POR FERNANDO DÍAZ RUIZ
Escritor, diplomático y periodista infatigable, aún en activo a sus ochenta y ocho años como columnista del diario El Tiempo, Plinio Apuleyo Mendoza (Boyacá, 1932) es conocido fuera de Colombia por El olor de la guayaba: Conversaciones con Gabriel García Márquez (1982) y un éxito de ventas como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), escrito junto a Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, que ha encadenado varias reediciones y secuelas. Sin embargo, es también el autor de una producción literaria opacada por su amistad con el escritor de Aracataca durante muchos años y la repercusión de los numerosos textos que ha publicado sobre él; por el reciente redescubrimiento de la crítica literaria colombiana de la obra de su exmujer, la escritora barranquillera Marvel Moreno (1939-1995); así como por el rechazo que provocan en los sectores progresistas de Colombia su defensa del controvertido presidente Álvaro Uribe (2002-2010) o su oposición a los Acuerdos de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

A continuación, analizaré esta producción literaria, compuesta por tres novelas: Años de fuga (1979), Cinco días en la isla (1997) y Entre dos aguas (2010) y un volumen de cuentos titulado El desertor (1973). Y es que, a pesar de la machista y estereotipada representación femenina de su primera y ambiciosa novela Años de fuga (1979), ya señalada en su época por Wolfgang A. Luchting (1980), la narrativa de Mendoza tiene la virtud de ilustrar como pocas la deserción de la izquierda de un buen número de escritores latinoamericanos de la generación de García Márquez a partir de los años setenta del siglo pasado. A este mérito, habría que sumarle la valía de sus creaciones artísticas como «expresiones de la conciencia social y la memoria colectiva» colombiana, aspecto apuntado a finales de los años ochenta por críticos como Bogdan Piotrowski (1988), que, como trataremos de demostrar, puede aplicarse a toda su obra literaria.

En un dosier sobre los contemporáneos olvidados del premio Nobel colombiano merece la pena rescatar la narrativa de un escritor que, como Mario Vargas Llosa y otros tantos, pasó del comunismo militante a un liberalismo más o menos reaccionario, una metamorfosis a la que no son ajenos sus personajes protagonistas, en el caso de las novelas de Plinio A. Mendoza, sus auténticos alter ego. Al hacerlo, no dejaremos de subrayar los méritos literarios de una obra, donde brilla con luz propia su ópera prima: El desertor, un volumen cuya calidad ya fue destacada por el reputado hispanista francés Jacques Gilard (1943-2008) en el número 24 de la revista Caravelle (1975) y ratifica la selección de uno de sus cuentos en el segundo tomo de la antología Cuentos y relatos de la literatura colombiana de Luz Mary Giraldo.

 

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Figura destacada del colombianismo en Europa, Gilard fue el primer crítico que señaló fuera de su país el valor de los cuentos de Mendoza, al que entrevistó en Caravelle un año después de su reseña. Casi medio siglo después, dicha entrevista constituye un texto clave para comprender su visión del oficio del artista en la sociedad latinoamericana de su época, así como la génesis, motivaciones y claves de su literatura. El escritor esboza en ella una teoría sobre la evolución social e ideológica de los jóvenes universitarios de su generación, educados en sociedades clasistas y enormemente desiguales, que, una vez llegados a la edad adulta, se ven obligados a tomar una decisión vital que los lleva en una u otra dirección. Llega además a la conclusión de que los personajes más logrados de algunas de las mejores novelas del boom, por ejemplo, el Oliveira de Rayuela (1963), el Zavalita de Conversación en La Catedral (1969) y el mismísimo coronel Aureliano Buendía de Cien años de soledad (1967), son trasuntos literarios de sus autores: «Sí, no hay duda: Oliveira es el doble de Cortázar; Zavalita, el doble de Vargas Llosa: lo que habrían sido si no hubiesen intentado una integración crítica al mundo que los expulsó a través de la literatura» (227).

Por su originalidad e importancia a la hora de prefigurar el elemento más interesante de su narrativa: la crónica del desencanto y de la deserción del proyecto revolucionario de un núcleo importante de una generación, reproducimos a continuación la parte de la entrevista donde expone su concepción de esa «tercera categoría» de latinoamericanos, la de «los marginales», «los escapistas», «los bohemios» y «los ratés», especie a la que, en un paréntesis más que revelador, denomina como la de «los desertores», y en la que se incluye, junto a dos de sus más célebres contemporáneos: su amigo Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa (227).

