POR AROA MORENO
© Iván Giménez
© Iván Giménez

Eran los años noventa cuando una mujer desconocida irrumpía en la literatura ganando el XI premio La sonrisa vertical de narrativa erótica que otorgaba la editorial Tusquets. La novela se titulaba Las edades de Lulú. Su autora, que hasta entonces trabajaba en el mundo editorial como redactora, tenía veintiocho años y había escrito la novela de madrugada, antes del amanecer, antes de llevar a su hijo al colegio, antes de la jornada laboral. Era Almudena Grandes (Madrid, 1960), y se convertiría con los años en una de las escritoras más leídas, aplaudidas y queridas de la literatura en español. 

Decía Almudena que cuando te gusta un libro, dejas de leer la vida del personaje para leer tu propia vida. Que lees en primera persona del plural. La primera vez que a ella le sucedió eso fue siguiendo a Ulises en La Odisea. Decía que aquella había sido su lectura más importante. El libro se lo había regalado su abuelo para su comunión.

Ulises y Almudena se ataron juntos a un mástil. Ulises y Almudena dejaron ciego a Polifemo. Ulises y Almudena gritaron que no eran nadie. Ulises y Almudena regresaron a Ítaca. Ulises fue el primero de sus héroes, un héroe imperfecto, como los que ella escribiría después: héroes que dudan, héroes que tiemblan de miedo, hombres y mujeres solos que no se resignan a asumir su destino. Escuchar a Almudena Grandes hablar de literatura hacía al lector comprender el tipo de compromiso que la autora tenía con su oficio. 

Cuentan sus amigos que daba igual lo que hubiera hecho el día anterior o que tuviera la casa llena de gente. Ella se levantaba, se ponía un té y se fumaba un cigarro, y empezaba a escribir la aventura. Solo así se puede comprender, con esa persistencia por sacar adelante su trabajo de creadora, que entregara miles de páginas trabadas de complejas arquitecturas argumentales e inmersiones históricas, que publicara un libro cada pocos años y que confiara en que sus lectores estarían ahí, esperando una nueva novela, dándole la libertad que ella necesitaba. 

Almudena creía en las grandes ficciones, en la capacidad de la literatura por arrastrarte a otros paisajes, a otras islas. Contaba las novelas que le gustaban con devoción. Creía en la fuerza de la palabra para ponerte en la piel de otro. Fue lectora de toda la obra de Julio Verne, de Robert Louise Stevenson, de Benito Pérez Galdós, de Cervantes, de Daniel Defoe, y se fue forjando la escritora a través de las historias más increíbles y la ética de los héroes tiznados por la derrota. 

Decía Almudena que cuando te gusta un libro, dejas de leer la vida del personaje para leer tu propia vida. Que lees en primera persona del plural. La primera vez que a ella le sucedió eso fue siguiendo a Ulises en La Odisea. Decía que aquella había sido su lectura más importante. El libro se lo había regalado su abuelo para su comunión

Lulú permitió a su autora dedicarse a la literatura durante toda su vida. Entonces, eran muy pocas las mujeres que llegaban a las listas de los más vendidos. Que llegaban siquiera a los catálogos editoriales. Aquel libro, que va más allá y más al fondo que su argumento sexual, tuvo muchas traducciones e inspiró una película del director Bigas Luna. El siguiente, en 1991, se titula Te llamaré Viernes, en homenaje al compañero de Robinson Crusoe. 

Algunos años y títulos después escribe una novela importante dentro de su trayectoria: El corazón helado. Aunque la memoria es un tema importante para la escritora desde siempre, y aparece en varios capítulos de novelas anteriores y en muchas colaboraciones de prensa, es en esta cuando decide mirarlo de frente. Y descubre que no es en los grandes libros de relatos oficiales donde va a encontrar la compañía y documentación para la narrativa, sino en las orillas, en las pequeñas historias olvidadas, en los héroes solitarios y aplastados por la dictadura, en memorias que no están en ningún catálogo. Lo hará siguiendo la tradición clásica de la prosa, pero rompiendo con la Historia y sus estereotipos. Por primera vez, y vendrán muchas más, escribe y abre una línea desde el pasado sentimental de España hasta nuestro presente. 

Consciente de que había encontrado un filón de aventuras y de que el territorio de la literatura es la emoción, reconoció la escritora su propio asombro cuando encuentra la historia de la invasión de Val d’Aran en 1944 por una partida de guerrilleros comunistas. Decide contarla en Inés y la alegría. Inés fue la primera de las heroínas a las que daría vida para cartografiar un pasado aplastado en los laterales de una historia conscientemente olvidadiza. 

Es el año 2010, y Almudena anuncia que esta novela formará parte de una serie de seis que agrupará bajo el galdosiano título Episodios de una guerra interminable. Y compromete su escritura con ellos, con un pie en el mundo de hoy pero regalando a los personajes una única felicidad posible: van a sobrevivir al dictador. Van a llegar a alguna Ítaca. Van a tensar el arco de Ulises delante de Penélope. Almudena sabía que pisamos sobre un territorio extraordinario apasionante de villanos y vencidos, de invasiones, de guerrillas y olvido, y respondió a un impulso irresistible: devolver a la resistencia antifranquista su espacio en el relato de la democracia española. 

Publica cada dos años cuatro títulos más ordenados cronológicamente: Las tres bodas de Manolita, El lector de Julio Verne, Los pacientes del doctor García y La madre de Frankenstein. Y dejó una novela para concluir este titánico proyecto.

El día 27 del pasado mes de noviembre, Almudena Grandes murió en su casa de Madrid. Pudimos leerla al día siguiente en el periódico, porque había dejado enviada su columna quincenal, y podremos leerla en 2022 porque también envió una novela a Juan Cerezo, su editor de Tusquets, la misma editorial que la premió en 1990. No nos extrañaremos de que Almudena escribiera esa novela sobre un futuro próximo. La literatura, una vez más, le permitiría lo imposible. 

Después de tantas páginas, le preguntaría a Almudena quiénes son hoy nuestros héroes. Dónde está nuestra Ítaca. Tal vez, la escritura fue la isla a la que regresar siempre, mañana tras mañana: un viaje infinito que no se acaba mientras nos queden libros. Una forma de estar en la vida. De rebelarse contra el tiempo. Escribiendo y leyendo.