Ahora iba, le responde la declarante, y le dice que la «lectura fácil» es una forma de escribir para las personas que tienen dificultades lectoras transitorias o permanentes, como los inmigrantes o la gente que ha tenido una escolarización deficiente o una incorporación tardía a la lectura, o como la gente que tiene trastornos del aprendizaje o diversidad funcional, o están seniles.
Dificultades lectoras es que sabes leer pero te cuesta mucho trabajo. Transitoria es que no es para toda la vida y permanente es que sí es para toda la vida. Inmigrante es alguien que viene de fuera.
Lectura fácil, Cristina Morales
Uno: artefactos
«Si quería que me la publicaran», dice Cristina Morales hablando de Lectura fácil en una conversación con Iván Repila, «pues tenía que ser legible». Esas palabras sugieren la existencia de otra novela, o mejor –porque (ataja la autora unos segundos después) «la novela es un producto burgués»–: otro libro, otro texto secreto (¿un fanzine?) que no nos es dado leer y cuya huella o cuyo miembro fantasma ha de estar, necesariamente, en el volumen de Anagrama.
Las novelas de Cristina Morales parecen seguir una función lineal cuyo eje horizontal es su fecha de publicación. La primera, Los combatientes, tiene mucho de artefacto (explosivo, digo) en la construcción minuciosa de un lenguaje que tardó, tras su publicación, en explotar, y que cuando lo hizo se llevó por delante a lectores, críticos, editores y al jurado que lo premió. Esa elaboración del texto como artefacto se atenúa en Malas palabras (reeditado como Últimas tardes con Teresa de Jesús), casi desaparece en Terroristas modernos y deja de existir –en principio– en Lectura fácil.
Digo en principio porque, si pensamos el campo español como un campo en el sentido literal (un campo, digamos, de amapolas), ese campo estaría poblado de animalillos que, en cuanto llega un nuevo visitante (un libro) se abalanzan sobre él para hacerle la pregunta crucial que lo anima y le da una posición en esa cadena trófica: «¿de qué tratas?». Si no responde se lo condena a una vida breve e invisible y antes o después su cadáver termina por ser pasto para las amapolas. Lectura fácil parece haberse adaptado bien en el ecosistema, parece saber de qué trata e incluso ocupar una posición de dominio en la cadena trófica. Parece, en resumen, una novela española, incluso muy española. Al menos la novela visible, la legible, la que publicó Anagrama en 2018.
A mí la idea de un texto armado al milímetro para explotar en el momento idóneo, cuando todos los animalillos del campo estén arremolinados en torno a él, me seduce. Por eso hasta ahora mi novela favorita de las de Cristina Morales había sido Los combatientes. Lo cierto, sin embargo, es que afirmar que algo no es una bomba antes de que explote supone incurrir en una forma de soberbia.
La primera vez que leí Lectura fácil lo hice desde las coordenadas de lectura que venían con la novela, casi como un suplemento. Concretamente: como una novela no literaria (es decir, una novela que se limita a exponer una trama y unas propuestas políticas, por más interesantes que éstas resulten); como una novela temática; como una novela española; aceptando la identificación entre el personaje de Nati y la voz de la autora. Ella misma parecía dar en cada una de sus entrevistas las claves interpretativas del texto: la idea, simplificando, es que los cimientos del dispositivo al que llamamos discapacidad intelectual no responden a una evaluación dizque objetiva de la inteligencia por parte del sistema médico de producción de verdad sino que dicho dispositivo responde a la existencia de una serie de sujetos que se resisten en mayor o menor medida (en relación directa con su porcentaje de discapacidad) a ser normalizados. En otras palabras: «una persona con un alto grado de discapacidad» sería sinónimo de «una persona con una alta resistencia a la normalización». En sus entrevistas, charlas y presentaciones, Morales (y sus interlocutores) entablan diálogos en los que la dimensión política de la novela opaca a la literaria. Algunas de las cosas que dice, además –y algunos artículos que publicó en los meses que siguieron– suscitaron ciertas polémicas que redujeron, digamos, el libro a sus propias profundidades.
