POR MARCOS EYMAR
El cortejo (1900-1918)

«París parece mucho más grande de lo que realmente es a causa de la infinita cantidad de espejos que duplican su espacio verdadero: París es París, más sus espejos», escribió Carlos Fuentes en Terra nostra (1975). Artistas de todas las nacionalidades han recorrido de un extremo a otro la ciudad situada en las coordenadas 48° 51′ 36″ N, 2° 20′ 40″ E. En cambio, ningún estudioso logrará llegar nunca al final de su laberíntico reflejo en el imaginario hispanoamericano, todo lo más a proponer una azarosa flânerie por algunos de sus hitos. Desde el fecundo error de Cristóbal Colón, América parece empeñada en desmentir la geografía. Prueba de ello es que París, agigantada por las lentes deformantes del arte, se convirtiese durante más de un siglo en la capital literaria de un continente distante en miles de kilómetros.

En 1909 el intelectual venezolano Rufino Blanco Fombona fue a quejarse a la concierge por el olor a cocina que inundaba su piso parisino. La portera le respondió con la proverbial amabilidad de los habitantes de la capital: «¡Ah, señor! En París no hay aire: Ce n’est pas comme chez vous, à la campagne».[i] La anécdota es reveladora. Un siglo antes las ideas francesas de la Ilustración habían inspirado las luchas por la independencia de casi una veintena de nuevos países. El código civil de las flamantes repúblicas había sido calcado del modelo napoleónico. El centro colonial de grandes ciudades como Buenos Aires había sido demolido para construir réplicas de bulevares hausmanianos. Las familias de la oligarquía seguían disputándose a las niñeras que hablaban la lengua de Victor Hugo y esperando con impaciencia la llegada de los ejemplares de la Revue des Deux Mondes. Desde hacía décadas Hispanoamérica ofrecía el espectáculo insólito de un continente que se había sacudido el dominio de España para imponerse de forma voluntaria el yugo cultural de otro país extranjero. «Nosotros no tenemos alma propia, sino una vibración enérgica y constante del alma francesa»,[ii] escribía con orgullo un publicista mexicano. Y lo más extraordinario es que Francia, con la excepción de algunos especialistas y de algunas prostitutas (sabedoras de que, al llegar a cierta edad, podían viajar a Hispanoamérica y compensar allí la mengua de sus encantos con el prestigio de su origen),[iii] seguía ignorando abrumadoramente la admiración que se le tributaba al otro lado del Atlántico: «A menudo los hombres más eminentes, lo mismo que las concierges, imaginan que los americanos todos vivimos en el campo, entre los árboles, o, mejor dicho, sobre los árboles».

Semejante desdén etnocéntrico, que consideraba la literatura hispanoamericana una curiosidad al mismo nivel que la producción poética de las Islas Fiyi,[iv] podría haber mitigado el ardor por París. Y, sin embargo, a principios del siglo xx el aluvión de rastacueros o metecos (nombres con los que los parisinos motejaban a los invasores hispanoamericanos) alcanzaba cotas nunca vistas. Poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial unos treinta mil millonarios latinoamericanos habían convertido París en su lugar de residencia.[v] Editoriales o impresores como L. Gauthier, A. Roger y F. Chernoviz, A. Lemerre, Per Lamm, E. Sansot et Cie, Paul Ollendorf y sobre todo Veuve Bouret y Garnier Frères se habían especializado en la producción de libros en lengua española.[vi] Revistas como El Nuevo Mercurio, France‑Amérique, América en París, Bulletin Hispanique, Mundial Magazine, La Revue Sud‑Américaine o Ariel se habían convertido en órganos de difusión de la cultura hispanoamericana en Francia. En sus Sensaciones de París y Madrid (1900) el guatemalteco Gómez Carrillo recordaba la emoción singular que lo atenazaba en el tren cuando se acercaba a París y sentía:

«La atracción alucinadora de la gran capital de los locos, de los artistas, de las cortesanas […], de la gran divertidora y de la gran preocupadora de la humanidad; de la villa nerviosa y multiforme que es a veces cerebro y a veces sexo […], de París la esfinge, la insondable, la aldea mujer que se entrega sin dejarse ver, que tiene algo de misteriosa cual Eleusis, que es campechana como Atenas, que es noble como Roma; que lo es todo: que es invisible, que es incomprensible, que es implacable […], que es grande y pequeña a un tiempo mismo… ¡París! ¡París!…».[vii]

 

Pocas veces una ciudad habrá inspirado a un extranjero tal ristra de calificativos extáticos. ¿Cómo explicar semejante fenómeno?

