POR MANUEL GONZÁLEZ DE ÁVILA
UN ORIGEN Y DOS TEORÍAS
¿Cuándo empezó la relación entre la imagen (artificial) y la palabra (escrita)? Hace ya muchos milenios, más de treinta, si nos atenemos a las ciencias paleológicas. Aunque, en verdad, tanto como lo que entonces sucedió, objeto de suposición, importa el modo en que ha sido entendido e incorporado a los saberes de que disponemos.

Les resultó fácil entenderlo e incorporarlo a los investigadores que, en la segunda mitad del siglo xx, se enfrentaron con los trazos originarios ejecutados en las paredes de las cuevas (en Lascaux, en Altamira, más tarde en Chauvet, etcétera). Para aprehender los fascinantes grafismos prehistóricos, ora figurativos, ora abstractos, disponían de algunos conceptos bien asentados desde la escuela, y, así, aquéllos constituyeron espontáneamente el texto que en un lenguaje arcano transmitía un mensaje. Siglos de logocentrismo antecedían a esta hipótesis y la naturalizaban: más que pictogramas, que representaciones puntuales de lo que había alrededor (esta mujer, ese bisonte, aquel ciervo), los trazos parietales, incluso los más figurativos, eran el repertorio ideográfico gracias al cual grupos de Homo sapiens, y acaso de neandertales, consignaban en una escritura primitiva, a medio camino entre lo verbal y lo visual, un discurso sobre su mundo (Leroi-Gourhan, Le geste et la parole; Anati, Arte rupestre). Un mundo ya sin remedio humano y cultural; y, por tanto, también ilimitadamente descrito, expuesto y explicado.

Sin embargo, la episteme de este comienzo del siglo xxi es otra. En lugar de un lenguaje simbólico, de una textualidad testimonio de cierta cultura desaparecida, como pretende el logocentrismo, suele preferir ver en tales huellas unos apuntes artísticos inaugurales, consagrados a expresar el vínculo entre la subjetividad incipiente de nuestros remotos antepasados y el mundo sensible, o la participación del individuo en el general movimiento de la vida. Los grafismos originarios serían el instrumento de la afirmación ante lo real del hombre en cuanto ser singular y no ya una tentativa de decir algo articulado sobre ello: así como la noción de arte —recurriendo otra vez, inexorablemente, a una categoría escolar y escolástica— debe sustituir a la de lenguaje para comprenderlos, la de obra tiene que reemplazar a la de texto, la de individuo a la de grupo, y la de forma sensible y emotiva a la de mensaje inteligible (Grosos, Signe et forme). Parafraseado en términos anacrónicos: los hombres de las cavernas habrían sido artistas antes que escritores, estetas antes que intelectuales, y fenomenólogos antes que semiólogos.

 

UNA INVENCIÓN PRODIGIOSA: EL ESPACIO SINÓPTICO
Ahora bien, puesto que estamos condenados a entender el pasado desde el presente y lo desconocido desde lo conocido, cabría considerar que lo que los hombres prehistóricos hicieron fue inventar el primer universo de sentido visual complejo, sinóptico, al igual que el soporte de su estreno, la pared de piedra. Esta última no la inventaron propiamente, claro está, sino que le asignaron la función de medium material, aprovechando incluso sus relieves para que la inscripción de las imágenes ni siquiera se encontrara constreñida por su posterior y más frecuente bidimensionalidad. Nuestra idea es, entonces, la siguiente: de lo único de lo que no es legítimo dudar es de que los trazos ejecutados sobre dicho medium despliegan ya el entero abanico de los modos posibles de constitución de los signos, pues entre ellos hay iconos (figuras del mundo, de hombres, animales, gestos y actos), índices (huellas de manos, positivas y negativas) y símbolos (esquemas, flechas, estrías, rejillas, espirales); ni de que todos ellos se esfuerzan, dado que ése es el trabajo del signo, por convocar la experiencia de otros modos, los humanos, de habitar la realidad y por enunciar lo que debió de ser el saber coetáneo sobre esas formas específicas de existencia.

Y tampoco es contestable que, en tales primeras presentaciones y representaciones simbólicas de la humanidad, lo que nuestro vocabulario discrimina como «sensación», «percepción» o «intelección» resulta muy difícil de separar, algo que relativiza la perpetua querella entre logotetas e iconófilos, entre lingüistas y visualistas. Aunque no se trata únicamente de eso. Si damos por buena la hipótesis de que las cavernas fueron el escenario de ritos cultuales y culturales, en los que emergían los antecedentes lejanos del recitado, la música, la mímica, la danza y el teatro, entonces allí las formas sensibles no sólo se fundían en una sinestesia constitutiva que envolvía la sinopsis, la percepción visual unificadora y sus derivaciones cognitivas, sino que también se volcaban hacia una sinquinesia práctica (Abril, Análisis crítico de textos visuales), hacia una integración de los signos inscritos, las pinturas y los esquemas, con la actividad psicomotriz y la acción protocolaria. Dicho de otro modo: en el universo de sentido prehistórico, que todo invita a seguir pensando como religioso, no había una clara distinción, o eso creemos, entre los diversos tipos de imágenes (visuales, acústicas, táctiles), ni entre éstas y las palabras, ni tampoco entre unas y otras como signos y las conductas como series de gestos significantes para un grupo humano.