La segunda vez que leí el libro fue cuando, entre todo aquel fragor herraldiano, tuve el placer de presentar Lectura fácil en Granada. Preparé algunas preguntas en las que también caí en las profundidades de la novela (digo profundidades frente a superficie, que sería lo propiamente lingüístico, la tinta que corre y los sonidos con que la cantamos). Sólo en la última de mis preguntas –que fue la mejor porque fue la más tonta– emergí. Le pregunté a la autora si no le preocupaba que hacer que un personaje discapacitado hablara como un «catedrático de derecho constitucional» pudiera constituir también una modalidad de la lectura fácil.
En esos meses, cada cosa que Cristina Morales decía parecía estar medida; análogamente a lo que pasaba con su libro, sólo teníamos acceso a la dimensión legible de su discurso, que parecía dotar de profundidad a la novela (la visible, id est: Lectura fácil, Anagrama, 2018. Premio Herralde, Premio Nacional de Literatura).
La tercera vez que he leído el libro ha sido hace unos meses. He intentado atenerme a lo superficial y la superficie de un libro es su portada. En el horizonte significante del campo literario español (donde el tema es un agujero negro), era una fatalidad que las palabras «Lectura fácil» convocaran una respuesta a esa pregunta que por estos pagos es casi una letanía: «¿de qué trata?». La lectura fácil como tema de Lectura fácil constituye, reconozcámoslo, una lectura bastante facilona del título de Lectura fácil.
Dos: superficie
En «Examen de la obra de Herbert Quain», Borges señala un procedimiento propio del género policial: proponerle al lector una solución para distraerlo de la segunda solución, que es secreta. Pablo Martín Ruiz ha probado que el propio Borges utilizó el procedimiento en «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto». De alguna manera, las claves que han asolado hasta ahora las posibilidades de legibilidad de Lectura fácil constituyen su primera solución, la visible.
Basta con correr el tema del centro y poner en su lugar el procedimiento literario para encontrarle otro ángulo al título de la novela. Ya en Los combatientes, la clave de lectura –los discursos quinceemeros del relato en realidad son de Ramiro Ledesma, falangista, et. al.– llena de sentido lo que de otro modo queda como un juego de palabras: los combatientes, los que combaten o los que saltan a la comba, los que se gastan en no desplazarse, aquellos cuya única forma de combatir es el gesto repetido ad nauseam. En Lectura fácil, la operación es otra. Todos los capítulos de la novela de la vida de Àngels (la escribe en un grupo de whatsapp, supuestamente en lectura fácil) vienen encabezados por las siguientes palabras: «género: lectura fácil». Si le damos vuelta a la novela de dentro hacia fuera, podemos desplazar el título de su función convencional y entender que éste no es sino una indicación, casi una advertencia: eso que vamos a leer está escrito en lectura fácil. La ilustración de portada invita a esa confusión productiva: no son pocas las personas que, aun hoy, dicen haber leído una novela titulada Ni dios / ni marido / ni partido / ni de fútbol.
La conclusión es evidente: un libro titulado Lectura fácil necesariamente aborda el problema de la lectura y el problema de la dificultad, es decir: es un libro en el que se juega la naturaleza de lo literario. Basta con notar esto para darse cuenta de que el narrador no es fiable. Sin embargo, de la misma forma en que toda la discusión en torno al libro acabó por envolverlo en sus propias profundidades, la densidad documental de la novela divierte la atención a otra parte. En Lectura fácil hay actas de una asamblea libertaria, una novela escrita en whatsapp, actas judiciales, un fanzine elaborado por Nati… es una maraña textual difícil de destrabar en la que las partes narradas quedan como interludios rítmicos. En esas partes, Morales parecería responder a la famosa pregunta de Spivak (que el título de este análisis reformula) con un no rotundo. Nati puede hablar pero no es escuchada. Basta con regresar a cualquiera de sus pasajes para notar la dislocación entre lo que leemos y lo que oyen sus interlocutores. Por ejemplo, tras una larga y muy bien argumentada diatriba suya en torno a la posibilidad de ejecutar una «danza desintegrada», leemos:
Terminé de hablar y Lluís Cazorla esperó unos segundos a que surgiera alguna réplica. Solo entonces, y al no surgir ninguna, pidió que fuéramos recogiendo nuestras cosas porque ya nos habíamos pasado unos veinte minutos de la hora y otra gente iba a usar el espacio.
