Llegué a Guadalajara el 27 de noviembre de 2018 en un avión de madrugada. Ya en el hotel, me asomé por la ventana del piso diez: ahí estaba, justo enfrente, la mole del espacio ferial dormida. El avistamiento en primer plano de un monstruo marino. Puse la alarma y dormí un par de horas. Me desperté con un salto enérgico desde el colchón a tierra, aunque seguía con las piernas hinchadas por las horas de vuelo. Tenía, como todos los que vamos a la FIL, una agenda innavegable: lo que tenía que hacer, lo que quería hacer (esta charla, aquel recital de poesía), lo que al final podría hacer.
Me asomé por la ventana. El cielo era un velo gris y calmo; la furia estaba abajo: colas y colas en todas las puertas de ingreso al predio ferial. ¿Toda esa gente para ver autores y libros? La entrada a la feria en castellano más grande del mundo parecía otra cosa: el concierto de Madonna en Río de Janeiro, la misa del Papa en plaza San Pedro, la final del mundial de fútbol Argentina-Francia. Da igual lo que diga, no hay palabras para definir la desmesura de ese evento que te hace regresar a casa exhausta y feliz, con una maleta extra de libros y el plástico de la tarjeta de crédito fundido. Tsundoku, así se llama en japonés a la acción de acumular libros, a pesar de saber que muchos no serán leídos. Me confieso culpable de ese placer, aunque ahora solo recuerdo haber comprado una pequeña antología poética de Sophia de Mello. El país invitado de ese año era Portugal y así me hice con la antología Tiempo terrestre de esta poeta extraordinaria que, de niña, creía que los poemas eran consustanciales al universo, que eran la respiración de las cosas, el nombre de este mundo dicho por sí mismo. Leí el poemario durante mi primera tarde en Guadalajara, conmovida aún por los murales de José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas.
Los poemas de Sophia de Mello revelan la compresión cósmica que la poeta tenía del mundo donde cada cosa, desde la más minúscula partícula hasta la más imponente de las noches, parece sostener un ritmo de vida oculto que trasciende la biología. Gracias a sus versos, el viaje a la FIL de Guadalajara cobró otra dimensión. Dejé de preocuparme por la inmensa agenda de actividades que me había autoimpuesto, por las prisas y los contratiempos y me olvidé de los lugares que no llegaría a visitar. Cada cosa del centro histórico de Guadalajara, aún las más minúsculas, parecía reclamar mi atención. Esta sensación se acrecentó aún más durante mi viaje a un colegio en Atotonilco el Alto (uno de los grandes aciertos de la FIL es que los escritores invitados participan no solo en actividades dentro del predio ferial, sino que también visitan los colegios del Estado de Jalisco).
Me recogió un profesor en su coche. Mientras la carretera nos alejaba de Guadalajara, los edificios altos y las avenidas ruidosas cedían su lugar a un horizonte más abierto. Los campos de agave, esenciales para la producción de tequila, se extendían verdeazulados. A medida que se avanzábamos, el paisaje se enriquecía con pequeñas colinas, y ranchos y haciendas puntuaban el terreno. Los árboles de mezquite y huizache eran sucedidos por cactáceas o puestos de artesanos de la cerámica y el tejido o de venta de tequila y licores. En la escuela de Atotonilco el Alto me esperaban más de un centenar de niños con carteles de bienvenida y un montón de preguntas. ¿Por qué te hiciste escritora? ¿Qué se siente al escribir? ¿De dónde salen las historias? Y una niña pequeña de ojos negrísimos: ¿Las cosas te hablan? Antes de leer el cuento que había escrito para mí, estuve segura de que a ella las calles empedradas de su ciudad, la luna y los insectos fluorescentes le susurraban sus historias. Como sospechaba Sophia de Mello de pequeña. Hubo más preguntas e hicimos ejercicios de escritura (hubo risas). Y me llenaron de regalos: dibujos, poemas y collages. Y también canciones a cargo de un grupo de mariachis adolescentes (más risas).
A mi regreso, el profesor me aconsejó almorzar carnitas en una cocina popular del camino. Los Cuates olía a cilantro, a canela, a cerdo, a flores. Sobre la pared, habían colgado un inmenso crucifijo que desentonaba con la música alegre del lugar. Tomé una Corona light, me manché la blusa con el jugo de las carnitas y acaricié a un perro que comió con nosotros, debajo de la mesa. Antes de irme, me pidieron que me tomara fotos del otro lado del mostrador y entre cacerolas de cobre con la dueña del lugar, Doña Carmen, y sus ayudantes. Compré licor de dulce de leche a un viejo de manos suaves y dos blusas bordadas para mis gemelas a una mujer de facciones dibujadas por la paciencia en otro puesto del camino. El sol se hundió en los agaves. Se levantó un viento extraño, casi una coz de un animal invisible o la respiración de todas las cosas que habíamos visto y que nos acompañaba mientras deshacíamos el camino hacia Guadalajara.
De vuelta en el hotel, sola en mi habitación, recogí mis pertenencias. Calculé que tendría que pagar sobrepeso por los libros que llevaba. Tomé la colección de folios infantiles que me habían regalado en Atotonilco el Alto y los esparcí sobre la cama. Los trazos apretados de las manos pequeñas; los dibujos de colores, los poemas de palabras confiadas y el cuento de la niña de ojos negros ocuparían un espacio mínimo en mi equipaje y no pesaban, como los libros o el cansancio. Los guardé en la maleta y aún los conservo: son una evidencia del entusiasmo y la alegría compartidas.