Así pues, si bien es costumbre rastrear los precursores de los textos verbovisuales contemporáneos (de las páginas web, los anuncios publicitarios, los manuales de enseñanza, las instrucciones de montaje, etcétera) en los caligramas, los emblemas y los loci mnemotécnicos del Barroco, no convendría pasar por alto que la combinación y la trasposición entre imágenes y palabras comenzó, casi seguro, muchos milenios antes de que hubiera propiamente una escritura, cuando no parece que existiese una tajante división del trabajo, ni del material ni del simbólico, en las sociedades, ni una fragmentación de sus actividades en campos autónomos, como sucede en el presente. Nada impide entonces considerar los trazos figurativos prehistóricos también como esquemas (de sensaciones y de percepciones); y, recíprocamente, los trazos esquemáticos como figuraciones (de actos intelectivos), todos ellos embebidos de emoción y propensos, por su propia naturaleza cultural, a describir, narrar y argumentar.

 

UN DESENVUELTO RECORRIDO POR LA HISTORIA
Desde, por un parte, la soberanía integradora de los signos prehistóricos —que agrupa iconos, índices y símbolos— y, por otra, desde su majestuosidad sensorial —que resalta la exuberancia de los colores, formas y texturas del mundo—, su sutileza emocional —que traslada el temor y temblor del hombre enfrentado a la naturaleza— y su acuidad cognitiva —que dice la excitación de descubrir orden en el seno del caos— se siente la tentación de juzgar con cierta distancia divertida los aludidos debates posteriores que sobre la superioridad o la inferioridad, la dependencia o la independencia de las palabras y de las imágenes, de las artes verbales y de las visuales registra la historia de las ideas, incluido, sin duda, este mismo texto.

Por ejemplo, provoca melancolía el que Platón, al reaccionar contra la hipótesis atribuida a Simónides (siglo vi a. C.) acerca de la primacía epistemológica de la vista, condenara de forma enfática la eikasia, el icono —por el que probablemente se sentía fascinado—, a no ser, justo debido a su riqueza sensorial, más que doxa, opinión común a propósito de la apariencia, contraria a la episteme, al saber verdadero sobre la esencia de las cosas; sólo para que su discípulo Aristóteles postulara poco después que sin imágenes no hay creación de conocimiento, aun cuando el más alto conocimiento se localizase también para el Estagirita en el logos, en la razón verbal; y para que, algunos siglos más tarde, Leonardo da Vinci poco menos que decretara la superioridad intelectual y científica del pintor sobre el hombre de letras, porque el pintor estudiaba la realidad material en sus mínimos detalles, mientras que el escritor solía andar perdido en una retórica volátil, en lo que desde Wittgenstein cabría llamar un conjunto de «juegos de lenguaje» ensimismados.

Irónico resulta igualmente que Gotthold Ephraim Lessing, a quien se atribuye el mérito de la separación doctrinal definitiva de aquello que la práctica antropológica de las cavernas había unido, los iconos y los símbolos, y poco menos que el descubrimiento de que cada tipo de signo humano posee su semiótica propia, sin que ninguna de ellas sea reducible, y ni siquiera traducible por completo, a las otras, no hiciera más que amplificar una ingeniosa y lapidaria perogrullada de La Fontaine: «Las palabras y los colores no son cosas semejantes, ni los ojos son tampoco las orejas» («El cuadro», en Cuentos libertinos).

Por no hablar del autor sin el cual ningún manual de estudios interartísticos estaría completo, el latino Horacio, para el que la poesía debía, si quería conquistar y defender su cuota de mercado, proponer al receptor una inmersión sensorial y una sugestión emocional al menos equivalentes a las que lograba producir en el suyo la pintura, anticipándose de esta suerte a quienes encuentran hoy la literatura convencional insuficiente en su monótona o monomodal verbalidad y la reclaman aumentada o «expandida».

Así, podríamos seguir seleccionando fragmentos de otra doxa, en este caso, la académica, y procurar concertarlos de modo que las grandes voces de la historia del arte y de la literatura, de la estética y de la teoría del conocimiento, dieran la impresión de dialogar entre sí como en un simposio de sabios desinteresados; y de discutir, por encima de toda barrera espacial y temporal, los méritos y deméritos respectivos de las artes de la palabra y de las artes de la imagen, y sus condiciones formales de ejercicio.