El ninguneo de Nati es sistemático a lo largo de las partes, digamos, narradas. En la novela visible, esto es una forma de reflejar la condescendencia y el paternalismo a los que se la somete. En cuanto a la invisible, Cristina Morales no miente: ha hecho legible ese urtext para poder publicarlo, y la novela se puede leer desde sus propias coordenadas interpretativas. A sus lectores –la palabra es crucial para este análisis– nos queda la tarea de preguntarnos si no habrá publicado también el otro texto, el ilegible, disfrazándolo de novela, de novela española, con un vestido de Anagrama.
Regresemos a Nati. En los párrafos que siguen al de arriba, mantiene una conversación con la monitora de Ibrahim. Ese debate, que sí se podría entender como un diálogo entre iguales, está sin embargo jalonado de advertencias en las que Morales nos recuerda que las respuestas de la «moni-poli» de Ibrahim están predefinidas, que son una suerte de manual de debate del votante de las CUP (un argumentario), es decir: que lo que Nati dice entre respuesta y respuesta de la monitora es irrelevante, que podría balbucear algo incomprensible y la monitora le respondería lo mismo. Hay, entonces, palabra, pero no hay diálogo, que es una distinción fundamental en la definición que hace Spivak del sujeto subalterno.
Los únicos pasajes en los que se entabla un diálogo con Nati son los de las asambleas libertarias, que se nos entregan en forma de actas de las sesiones en las que se debaten los pormenores de la okupación de Marga. Sabemos que el narrador no fiable no puede intervenir en las palabras de Nati (porque las actas son una transcripción más o menos literal) y, además, las respuestas que le dan el resto de miembros de la asamblea son consistentes con lo que ella dice. En ese caso sí hay diálogo, por la naturaleza del espacio libertario y porque no hay narrador, no hay economía de la información. En las actas judiciales que conducen a la esterilización forzosa de Marga –aunque también se trata de una transcripción realizada por un taquígrafo– no hay, sin embargo, diálogo. En las partes narradas, entonces, hay una mediación que distorsiona el discurso. La propia Àngels nos da la clave en su novela: «Las palabras de Nati no fueron exactamente esas / porque la discapacidad del síndrome de las Compuertas / no le deja hablar normal». En otra parte, escribe: «puede que se me hayan olvidado cosas / o que haya añadido cosas. / Eso se hace siempre en los libros / para que los lectores se enteren mejor». Cristina Morales nos somete a sus lectores, entonces, a una operación de lectura fácil que se juega en el filo de una duplicidad.
Tres: Lectura fácil + lectura fácil = Lectura fácil (Anagrama, 2018)
Cristina Morales ha señalado en varias ocasiones (también dentro del propio libro) que el fanzine central (Yo, también quiero ser un macho) es la clave interpretativa de la novela. Es –habría que agregar– la única parte que no está en lectura fácil, o que está en una modalidad truncada y paródica de la lectura fácil. En la conversación que he citado con Iván Repila, la autora cuenta cómo sintió que había «conseguido escribir lo ilegible» cuando una alumna de la Universidad de Sevilla le dijo que «no sabía leer» Yo, también quiero ser un macho.