Desde luego existían profundas razones históricas que hundían sus raíces en la colonización y en dos grandes mitos nacidos en París: la Revolución de 1789 y la latinidad. La primera estaba en el origen de lo que cabría definir como la función liberadora de París: libertad que en un primer momento fue política, pero que acabaría solapándose con la libertad estética, vital, sexual. En cuanto al término de América Latina, creado en la década de 1850 por escritores expatriados en París como el chileno Francisco de Bilbao o el colombiano Torres Caicedo, explica la función metonímica de la capital francesa. Hoy en día la denominación América Latina nos parece una fatalidad a la que nos resignamos por la costumbre y la abrumadora complejidad de lo que designa. En su origen, y hasta bien entrado el siglo xx, fue apenas menos que una religión. Se creía en las virtudes de la raza latina como otros, con consecuencias mucho más dramáticas, creyeron en la superioridad de la raza aria. Según la vieja doctrina de la translatio imperii, el centro de la civilización latina se había desplazado de Atenas cuya latinidad no se justificaba más de lo que se cuestionaba a Roma, y de Roma a París. Rubén Darío, en un poema en francés, calificará a París de «maga de la raza» y de «reina latina»[viii] y otro gran parisino de adopción, el peruano Vicente García Calderón, la llamaría «el Vaticano de la civilización latina».[ix] Puesto que la civilización latina representaba la esencia de Europa, y París era el centro de la latinidad, París resumía Europa. Este silogismo de dudosa rigurosidad lógica justifica la consideración de París como «cerebro del mundo» o «ciudad universo» que encontramos con frecuencia en la pluma de los escritores modernistas. En un contexto de búsqueda poscolonial de una identidad, la capital francesa representaba un atajo por el cual acceder al acervo de la cultura occidental sin pasar por la metrópoli.

Estos factores justifican el interés por París, pero no la intensidad de lo que Pedro Salinas llamó «el complejo de París»[x] y Darío la «parisitis» o «parisiana».[xi] La historia cultural ha de ceder aquí ante la psicología de las masas y el vocabulario de la universidad, al de la enfermedad o el deseo. La sexualización implacable a la cual va a ser sometida la ciudad («No sé si por las mujeres amo París o es a París el que amo a través de ellas»)[xii] es algo más que un tópico: expresa la naturaleza pasional del vínculo que une a los escritores hispanoamericanos con la Ciudad de la Luz. Del mismo modo que la indiferencia puede volver más deseable al ser amado, el desdén de París hacia los rastacueros acentúa la fascinación de estos últimos y da un valor desmesurado al mínimo signo de reconocimiento. Así se explica, por ejemplo, el impacto que tuvo en Hispanoamérica el ingreso en la Académie Française en 1893 del francocubano José María de Heredia quien, en palabras de Henríquez Ureña, «fue del Nuevo al Viejo Mundo a la conquista de un ramo de laurel».[xiii]

Conquista y conquistas:[xiv] nadie como el ya citado Gómez Carrillo encarna este calambur entre la gloria y el donjuanismo característico del escritor modernista en París. Infatigable polígrafo e intrigante, condecorado con la Legión de Honor del Gobierno francés en 1916, el guatemalteco fue el hispanoamericano más célebre en Francia durante las primeras décadas del siglo xx y el gran alcahuete de la pasión rastacuera por París. En su autobiografía de 1919 explica cómo halló la esencia de la capital francesa en el Louvre, aunque no, por supuesto, en el museo, sino en los grandes almacenes homónimos adonde un amigo le llevó a comprar un perfume:

