«El único conflicto: pasar de no escribir a escribir»Por Carmen de Eusebio

© Miguel Lizana

 

 

Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964) es poeta, ensayista y narrador. Graduado en Ingeniería Hidraúlica por la Universidad de La Habana, practicó durante cinco años esa carrera, que luego abandonó. Ha publicado, entre otros títulos, Las comidas profundas (Deleatur, Angers, 1997), Asiento en las ruinas (Renacimiento, Sevilla, 2005), In the cold of the Malecón & other stories (City Lights Books, San Francisco, 2000), Cuentos de todas partes del Imperio (Deleatur, Angers, 2000), Un seguidor de Montaigne mira La Habana/Las comidas profundas (Verbum, Madrid, 2001), Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002), El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, Sevilla, 2004), Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2005), La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007), Villa Marista en plata. Artes, política, nuevas tecnologías (Colibrí, Madrid, 2010) y, junto a Fermín Gabor, La lengua suelta, seguido de Diccionario de la lengua suelta (Renacimiento, Sevilla, 2019). Reside en Madrid desde 2006 y, desde esa fecha y hasta 2009, dirigió la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Ha sido profesor visitante en la Universidad de Penn y en la Universidad de Princeton, así como escritor en residencia en la Universidad de Berkeley, en California. En 2013, ocupó la Cátedra Andrés Bello de Cultura y Civilización Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Actualmente es vicedirector del diario digital Diario de Cuba, que se publica en Madrid.

 

 

 

 

Usted ha escrito novela, cuento, poesía, crítica, y también ejerce el periodismo. ¿Cómo se ve a sí mismo como escritor? ¿Siente que hay unidad en la multiplicidad? ¿Le resulta conflictivo o pasa de lo uno a lo otro de manera fácil?

Creo que lo único conflictivo es el pasar de no escribir a escribir, no el entrar en un género literario u otro. Novela o poesía o cuento o crítica o ensayo o periodismo, esos y otros son avatares de la escritura. Elegibles hasta cierto punto, hasta el punto de la equivocación, pero no tan conflictivos como esa disyuntiva entre escribir o no escribir.

Y ahora que hablo de avatares, es curioso el destino de ese término, que viene del sánscrito y hasta hace poco aludía principalmente a la encarnación de un dios, pero ahora significa sobre todo la identidad de un usuario en una red informática. Es curioso cómo se metamorfosean las palabras…

 

En 2007 publicó La fiesta vigilada, una suerte de parodia carnavalesca de la cultura y la política cubana. Es un libro donde la culpabilidad, es decir, la actitud vigilante y represiva ejercida por el Estado permea incluso sobre los intelectuales simpatizantes del régimen. ¿Hay diferencia entre esta actitud de la inteligencia policial de los Estados comunistas y los dictatoriales de otro orden?

Bueno, preferiría no entrar en el campo de la tiranología comparada, si es que esa disciplina existe. Porque cada quien que haya padecido o que padezca una dictadura podrá afirmar que su experiencia es la peor, podría incluso ofenderse ante la idea de compararla con otra. Comparar tal vez equivaldría a relativizar y procurar atenuantes.

Prefiero entonces apuntar algunos rasgos de las dictaduras comunistas confirmables en los manuales de historia moderna y contemporánea. Son dictaduras que llevan tan lejos la vigilancia que están interesadas no sólo en lo que hagan los ciudadanos, sino en lo que podrían llegar a hacer. No solamente se interesan por actos cometidos, sino también por los pensamientos de la gente.

Cuentan, por tanto, con fuertes policías del pensamiento. El código penal cubano contiene una ley de peligrosidad predelectiva. Gracias a ella, un sujeto puede ser condenado, no por delito cometido, sino por su disposición a delinquir. Y con esa misma lógica opera la censura política sobre la literatura y otras artes. De modo que un encontronazo con la censura puede traducirse no sólo en que determinado texto deje de aparecer (tenga en cuenta que la totalidad del sistema editorial es propiedad del Estado), sino en que tampoco aparezcan los textos futuros de ese autor. E incluso en que desaparezcan sus libros ya publicados.

No es una pelea entre autor y autoridades por cierto texto o por ciertos rasgos de ese texto, sino una pelea de las autoridades por el alma del escritor. Y aquí cabría traer a cuento aquella historia de Philip K. Dick filmada por Spielberg en Minority Report. Pero como el régimen cubano no cuenta con mutantes que auxilien a su policía premonitoria, recurre a otras vías, y la delación entre escritores es una de ellas.

 

¿Cuándo salió usted de Cuba para pasar de ser un disidente interior a un crítico en el exilio? ¿Ve Cuba de manera distinta desde España?