Yo creo que en todas partes, pero muy especialmente en América Latina, escribir es secretamente un acto de protesta, una manera de salirle al paso a muchas frustraciones. El escritor es un derrotado de la vida cotidiana, dice Mario Vargas Llosa. Y García Márquez confiesa que empezó a escribir cuando descubrió que no servía para nada. Personalmente, he creído por momentos interesarme a fondo en el periodismo, la política y aun los negocios. Pero no era cierto: en el fondo advertía una insatisfacción latente, que no siento cuando estoy escribiendo.

¿De dónde sale entre los latinoamericanos este sentimiento de frustración? Tengo una vaga sospecha: de un desfase profundo entre nuestros sueños de adolescencia, que postulan un cambio total de la sociedad y de sus valores, y la realidad que parece a veces una piedra inamovible. Más que en Europa, quizás, las universidades son fábricas de sueños, guetos de la inconformidad, en América Latina. Cuando salimos de allí, despertamos a la realidad de un mundo que concede pocas opciones. Algunos conservan esa intransigencia y esa candidez vertical de la adolescencia, ese rigor, ese fervor: Camilo (Torres), el Che Guevara, por ejemplo. Incapaces de ceder en el plano de los principios, trasladan a la política su sentido ético, lo subliman en vocación revolucionaria, y mueren casi siempre, son sin remedio liquidados. Representan la nueva versión de Cristo y sus apóstoles. Luego están los otros, la mayoría, los que se integran, transigen, se acomodan a la realidad sin tratar de cambiarla bruscamente. Si tienen la suficiente astucia, inteligencia y oportunismo, triunfan, desde luego, a su manera, pero su triunfo, secretamente, está doblado de mala conciencia. Y en fin, entre el sacrificio extremo de los que intentan demoler una sociedad y los que admiten todas sus reglas del juego, queda una tercera categoría compuesta por los marginales (los desertores, sí), los escapistas, los bohemios, los «ratés», cada vez más numerosos en América Latina (227).

 

Hijos de la frustración, derrotados de la vida cotidiana, inútiles que no sirven para nada, insatisfechos, marginales, escapistas, bohemios, fracasados… (227). Resultan tan variados los calificativos empleados por Mendoza para caracterizar a esos jóvenes latinoamericanos que, durante la década de los setenta, optaron por una tercera vía, a caballo entre la vocación revolucionaria y la rendición ante la injusta realidad de sus sociedades, que el texto se constituye como una prueba más de su talento.

Tras este pasaje, continúa contándole a Gilard que esta frustración y sentimiento de fracaso no es sólo el tema principal de la nouvelle que da título a su recién publicado libro, sino también de la novela en la que anda trabajando —publicada tres años después bajo el título de Años de fuga—, donde según comenta: «pretende indagar qué ocurre con los desertores cuando se expatrian» (228). Hoy podemos asegurar que esta indagación es el tema central no sólo de esta novela, que recibió el primer premio de novela colombiana Plaza & Janés, sino de toda su obra literaria. Para demostrarlo, comenzaremos comparando la teoría de Plinio A. Mendoza para explicar lo ocurrido con los jóvenes de su generación, citada arriba, con la explicación de Andrés, el protagonista de «El desertor», a su decisión de dejar Colombia en el último capítulo del relato:

Quisiera recuperar el interés que tenía por las cosas a los veinte años. En esa época, recuerdo, estaba en la universidad, y muchos pensábamos que nos correspondía cambiar el país. La verdad es que algunos han llegado a ser pomposos ministros, y nada ha cambiado; otros quisieron ir más allá, y han muerto. Otros quedamos a la deriva. Total, el país terminó cambiándonos a nosotros. Fíjate, me gustaría saber ahora por qué (82).