«Era la súbita revelación de un París ligero, voluptuoso, frou-froutante, oloroso a polvos de arroz, risueño, murmurador, coqueto, refinado, con los párpados algo azulados por las malas noches, con gracias menudas y exquisitas, con un aire de voluptuosidad que me embriagó en el acto».[xv]

 

«No nos enamoraríamos si no hubiésemos oído hablar antes del amor»: la célebre máxima de La Rochefoucauld resulta especialmente certera aplicada a la atracción hispanoamericana por París. Lo que deslumbra en los círculos intelectuales de México, Lima o Buenos Aires no es tanto una ciudad como el discurso que ésta segrega. La obsesión por París precede con mucho al conocimiento concreto de la ciudad. En Raucho (1917), novela del argentino Ricardo Güiraldes (otro parisino reincidente), el protagonista comienza a sufrir la «parisitis» ya en su biblioteca argentina: «Sus ojos se abrieron hacia Lorrain, Maupassant, Verlaine, cantores y contadores de la vida parisiense en su genuino perfume femenino de aventuras, vicios y anhelos […]. Empezó a conocer París como si hubiera vivido en él».[xvi] Viajar a París supone penetrar en un texto altamente erotizado; lo mejor de vivir allí es la posibilidad de hacerle el amor a la ciudad con las palabras, es decir, de escribir sobre ella. Como sugiere Ángel Rama, esta transfiguración textual del espacio urbano hunde sus raíces en el centralismo colonial: «La ciudad ideal de la época no es meramente París […], sino más bien la terca tradición de la metrópoli conservada en el espíritu de las excolonias, esa ciudad central que es posible soñar desde la periferia merced a la excitación promovida por las letras y las imágenes».[xvii]

Sinceridad y pose, ardor y venalidad: toda la ambigüedad de una pasión adolescente, a un tiempo alienante y emancipadora, se halla representada en la actitud de los escritores hispanoamericanos de principios del siglo xx con respecto a la capital francesa. Nadie lo demuestra mejor que Rubén Darío. Desde su niñez en Guatemala, Darío sufrió síntomas severos de «parisitis». Y, sin embargo, como queda claro en una carta a Unamuno de 1899, al hablar precisamente de Gómez Carrillo, Darío distinguía entre «lo que París tenía de sólido y verdaderamente luminoso» y «el article de París que fascina a nuestros esnobs».[xviii] La influencia francesa en su obra, lo que Valera llamó «el galicismo mental» y que el propio Darío describió en términos de bigamia intelectual («Mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París»),[xix] fue de hecho interpretada por muchos escritores y críticos de la época como la clave de la revolución modernista, considerada, de forma casi unánime, como «una declaración de independencia cultural»[xx] de Hispanoamérica. Darío, libertador del idioma, fue el primer hispanoamericano que consiguió convertir el rito de paso parisino en un instrumento de afirmación literaria tanto personal como colectiva.

Darío, no obstante, no salió indemne del París frou-froutante de Carrillo. Una crónica como «El triunfo del chiffon»[xxi] o una poesía como «En el Luxembourg» («Aquí su amable gozo vierte el país latino / se oye un eco de Italia o una frase en inglés / al amor ruso mezcla su ácido el amor chino / y el beso parisiense se junta al japonés»)[xxii] son ejemplos del pesado tributo que el nicaragüense pagó en ocasiones a los espejos y espejismos del mito. En su semblanza del cubano Augusto de Armas, muerto precozmente en París, Darío compara la capital francesa con una reina ardiente y cruel que «da a gozar de su belleza a sus amantes y enseguida los hace arrojar en la sombra y en la muerte».[xxiii] Esta crueldad se manifestaba sobre todo en lo literario: París era capaz de seducir a cualquier hispanoamericano con talento y no dejar de él más que un mero guiñapo repetidor de lugares comunes. El mito era tan poderoso que se imponía a la experiencia individual. Durante su catastrófico viaje a París en 1899 Horacio Quiroga escribió en su diario privado: «En cuanto a París, será muy divertido, pero yo me aburro». Y, al mismo tiempo, en un artículo enviado a la prensa uruguaya: «¡Oh París, París, ansia infinita de todos los que han soñado una vez siquiera los grandes recuerdos y la suprema manifestación del arte!…».[xxiv]