Sí, y doy gracias porque esa manera distinta no esté empañada por la nostalgia. No saudade. No morriña. No «gorrión». Gorrión llamamos los cubanos a la tristeza más o menos incomprensible.

Creo que mi manera distinta de ver a Cuba tiene un ancho más panorámico que antes. Gran profundidad de campo, por usar un término de la fotografía de cine. Ahora me considero capaz de percibir más detalles y percibir todos esos detalles nítidamente. Aunque aquí cabría alguna que otra equivocación sobre mí mismo…

Salí de Cuba y vine a vivir a Madrid en 2006. Desde entonces, cada uno de los doce animales de la astrología china tuvo su año y regresó el perro, cuyo año está por terminarse este febrero. Así que ya llevo aquí más de un ciclo.

Creo que lo único conflictivo es el pasar de no escribir a escribir, no el entrar en un género literario u otro

En El libro perdido de los origenistas (2002), usted recoge diversos ensayos y, al tiempo que hace una lectura crítica (en el sentido analítico del término), se define ante esa generación notable y fundadora que le precede. ¿Podría decirme qué valora aún para su propia tarea en escritores como Virgilio Piñera, Lezama Lima, Eliseo Diego o Gastón Baquero?

Me ocupé en ese libro de los escritores reunidos alrededor de la revista Orígenes (1944-1956) y, especialmente, de cómo algunos de esos escritores sufrieron el embate de la política revolucionaria, que los condenó a la censura y a la muerte civil, para luego, una vez fallecidos, retomarlos como grandes bienes culturales de la nación.

Yo había leído a Lezama Lima y a Piñera procurándome ejemplares de sus libros en las catacumbas, y pocos años después veía ensalzados a esos dos autores por el mismo régimen que había vigilado que no se imprimiera o pronunciara el nombre de ellos. Así que tuve que preguntarme qué había ocurrido para un cambio así, publiqué ese libro que usted menciona, he vuelto al tema en otros textos, y sigo rumiando la misma pregunta.

Sin embargo, ellos son para mí más que esa pregunta obsesiva. Ellos son sus libros, la felicidad de haberlos leído y de releerlos. Representan la resistencia del escritor que sigue en su trabajo pese a encontrarse condenado a muerte civil. No le dejan escapatoria, pero no lo abandona su convicción de hacer una obra. Y, ya que el régimen revolucionario cubano recurrió a prácticas dignas del estalinismo para anularlos, puede decirse, en reciprocidad con ese estalinismo, que ellos son nuestros Ajmátova y Mandelstam y Tsvetaeva y Pasternak.

Aclaro que no entran aquí Eliseo Diego y Gastón Baquero, escritores cuyas obras admiro, aunque en menor medida, pero a los que, éticamente hablando, no considero dignos de admiración.

La Reina de Corazones de Carroll se entendería perfectamente con la ley cubana de peligrosidad predelectiva

Acaba de publicar usted un grueso libro, La lengua suelta. Seguido de Diccionario de la lengua suelta. La primera parte corresponde a Fermín Gabor; la segunda, a usted. Creo que es una ácida y cómica lectura de la cultura cubana en los tiempos de la revolución. ¿Puede hablarnos de cómo ha concebido este libro a dos voces?

Es grueso el libro, sí. Tanto que cuando recibí las pruebas de imprenta pensé que le habían intercalado por error pruebas de otro libro adentro.

En los primeros años de este siglo, y por una década, Fermín Gabor escribió unas crónicas satíricas de la vida cultural y política en Cuba que tituló La lengua suelta. Esas crónicas circularon primero entre correos electrónicos y aparecieron después en la revista electrónica La Habana Elegante, que Francisco Morán publica en Nueva Orleans.

Fermín Gabor era un seudónimo, dado el riesgo que corrían aquellas opiniones y burlas. En sus crónicas cabían diversos registros: el chisme (llamémoslo petit histoire para dignificarlo), la crítica literaria y fílmica, la denuncia política, la caricatura, el obituario…

Circularon esas crónicas, sobresaltaron y divirtieron y, después de una década, silencio. Sin una despedida ni una explicación, no se supo nada más de Fermín Gabor. Ahora este volumen contiene todas sus crónicas, a las que agregué un diccionario biográfico que cuenta cómo siguieron sus vidas todas esas figuras con las que él se entretuvo.

Procuré que el libro apareciera ahora, cuando aún su materia es historia viva y no se ha reducido a simple costumbrismo. Y creo que puede entenderse como una historia cultural de Cuba y del castrismo, como una historia de las mentalidades o como etnología. Aunque, sobre todo, es literatura y humor.