Habría que matizar, sin embargo, que el fanzine es una de las claves interpretativas de Lectura fácil. La otra es la novela de Àngels, que funciona como una distorsión de las pautas de la lectura fácil, como la puesta en texto de un sujeto incapaz de someterse aun a pesar de su propia voluntad de sometimiento. Una forma de resumir esa tensión pasa por pensar en la poesía en un sentido muy amplio, como forma lingüística en perpetua ruptura, como una reducción del lenguaje a su propia superficie, una superficie en la que las ideas se asocian libre o arbitrariamente a través de dimensiones que no pertenecen al plano. De nuevo, nos vemos abocados a una doble lectura.
Por una parte, la lectura fácil aparece como un dispositivo de disciplinamiento. En un diálogo con Elvira Navarro, Morales da un ejemplo prístino: los creadores del sistema de lectura fácil se vanaglorian de que éste haya sido usado para asegurarse de que todos los presos entiendan el reglamento de una prisión.
Por otro lado, la novela de Àngels distorsiona el sistema de lectura fácil. Primero, se lo apropia mediante un procedimiento metaliterario, convirtiendo su propia novela en una suerte de manual truncado. Por ejemplo, leemos: «hay que utilizar un lenguaje coherente con la edad / y el nivel cultural del receptor. / Si son adultos, / el lenguaje debe ser adecuado y respetuoso / con esa edad. / Evitar el lenguaje infantilista». Acto seguido, aclara, siguiendo otra de las directrices de la lectura fácil: «coherente quiere decir acorde». «Acorde», sin embargo, no es una forma más sencilla de decir «coherente», más bien al contrario. En otro pasaje, escribe:
Que quede claro que no quiero hacer / publicidad de ninguna marca. / Solo las pongo para poner ejemplos.
Marca tampoco significa / marca como muesca de la madera que haces con una navaja, / o como doblar la página de un libro / para saber dónde te has quedado, / o como marca de nacimiento.
En este caso, lo que marca de marcador significa / es escribir una palabra que significa algo, / en este caso que significa cortesía. / Mucho cuidado con la palabra marca / porque es más polisemia todavía / que la palabra justificar. / Y cortesía significa buena educación.
Resulta imposible no acudir aquí al verbo que mejor describe lo que Àngels está haciendo con sus lectores: cachondearse. La disposición textual de la novela, sin embargo, es magistral: al considerar a Àngels una «retrasada mental», y al enfrentarnos al libro desde cierta posición intelectual (podemos remitirnos ahora al último elemento de la portada que nos quedó por señalar: el logotipo de Anagrama), las condiciones de lectura para la novela secreta no están dadas y aceptamos como lectura fácil lo que en realidad es una lectura imposible. Es un texto antiliterario por lo que tiene de antipoético. En un párrafo del mismo pasaje al que pertenecen los dos que encabezan este artículo, Àngels le dice a la jueza: «No se puede mezclar y decir “Yo como pan y vivo en Barcelona”, porque eso son dos mensajes muy distintos, porque el pan y Barcelona no tienen nada que ver». Es el reverso de la directriz básica de cualquier taller de poesía; lo de Àngels (que va politizándose como escritora y, cerca del final de la novela declara, no sin la ironía de quien quiere, precisamente, normalizarse, «soy una escritora rebelde») es una antipoética, un manual de antiescritura.
Cuatro: el lector desintegrado
La analogía es evidente: Àngels se cachondea de sus lectores y Cristina Morales se cachondea de nosotros. El fanzine, por ejemplo (la única parte de la novela que tiene existencia autónoma fuera de la misma; es decir, que se puede comprar aparte, que escapa, siquiera parcialmente, al dispositivo editorial), está escrito en una versión paródica y bastarda de la lectura fácil. Si Àngels se apropia del sistema mediante el malentendido (por ejemplo, interpreta que la directriz «no se puede […] justificar el texto» significa que debe escribir su novela en verso), Nati –como «autora» de Yo, también quiero ser un macho– ahonda en dicha apropiación y la politiza. Escribe «esta es, compañeras, la ideología del dominio. / Con decir ideología ya no hace falta decir del dominio, / por si queréis […] ahorraros dos palabras».
