POR ALEJANDRO MORELLÓN

De mi primer viaje a la FIL de Guadalajara, en 2017, conservo varios recuerdos: una charla que tuve con Alberto Manguel a propósito de El estado natural de las cosas; otra charla con Evelio Rosero, a aquien yo acababa de leer en mis viajes por Colombia; que le concedieran a Juan Casamayor el Premio a la labor editorial por Páginas de espuma (cosa que nos alegró mucho a los amantes del relato corto); haber ido con Mercedes Cebrián a una de esos cócteles refinados en la casa de uno de los mandamases, no recuerdo quién; otra fiesta de una editorial en la que un grupo de escritores, ya de madrugada, acabamos improvisando una jam session en un cuarto de música (el del hijo adolescente de nuestro anfitrión, que se nos acabó uniendo).

Pero más que ningún otro, el recuerdo que se me impone es el de una mañana del 30 de noviembre. Con motivo de mi estancia en la FIL me invitaron a dar una charla a los alumnos de una escuela politécnica de Guadalajara. El encuentro era a las 11 de la mañana y yo conseguí levantarme, no sé todavía cómo —llevaba una cruda considerable—, y subir medio sonámbulo al coche que me llevó lejos del centro.

Tengo que decir que casi nadie me había leído en España, y no quería ni imaginarme quién podría haberme leído en una escuela politécnica al otro lado del atlántico, en una tierra llamada Jalisco que yo solo conocía por Juan Rulfo. Pero claro, como he sabido después, México es tan fascinante como impredecible y Jalisco no lo iba a ser menos. Y aquella escuela politécnica tampoco.

En el trayecto en coche me dijeron que los alumnos habían leído varios de mis relatos, algunos del libro y otros que había colgados en internet. Entre ellos había uno en el que un cajero automático empieza a expulsar billetes de 500 euros y un hombre se los va guardando donde puede, incluso bajo la ropa y dentro de la boca, hasta que se atraganta y muere. Otro iba de un hombre al que le crece desmesuradamente un testículo y su mujer acaba encariñándose de él, del testículo, como si fuera un bebé.

A las puertas de la escuela politécnica, nada más entrar al recinto, vi que había expuestos una serie de murales que los alumnos habían dibujado. Al acercarme descubrí con asombro que estaban inspirados en los relatos; ilustraciones, pinturas, viñetas de cómic, e incluso habían fabricado un cajero automático de cartón del que salían billetes falsos de 200 pesos mexicanos. Por si esto fuera poco, los billetes habían sido artísticamente intervenidos: en lugar de la efigie acostumbrada de Sor Juana Inés de la Cruz, alguien había estampado una foto de mi cara, aunque había conservado el velo de la religiosa.

Cuando quise darme cuenta ya unos brazos a los que no atendí por estupefacción mística me empujaban hacia el interior del colegio. De repente me vi en un aula grande, supongo que pensada justamente para los eventos de la escuela, rodeado de jóvenes que coreaban mi nombre y me aplaudían como si fuera una nueva estrella del pop. Debían de tener unos quince o dieciséis años. Al cabo de un rato dejaron de aplaudir y entonces se escuchó una voz al fondo de la clase. Un chico, micrófono en mano, empezó a cantar la canción «Guadalajara»:

Tienes el alma de provinciana;
hueles a limpia rosa temprana,
a verde jara fresca del río.
Son mil palomas tu caserío
Guadalajara, Guadalajara,
hueles a pura tierra mojada.

Todavía con las palabras resonando en mis oídos, otros brazos me fueron conduciendo al estrado y alguien, sin que me diera cuenta, me había puesto en la mano una botella de tequila. Miré la botella y miré a los alumnos, que empezaron a corear: shot, shot, shot, hasta que entendí que me estaban pidiendo que le diera un sorbo a la botella, un lingotazo, un shot. Luego miré al que me habían presentado como director del centro de educación, interrogándole con gestos si era procedente beber frente a los chicos, en un aula de escuela, a lo que me respondió: échele, muchacho, que estamos en México. Así que yo, obediente como soy, le di un buen trago al reposado y sentí que la cruda se desvanecía y daba paso a un nueva y bendita euforia.

Entonces me tocó hablar a mí: no recuerdo lo que dije de mis relatos, ni tampoco importa ahora, pero creo recordar que leí uno de ellos en voz alta y que luego los chicos me hicieron preguntas hasta que comencé a darme cuenta de algo: a veces, alguno de los alumnos miraban hacia un lado de la clase, a mi derecha, y sonreían tímidamente. No le di importancia al principio pero a medida que iba pasando el tiempo cada vez más alumnos se giraban y se reían (la sonrisa tímida había ido transformándose en una carcajada), así que no me quedó otra que girarme yo también y descubrir, cómo llamarlo, el esperpento, o la maravilla.

Al principio solo pude distinguir una masa indefinida y marrón, una protuberancia de la que salían unas piernas y unas manos con los pulgares levantados en señal de que todo iba bien. Un bulto ovoide sentada en una silla, ¿una croqueta?, pensé, pero luego vi que repartidas sobre la superficie marrón colgaban algunas tiras de color negro, como si fueran, no estaba seguro, ¿pelos? Entonces caí en la cuenta. Allí, a mi derecha, levantando los pulgares en mi dirección, había un chico disfrazado de testículo.

Un testículo como el de mi relato.

Yo me quedé en silencio durante no sé cuánto tiempo y luego la carcajada se hizo más sonora y ya después los alumnos se acercaron a mí para que les firmara libros y para que nos hiciéramos fotos. Uno de los alumnos me entregó un trofeo: una escultura de hierro fabricada por él mismo durante sus clases de metalurgia; había fundido piezas de un ordenador para representar la figura de un hombre sacando dinero de un cajero. Es uno de los únicos trofeos que sigo conservando en mi casa, a decir verdad.

En algún momento, sin que me diera cuenta, el muchacho ovoide, el chico-testículo se acercó a mí y nos hicimos una foto juntos. Al preguntarle por el disfraz, me contó que lo habían hecho entre su madre y él, y yo me imaginé el momento en el que un chico le dice a su madre que le ayude a confeccionar un disfraz de testículo para la escuela.

«Desde que me rayó la luz de la razón», decía la propia Sor Juana Inés de los billetes, hablando de su inclinación a la escritura, y yo podría decir lo mismo. Pero a veces la luz mengua, o uno no sabe si lo que hace es relevante, y otras veces alguien (aunque sea disfrazado) viene a recordarte que no importa que sea relevante con tal de que signifique algo.

Le di un abrazo al testículo y él me pidió que le firmara el disfraz, y supe al instante que si mi escritura no servía para momentos como los que viví esa mañana de noviembre en Jalisco, entonces no servía para nada. Quiero dar las gracias a cada uno de los profesores y alumnos de la Escuela Politécnica de Guadalajara por ello.