POR MANUEL ALBERCA
Ramón confundía o consideraba equivalentes tres registros biográficos distintos: el retrato, la efigie y la biografía (véase Ioana Zlotescu, «Preámbulo», en Obras completas, xvi. Ensayos/Retratos y biografías, i. Efigies, Ismos, Ensayos). En realidad, no le preocupaban apenas estas disquisiciones teóricas, porque lo importante no era el logro del molde o la forma, sino alcanzar el ser profundo de sus personajes. Como él mismo defiende en su biografía de Edgar Allan Poe, para que una obra de este tipo se culmine con éxito, conviene situar al biografiado en su circunstancia, pero es indispensable atravesar los datos y fechas del relato con esenciales «ráfagas de vida».

Similar confusión se detecta a propósito de la distinción entre biografía y autobiografía, de hecho, el propio autor también lo reconocía: «En toda mi obra hay autobiografía…» («Mi autobiografía», en La sagrada cripta de Pombo). En el fondo, para nuestro hombre las diferencias entre ambos géneros eran irrelevantes, porque casi siempre, y en casi todos sus trabajos biográficos, tomaba como excusa a los otros para hablar de sí mismo. Ramón como biógrafo se identificaba con los rasgos principales, o que juzgaba principales, de sus biografiados. De la mayoría de ellos extraía las cualidades que él mismo tenía o creía tener. La libertad y la soledad del creador, la entrega a la creación, el papel rebelde del artista, la postura social a la contra o la fe para enfrentarse a las convenciones burguesas, la capacidad de reacción vital y el afán artístico son algunos de los atributos que suele destacar en sus biografiados. Y, al reconocerlos en otros, los valora y se los apropia. «Porque la efigie, retrato o biografía resultante es también efigie, retrato y biografía espiritual del autor, en busca, como siempre, de su identidad», como apostilla Ioana Zlotescu en el texto arriba citado.

Ésta es, al menos para el que suscribe, la mayor huella autobiográfica en Pombo (1918), cuyo centenario celebramos en 2018, así como en su secuela, La sagrada cripta de Pombo (1924), donde, no por casualidad, el escritor madrileño incluiría «Mi autobiografía», su primera y precoz autobiografía (tenía escasamente treinta y cinco años). En este sentido, ambos libros representan una invención de sí mismo. Y es que, a la manera flaubertiana, Ramón podría sostener como el novelista francés: «Pombo, c’est moi». Esto es lo relevante a nuestro juicio de inexperto ramoniano, y de lo que trata este artículo.

 

GALERÍA DE POMBIANOS
Con anterioridad a Pombo, y de manera destacada en Morbideces (1908), aunque también en El libro mudo (1911), o en algunos textos de Tapices (1912), en artículos como «Mis siete palabras» o en los de La Región Extremeña, creó una galería de autorretratos o pruebas autobiográficas. En el primer libro citado, el «editor» Gómez de la Serna presenta en el prólogo el texto de un joven e innominado autor, al que conoce sólo de vista. Allí se autorretrata de manera doble y oblicua, más por negaciones que con afirmaciones. En El libro mudo, jugó a confundir y fusionar lo biográfico y lo autobiográfico, pues, como se recordará, en este escrito se encarga de inventar su apenas iniciada biografía a través de su Tristán, alter ego y ocasional biógrafo. En fin, una suerte de autobiografía en tercera persona y de «autoinspección», mediante un desdoblamiento ingenioso para ahondar «regresivamente» en sí mismo, con el que interpelarse en una suerte de letanía admonitoria.

Ramón establece, como veremos, una estrecha y entrañada relación íntima con sus personajes, con sus narradores y consigo mismo. Pero también con los espacios urbanos, con calles, plazas, mercados callejeros y comercios. Entre el escritor y el café Pombo esa relación existía; ahí reside y se comprende lo importante que era y lo que significaba para él este espacio. Como un espíritu travieso, burlón y bondadoso, levanta techos y nos muestra por dentro el café con sus salas y rincones; así, recorre la geografía cafetil, para detenerse en lo que más le interesa: el hábitat de Pombo, sus moradores asiduos y visitantes volanderos, monjas, señoras despistadas y, asimismo, la aparición de personajes ilustres que viajan en el túnel del tiempo, como Goya y Larra, pombianos primeros y de honor, incluidos los camareros y el propio autor, que se deja ver en el claroscuro de los otros.

El espíritu que presidió las reuniones de los «sábados de Pombo» fue entusiasta y vitalista, y, según el criterio de Ramón, se oponía frontalmente al profesoral: «¡Nada de profesores en Pombo!». Éste sería el lema que definiría el carácter antipedante, fresco y natural de la institución, que se caracterizaba por el antiacademicismo y por una suerte de anarquía cultural moderna. Desde este punto de vista, Pombo es la crónica de una aventura única, marcada por el humor y la inteligencia de Gómez de la Serna, una aventura que él quiso compartir con artistas, escritores, amigos e incondicionales.