Lejos de quedarse en una operación de cachondeo, esta arquitectura del artefacto explosivo tiene otra capa que hace que Lectura fácil, siempre doble, siempre legible e ilegible al mismo tiempo, responda dos veces a la pregunta de Spivak. ¿Puede hablar el subalterno? «No», dice Lectura fácil, la de Anagrama; «sí», dice (más o menos, porque el asunto es más complejo) el texto ilegible que acompaña a la novela como un fantasma.
En la declaración que Àngels hace ante la jueza, como en la mayoría de conversaciones en las que Nati interviene, hay palabra pero no hay diálogo. Sin embargo, se da una inversión. Si el destinatario de la lectura fácil es aquel que el sistema considera un idiota (por más que esa designación se revista de eufemismos) y Àngels le habla a la jueza en lectura fácil (como se puede ver, por ejemplo, en la cita que abre este artículo), la conclusión es evidente: si no hay diálogo –en un sentido literal: Àngels termina por negarse a declarar porque la jueza no entiende su demanda de que su declaración se transcriba en lectura fácil– es porque la jueza es idiota. Y lo más importante: es idiota en tanto jueza, no porque así lo dicte un cuestionario que mida su coeficiente intelectual. Es incapaz de atender a las demandas de Àngels porque su posición en el campo del poder no la habilita para la escucha, en tanto el lugar que ocupa en la red de relaciones sistémicas está en un ángulo muerto al que no llega el habla de Àngels.
Una primera conclusión, casi trivial: Lectura fácil pone al lector en la posición del discapacitado. Nos entrega un discurso de una lógica incontestable –el de Nati (que sólo somos capaces de leer porque está en lectura fácil, ya que los demás personajes (menos Marga y los del ateneo libertario) no la pueden oír)– y hace ver cómo son nuestras elaboraciones las que, ante la imposibilidad de desactivarlo, lo desprecian desde el humor o la condescendencia. Pero la maniobra genial de Cristina Morales aún tiene otra dimensión. Al ponernos sin previo aviso en la posición del subalterno (en la que el diálogo es imposible, como corresponde al lugar del lector en el sistema literario), construye un régimen discursivo en el que el que antes era subalterno (y volverá a serlo en cuanto cerremos el libro) ahora puede hablar. Así, en esta novela doble, Morales le encuentra la vuelta al problema de la legibilidad. En otra entrevista, repite que Lectura fácil es la «adaptación de un texto» [el subrayado es mío] que «le gustaría que fuera más ilegible de lo que es». No es raro que esa postura tensionada produzca la mejor literatura; no aquella que ignora sus propias limitaciones (queriendo o sin querer) ni la que se regodea en ellas, sino la que las convierte en su condición de posibilidad, la que trata de responder a una pregunta que es, por principio, irresoluble. Cristina Morales tiene, entonces, razón: su novela es extremadamente legible (porque la ha escrito en lectura fácil) y al mismo tiempo ilegible (porque nuestra posición como lectores la hace ilegible).
«El arte», dice Morales en la conversación con Elvira Navarro a la que ya me he referido, «debería hacer que el receptor ponga en cuestión los cimientos de su vida». En el caso de Lectura fácil, una novela de una metaliterariedad abigarrada, se nos da también la solución secreta, quainiana. Está engarzada en la primera solución, según la que Nati propone, frente a la institución de la danza integrada, una danza desintegrada. Análogamente, Cristina Morales postula o fabrica a su propio lector y, en Lectura fácil, exige uno desintegrado, desanagramado, casi analfabeto, un no-lector que ponga en cuestión los cimientos de su vida, se reconozca en la posición del idiota –del subalterno– y, desde ahí, aprenda de nuevo a leer.