Ecos de la FIL se llama el programa de actividades que convierte la Feria del Libro de Guadalajara en pulpo literario: primero le inserta unos cuantos tentáculos para después sacarla del enorme pabellón donde transcurren la mayoría de sus actividades. La iniciativa busca que la FIL se acerque a la gente, pues lo contrario, la peregrinación de miles de visitantes a los espacios oficiales de la feria, ya ocurre de modo natural.
Yo participé en uno de estos ecos: la FIL me acercó a la gente de San Pedro Tlaquepaque, un municipio de Guadalajara que, además, se considera «Pueblo mágico», una denominación que engloba ciertas localidades de México que tienen un qué-sé-yo histórico, cultural e incluso espiritual. Poco vi de este pueblo mágico, porque tenía una misión que cumplir, en mi caso junto a niños y niñas en edad escolar. Se trataba de la clásica actividad en la que una escritora visita un colegio. «La semana próxima tendremos con nosotros a una invitada muy especial: es escritora y viene de España, invitada por la FIL», así debió de anunciárselo la profesora a sus alumnos, que enseguida se alegrarían al ver que se iban a perder la clase de matemáticas, justamente cuando estaban aprendiendo a calcular la hipotenusa o a resolver raíces cuadradas. O quizás suspendieron la lección de historia de México en la que se hablaba por primera vez del gobierno de Porfirio Díaz. Y a cambio de Porfirio, quien acude es una escritora española que hablará para toda la clase, o más bien para todas las clases juntas que ese día participaron en la actividad.
Al principio, la actividad impone: bullicio, risas, niños y niñas en edad de brincar, con los huesos y músculos en pleno crecimiento; alumnos, por tanto, sin ganas de estar sentados por más de una hora escuchando a una escritora madrileña cuya vida y circunstancias nada tienen que ver con la de ellos.
Para qué engañarnos: no recuerdo lo que les conté a los niños del Instituto Tlaquepaque, ni lo que me preguntaron ellos, pero sí sé a ciencia cierta que las profesoras habían hecho una gran labor previa, porque varios alumnos salieron a escena en un gran salón de actos a hacer una presentación creativa sobre mi escritura. Otros tantos bailaron y actuaron: hicieron eso que yo en mis años de colegio llamaba «una función». Los estudiantes eran mucho más entusiastas que los que podría encontrar en un colegio español. Yo intuía que iba a ser así, pues esa es para mí una de las grandes virtudes de América Latina: siempre percibo entusiasmo y curiosidad en el público que asiste a recitales, presentaciones y conferencias.
Tras el acto recibí un diploma entre aplausos de manos pequeñas. No era de papel o cartulina: era un diploma de madera gruesa, de más de un centímetro de espesor. «Paz y Bien» era la leyenda que encabezaba el galardón. No faltaba el escudo del instituto, cuyo lema son las palabras: «Ciencia, virtud, alegría». Me parecen tres buenos conceptos para recibir como regalo vital desde la niñez. Debajo del escudo, una frase escrita en bajorrelieve decía: «El instituto Tlaquepaque otorga el presente reconocimiento a Mercedes Cebrián como signo de gratitud, por su valiosa participación en esta institución».
Mi nombre figuraba escrito con bolígrafo en un rectángulo. No había sido tallado en la madera como el resto de las frases e imágenes. Se veía que los diplomas los tenían preparados de antemano y lo único que añadían era el nombre de la persona reconocida en ese momento («Your name here», como en los carteles de corridas de toros para turistas).
Aquí va la confesión: estuve fuertemente tentada de dejar el diploma tridimensional en la habitación del hotel, como si me lo hubiese olvidado (las señoras de la limpieza en los hoteles estarán más que acostumbradas a estos abandonos de objetos y de libros que ya no caben en el equipaje de los visitantes). En mi caso, transportarlo en la maleta no era el problema: algo de espacio me quedaba aún, ya que cada vez compro menos libros allá donde voy (pero eso es tema para otra crónica). El verdadero problema era su destino final: el armario de mi casa en el que se acumulan esas cosas dotadas de un mínimo de valor sentimental que los guardianes del orden como la célebre Marie Kondo te instarían a tirar a la basura sin miramientos. En ese armario tengo también un pequeño Museo Guggenheim fabricado en algún metal noble y pegado a un pedestal de mármol: es un trofeo de un concurso de relatos que gané en el año 2000 en Bilbao, cuando todavía no había publicado mi primer libro. Todos los días quiero deshacerme de él, pero ¿quién osaría tirar un pedazo de mármol a la basura, con el esfuerzo humano que requiere obtenerlo? ¿Y cómo deshacerse de un objeto que lleva mi nombre grabado?
Así que, todo apuntaba que a la tablilla entrañable de Tlaquepaque le esperaba un destino similar en ese armario oscuro, pero el hecho de que fuese de madera y el cariño que desprendía, esos efluvios perfumados simbólicamente con una colonia fresca infantil, no me permitieron deshacerme de ella.
No recuerdo cómo ni cuándo tomé la decisión, pero enseguida el dorso liso del diploma cobró un uso de lo más práctico: se convirtió en la superficie idónea para picar verduras. Es una tabla de corte personalizada y ahí sigue hoy, en mi cocina, colocada en vertical junto a otra tabla, esta vez de plástico, y a un par de bandejas. Lleva conmigo desde 2017 y quiero pensar que seguiremos juntas hasta el día de mi muerte que, probablemente, me pille troceando verduras, pues es una de las actividades que llevo a cabo con más frecuencia.