 

Una de las bestias negras de Fermín Gabor es la llamada «novela de la revolución», y personajes como Ambrosio Fornet o Pablo Armando Fernández. ¿Podría decirnos, en síntesis, qué función ejercieron en la formación del espíritu revolucionario, por decirlo de una forma que a los más maduros españoles nos puede recordar a cierta disciplina formativa franquista?

Pablo Armando Fernández es el ejemplo de un escritor censurado que, levantada su prohibición, muestra haber aprendido la lección de servilismo. No es un ideólogo ni un escritor atendible y su única contribución a esa formación del espíritu revolucionario por el que usted me pregunta sería figurar como un cortesano notable. Equivale a uno de aquellos escritores soviéticos con residencia en un moderno edificio moscovita, automóvil, dacha y vacaciones en el Mar Negro, todo ello proporcionado por el régimen.

Ambrosio Fornet, a quien le han adjudicado una especialización bastante infundada en la narrativa cubana, anunció durante décadas el nacimiento de «la novela de la revolución». Ése fue su modo de servir a las autoridades y la cultura oficial. Su olfato de crítico literario, el que pueda tener, le avisaba de que tal novela vendría, y él estaría allí, en su puesto de partero. Sería el primero en saludarla. ¿No es ése el sueño más preciado para un crítico literario, asistir al nacimiento de un gran fenómeno que hubiera pronosticado?

Sin embargo, Fornet se mostró como un pésimo pronosticador. Ya Miguel Barnet, dirigiéndose en un poema a Ernesto «Che» Guevara, había escrito: «No es que quiera darte / pluma por pistola, / pero el poeta eres tú». Pablo Milanés había retomado estos versos en una canción suya, y podrían citarse textos por el estilo de Roberto Fernández Retamar y de Cintio Vitier. En ese discurso de las armas y las letras, no sólo salían ganando los hombres de armas, sino que los letrados les cedían también la oportunidad de la escritura.

¿Qué era entonces eso de una novela de la revolución? Cualquier intento de escribirla no podría apartarse un ápice de la historia oficial. Un narrador metido en esa tarea no tendría margen ninguno, pues únicamente le correspondería confirmar a Fidel Castro. Y es que la novela de la revolución sólo podía escribirla el líder de la revolución. O, aun peor, la novela de la revolución era Fidel Castro.

Ambrosio Fornet pedía un imposible: una obra de ficción plena de valores literarios que viniera a confirmar la ortodoxia revolucionaria. No me extraña que no alcanzara a saludarla. Tampoco me extraña que él terminara trasladando su curiosidad hacia las obras de algunos escritores exiliados. De exiliados que no cuestionan la legitimidad del régimen al cual él sirve.

 

¿Es el humor y la ironía al sesgo —paródica en ocasiones— la mejor arma intelectual contra la estulticia totalitaria, contra la estupidez en general?

No sé si la mejor, pero sí una muy buena. Podría considerarse un arma pueril, pero si hablamos de puerilidad está aquel niño de la historia de Andersen, capaz de ver que el traje nuevo del emperador no existe, que la pompa imperial es nada. Y está la niña Alice, a quien indigna que la Reina de Corazones vaya a dictar sentencia antes de que exista veredicto. Por cierto, esa Reina de Corazones de Carroll se entendería perfectamente con la ley cubana de peligrosidad predelectiva…

La Reina de Corazones ordena que le corten la cabeza a esa atrevida criatura, Alice tiene la suerte de crecer hasta su tamaño real y, lo mismo que el niño de Andersen, consigue desarticular toda la tramoya del poder. Grita a las autoridades reunidas en la sala de justicia que ellos no son más que un paquete de cartas. Consigue que la corte de los reyes de Corazones gire en remolino contra ella, da un grito, y despierta del sueño que ha sido todo el libro.

Éste es uno de mis episodios favoritos desde la primera vez que lo leí, aunque no supiera entonces por qué, intuitivamente. Contiene altísima imaginación literaria, descarrilamiento de la lógica, sátira contra el poder y, para salvar una situación ahogante y de pesadilla, todo un repertorio de vías de escape: el engrandecimiento, la definición del enemigo, la metamorfosis del enemigo, el grito y el despertar de la pesadilla.

 

Me ha parecido muy interesante la riqueza léxica cubana presente en La lengua suelta. ¿Encuentra mucha diferencia con la pobreza o riqueza del léxico empleado en España?