Se ha dicho injustamente que Ramón se rodeó de segundones, que lo jaleaban de manera acrítica para que nada ni nadie le hiciese sombra. Pero, si leemos la nómina de los fundadores, no hay nada de esto, ni parece que fuese la intención de Ramón acompañarse de mediocres: Bartolozzi, José Bergamín, Tomás Borras, Bagaría, Gutiérrez Solana, Rafael Cansinos Assens, Diego Rivera, Gustavo Maeztu, etcétera. En definitiva, era una lista incontable de personalidades artísticas, asiduas o visitantes de los «sábados de Pombo». Lo único necesario para pertenecer al cenáculo de Pombo era tener espíritu pombiano, y los que no aguantaban el tirón iconoclasta, antiburgués y lúdico se desenganchaban de manera inevitable. Ramón era mucho Ramón, y seguirlo en su anarquismo rebelde y juguetón no estaba al alcance de todos. Él y su café, juntos los dos, crearon un espacio de libertad en el que todo, menos el mal gusto, era posible. Allí iban los que querían, pero nunca se sabía de qué se iba a hablar ni por dónde podrían salir las cenas y los banquetes de homenaje.

Entre los muchos valores que el libro mantiene intacto, destaca la originalidad de los numerosos retratos y semblanzas, es decir, de acuerdo con lo dicho arriba, autorretratos indirectos y autobiografías oblicuas que tanto Pombo como su continuación, La sagrada cripta de Pombo (1924), encierran. En este sentido, la mayor diferencia entre estos dos libros inclasificables, hermanados por tema y título comunes, reside en que los retratos de Pombo parecen casi siempre anotaciones nerviosas e instantáneas, tomadas del natural y en directo, que reproducen con eficaces pinceladas a los parroquianos y, por extensión, dibujan en su conjunto un fresco impresionista de la vida literaria de Madrid y de su bohemia civilizada y de buen pasar. La otra, la menesterosa, la sablista y agresiva, no tenía espacio en Pombo, como veremos más abajo a propósito de Pedro Luis de Gálvez. En 1924, sólo seis años después de la aparición de Pombo, La sagrada cripta de Pombo muestra que las intuiciones de Ramón con respecto a algunos de los asiduos del café se han hecho realidad. En el caso de Gutiérrez Solana, admirado ya en el primer libro, ha ido incluso un poco más lejos, pues su famoso cuadro, La tertulia del café Pombo (1920), ha inmortalizado a los más destacados pombianos.

Algunos de los retratos de Pombo tenían su precedente en los escritos juveniles de la época de la revista Prometeo, y los que se recogen en Pombo servirían posteriormente de esbozos para semblanzas más extensas o biografías posteriores, según el reconocido modo que caracteriza a Ramón de reutilizar textos anteriores para la creación de otros nuevos. Algunos de los más de setenta retratos de Pombo formarían luego parte de libros como Efigies, Ismos y, sobre todo, Retratos contemporáneos y Nuevos retratos contemporáneos, que se editarían como Retratos completos en dos ocasiones en vida del autor (1941 y 1961). Pero la aparición en Pombo se debe a la relación que los retratados mantenían con el café.

Después de exponer los orígenes y de presentar a los fundadores, Ramón se propone pasar revista a los miembros activos de Pombo, a los pombianos de pro. Y procede a hacer el catálogo de los que frecuentaron o pasaron circunstancialmente por el café. Proyecta, así, una suerte de galería de retratos para que ilustre y adorne el panteón literario y artístico. Gómez de la Serna retrata y tipifica a los asistentes, si bien, como parece lógico, para ello necesitaba conocerlos. La pregunta lógica cae de inmediato: ¿es posible conocer a alguien? Más incluso: ¿es posible conocer a alguien si no nos conocemos a nosotros mismos?, ¿se puede describir un rostro sin recurrir a tópicos?

 

LAS MÁSCARAS DEL ROSTRO O LA IMPOSIBILIDAD DEL RETRATO
El intento de reproducir la continuidad del rostro, por medio del fragmentarismo y la discontinuidad propia del carácter secuencial del lenguaje, tiene algo de desiderátum o de misión imposible, pues nadie puede contemplar el físico desde otra perspectiva que la subjetiva, y ninguno sabe despojarse de su propia máscara. El retratista busca la verdad del semblante desde la ignorancia, y, visto el resultado, siempre tendrá dudas, pues, como apunta Rafael Argullol, «Nadie sabe cómo es su cara» (Visión desde el fondo del mar). Ramón irá más lejos:

No existe el rostro. No podemos aceptar ese producto híbrido, tinto, casual, absurdo. Sólo existe la expresión […]. Creer demasiado en esa cosa opaca que es el rostro es lo que hace a los hombres más malos, más obcecados y más desalmados (Pombo).

 

Conviene subrayar que esta intuición está ya adelantada en «El misterio de la encarnación», un artículo de 1911 en Prometeo, incluido en su libro Tapices: «No existe la fisonomía… La fisonomía es un recuerdo, es como otro recuerdo cualquiera…». Lo importante, viene a decir Ramón, es la mirada, que «nos salva de la avaricia personal y de la cargazón corporal y nariguda de los otros […]. En ella se disuade nuestra figura de lo que tiene de lamentable y altivo…».