 

La comparación habla por sí sola. Esta novela corta, que examinaremos en la última parte de este ensayo, no es sólo uno de sus mejores textos literarios, sino la primera demostración de que los sentimientos y opiniones de sus personajes protagonistas coinciden en un sinfín de casos con los de su autor y, lo más importante de todo, realizan una radiografía sentimental de una generación desencantada. Y es que, aunque Harold Tenorio Alvarado acuñó este término en 1985 para denominar a la generación de poetas colombianos nacidos en los años treinta y cuarenta, que comenzó a publicar en la década de los setenta en una Colombia en vías de desaparición, marcada por unas ciudades llenas de desplazados tras «La Violencia» que asoló el país tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948 (35), creemos que Plinio Apuleyo Mendoza encaja perfectamente en ella. [1]

Entrando en el análisis formal de su obra de no ficción, éste revela que tanto El desertor como sus tres novelas comparten una estructura narrativa marcada por:

– La presencia de un personaje protagonista que es un alter ego de Mendoza, un escritor o periodista colombiano de idéntica edad al autor (Andrés en «El desertor»; Ernesto en Años de fuga; Manuel en Cinco días en la isla y Martín en Entre dos aguas).

– Una historia caracterizada por el relato de las aventuras amorosas y vitales de su personaje protagonista (hoy en día poco digerible por su donjuanismo y esnobismo europeizante), aderezada con un interesante recorrido crítico por la historia colombiana desde la década de los cuarenta hasta principios del siglo xxi, formado por sus recuerdos juveniles del Bogotazo, del cura guerrillero Camilo Torres, de sus tiempos como dirigente de las Juventudes del Movimiento Revolucionario Liberal, germen del Ejército de Liberación Nacional (ELN), y por el relato de la Colombia asolada por la violencia de la guerrilla y el narcotráfico de finales del siglo pasado.

En el caso de «El desertor» y, sobre todo, de Años de fuga, su novela más ambiciosa, destaca también la calidad y complejidad de los puzles armados por el escritor boyacense, cuyas continuas analepsis e inserciones de «inter-capítulos» mantienen a los lectores enganchados a la historia. Además, se trata de textos que hoy despiertan interés por ser la transposición literaria de «la frustración y el desencanto» generados en Mendoza y muchos de sus coetáneos, por la asunción del fracaso de sus ilusiones revolucionarias:

¿Visión pesimista? Probablemente. Pero de un pesimismo relativo, en la medida que sólo revela la manera como nuestra conciencia ha traducido el fracaso de la ilusión revolucionaria de la década del sesenta. Teóricos y políticos explicarán, seguramente, dónde estuvo la falla y propondrán otras pautas de acción. Es su oficio. Uno, como escritor, no trata de meter de contrabando análisis políticos o ideológicos en sus novelas (ellos alimentan a veces una pésima literatura), sino de hablar de esas cosas como las ha sentido (228).

 

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Un cuarto de siglo separa la publicación de «El desertor» en 1974 y de Cinco días en la isla, probablemente la novela de Mendoza que mejor resistirá el paso del tiempo, dada la urticaria que hoy en día provoca el sesgo machista de las representaciones de los personajes femeninos de Años de fuga y el maniqueísmo de Entre dos aguas. Esto no es óbice para que el escritor colombiano haya sabido insertar en ellas dos pasajes, que reflejan magistralmente la evolución ideológica de este pesimismo y su desencanto revolucionario. Nos referimos a los dos en que los protagonistas, hombres con una juventud marcada por su simpatía con la guerrilla y la lucha callejera contra la dictadura de Rojas Pinilla (1953-1957) y el régimen del Frente Nacional (1958-1974), descubren los homenajes a dos guerrilleros muertos.

En el primero de ellos, Andrés, un joven abogado que ya ha decidido abandonar el país, se cruza con una pintada en un muro en recuerdo a un guerrillero muerto, Ramiro Osorio (Osorito), encuentro con el que concluye la nouvelle «El desertor» (82). El segundo narra el descubrimiento de que la brigada guerrillera que ha asesinado a Tomás, el marido de Claudia Aristigueta, y amenaza con hacerlo con ella, se llama Brigada Jesús María Rozo, en homenaje a su secuestrador, quien, tras haber sido eliminado por paramilitares pagados por el propio Tomás, ha sido convertido en «mártir de la causa revolucionaria» dando nombre al grupo armado que ha convertido en viuda a Claudia (302).