Lo escrito por Fermín Gabor está lleno de cubanismos, lleno de citas de la música popular cubana, de los estribillos de sus sones y de las frases de sus boleros. Utiliza arcaísmos republicanos y expresiones de timba, la música que se escuchaba por toda La Habana en esos años. Tiene ecos del barroco del Siglo de Oro español y ecos del barroco de Lezama Lima. Y no faltan jirones de consignas políticas. En suma, toda la artillería del lenguaje para la burla y el desdén.

Pero su pregunta supondría la comparación de léxicos de un lado y del otro del Atlántico, y yo no soy lexicógrafo, a pesar de haberme atrevido a armar un diccionario. Lo hice irónicamente, como sabe, y únicamente podría arriesgarme a responder a su pregunta en tanto lector.

Metido en un trance así, he visto muchas veces explicar la vivacidad de la lengua española de América por tratarse de una lengua adquirida, con la que se necesita forcejear, mientras que España siestea en su propia lengua, tan asentada que casi anda moribunda. ¿No ha oído usted algo así muchas veces?

Se trata de una hipótesis tribal y remota, que ni siquiera es válida para los primeros tropiezos de colonizadores y colonizados. Pues, si bien estos últimos tenían que vérselas con una lengua ajena, los primeros se las veían con su propia lengua puesta a prueba radicalmente. Y de esa radical puesta a prueba viene la riqueza idiomática de los cronistas de Indias. Así como de otra clase de aventura viene el filón de la lengua de los místicos.

De modo que no hay respuesta tribal para esa pregunta suya. Dicho esto, no es que yo tenga una buena opinión de la literatura que se escribe hoy en España, con su flojera de lenguaje. Una flojera de lenguaje detectable también en la literatura cubana actual. Pero aquí, como en otros asuntos, es mejor hablar de casos particulares. Y las literaturas nacionales son falsos casos particulares.

 

Granma y La Jiribilla son dos fuentes claves como depositarias de tópicos, insidias, manipulaciones y delirios del espíritu deformativo y coercitivo del castrismo. Además de desarrollar la paciencia y la impaciencia, ¿qué es lo más subrayable que ha aprendido de la frecuentación de esas lecturas?

Aprendí muy pero que muy bien lo que es neolengua. Antes de leer a Orwell. Antes de leer a Armand Robin y antes de leer LTI. La lengua del Tercer Reich, de Victor Klemperer.

De estos tres autores, el francés Armand Robin es el menos conocido. Hace unos años, Pepitas de Calabaza publicó en español sus ensayos sobre la instrumentalización del lenguaje. Robin conoció más de una veintena de lenguas y monitoreó la propaganda política radial en esas lenguas desde comienzos de la Segunda Guerra Mundial hasta los inicios de la Guerra Fría. Tuvo como tarea la composición de un boletín oficial a partir de sus escuchas radiales y llegó a sostener que el daño que la propaganda política hacía al lenguaje adquiría dimensiones cósmicas. Describió universos gigantes de palabras que giraban, enloquecidas, cada vez a más velocidad, sin engarzar nunca en nada que fuera real. Robin fue una suerte de Jakob Böhme en medio de los totalitarismos.

Pero vuelvo a prensa oficial de La Habana. ¿Es posible imaginar el acto de leer un periódico desprovisto de toda curiosidad? Las publicaciones oficiales cubanas consiguen ese imposible, desterrar de antemano toda curiosidad del lector. En el fondo, llevan tan lejos el no pensar en los lectores, que podrían perfectamente existir sin ellos.

Al final de su vida, el dictador portugués António de Oliveira Salazar se cayó de una silla de pedicuro y se golpeó la cabeza. En Estoril me enseñaron la silla. Salazar obligó a mantener aquel episodio en secreto y un par de semanas después tuvo que ser operado por complicaciones. Se hizo entonces imprescindible nombrar otro primer ministro y después, con Salazar más o menos recuperado, hubo que ocultarle la existencia de aquel primer ministro y hacerle creer que él seguía al mando. Así ocurrió durante año y pico, hasta que murió. En alguna parte leí que llegaron a imprimirle un periódico de uso exclusivo, detalle que no he visto confirmado en las dos biografías suyas que he consultado, pero que me vale ahora para esta comparación: la prensa oficial cubana aspira a ese diario de lector único, de lector dictador. No es periodismo de ningún modo, es solipsismo.

 

Casi no deja usted títere con cabeza… A los ya mencionado, habría que recordar a Antón Arrufat, Padura, Roberto Fernández Retamar, Ángel Augier, Dulce María Loynaz, Fina García Marruz, y muchos más, algunos de ellos desconocidos para mí. ¿Encuentra usted algún denominador común en ellos?

