muebles, coches desvencijados y algunos importados, motos intersticiales interminables en su discurrir. Pero levantas la mirada y domina el perfil del Cerro San Cristóbal. Dale tu adiós. Recortado contra el cielo nocturno, casas cerca de la cumbre, uno imagina los Andes allí enclavados, camuflados, contenidos, como los santuarios excavados en la roca llenos de peticiones y velas de colores.

La mañana siguiente o el día anterior, no recuerdas, llegaste al mar y regresaste, avanzabas hacia la costa, esa otra Lima, cerca y vecina, pero tan lejos, siempre distante, nunca nombrada con este nombre, sino aludida por los distritos que ribetean sus acantilados a orillas del mar. El olor salado invade la atmósfera y surge la línea brumosa, promesa de brisa, mar turbio y cegado, esmeraldado, gema opacada, algas que flotan, fragor apagado de ese océano roto en espumas, de piedras negras, verde botella.

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