Ah, siempre quedan títeres pendientes. Es un guiñol tan grande que no habría podido abarcarlo completamente… Usted menciona algunos nombres y es difícil encontrar un denominador común para todos ellos. En tanto autores, de esos nombres sólo me interesan Fernández Retamar y García Marruz. Él, por un primer libro ensayístico, su estudio de la poesía contemporánea cubana, y por la elegía que escribió a la muerte de su padre. Ella, por su obra poética y ensayística.

Pero, ¿qué pueden tener en común todos esos nombres? Creo que a cada uno podría adjudicársele, al menos, un episodio infame. Fernández Retamar firmó en 2003, como miembro del Consejo de Estado, la sentencia de muerte de tres jóvenes que intentaron secuestrar una lancha para huir del país. Fueron fusilados los tres jóvenes, esos fusilamientos despertaron el rechazo internacional, y el rechazo internacional provocó en La Habana una carta de intelectuales de apoyo al régimen que García Marruz y Arrufat se apresuraron a suscribir.

Padura fue entrevistado en 2018 por el político español Pablo Iglesias (Unidas Podemos, antes Podemos) y declaró que la cifra de cubanos caídos en la guerra de Angola resultaba «ridículamente baja». Dio por buena las fraudulentas cifras oficiales y, encima, se permitió ese abyecto comentario de generalote.

Dulce María Loynaz, a quien no podría achacársele contubernio con el régimen castrista, aceptó en 1947 la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio. Las autoridades que la condecoraban habían hecho fusilar años antes a Federico García Lorca, amigo de sus hermanos y visitante de su casa familiar.

¿Quién me falta? ¿Augier? Mejor será que el lector interesado siga en las páginas de Gabor y de mi diccionario. En el fondo de estos ejemplos que he citado hay muertos, y hay unos escritores que, con responsabilidades distintas, pasan por encima de esos muertos.

 

Se habla en esta obra de algunos disidentes famosos, como Heberto Padilla, la gran Lydia Cabrera, el no menos grande Cabrera Infante, pero hay otros que no recuerdo que los mencione o se hable de ellos, como Severo Sarduy, que desarrolló casi la totalidad de su obra en París, aunque bien es verdad que no escribió textos críticos sobre la política castrista. ¿Cuál es su afinidad y su diferencia con las posturas de estos exiliados?

Componer un diccionario obliga a detenerse en las especificidades y circunstancias de cada caso y, a tan poco tiempo de haber terminado el mío, me siento incapacitado para responder a esa pregunta. Ando un poco perdido, no alcanzo a ver el bosque, todavía estoy embobecido frente a un árbol y otro y otro árbol… Pero Severo Sarduy sí que está, aunque con muy breve entrada. Leí un libro dedicado a Roland Barthes donde lo mencionaban y el autor de ese libro creyó necesaria una nota a pie de página para explicar a sus lectores franceses quién había sido Sarduy. Lo cual me obligó a comprobar que, desde su fallecimiento hasta la publicación de aquel libro, habían pasado únicamente trece años. La nota a pie de página denotaba el olvido de un escritor, y escribí a partir de eso. Fermín Gabor no menciona a Gastón Baquero y yo no podía, por tanto, dedicarle una entrada, pero aproveché la dedicada a José Martí para recordar la visita que hice a Baquero en su piso madrileño, en 1993. Y aparecen, además de los que usted menciona, Eugenio Florit, Reinaldo Arenas, Lorenzo García Vega y José Kozer, exiliados todos. Así como otros exiliados que no resultan tan memorables.

 

Dedica algunas páginas lúcidas y terribles a la cultura de la delación. ¿Es el mal más sibilino y cobarde? ¿O es solo un punto de la cadena de miedo tensada por una política policial cruel?

Cada vez la literatura parece menos proclive a ocuparse del mal. O, espere, voy a pedirle que cuando se publique esta frase vaya con mayúscula: cada vez la literatura parece menos proclive a ocuparse del Mal. Al parecer, no hay que buscarlo en títulos demasiado recientes, sino en el siglo antepasado. En Dostoievski, en Balzac, en Dickens. Desde entonces, el ambiente general parece haber ido perdiendo atmósferas, unidades de presión teológica sobre la gente. Y hoy es preciso procurar el mal en novelas negras, en series televisivas, en cómics, en subgéneros. Y, por supuesto, en los recuentos históricos de totalitarismos, todas esas biografías de Hitler y Stalin que uno hojea en las mesas de novedades.

En Berlín existen doscientos kilómetros de delaciones en los expedientes policiales de la Alemania comunista conservados gracias a la Junta Gauck. Tal como he leído, la ciudadanía francesa presentó cinco millones de cartas de delaciones ante el régimen de Vichy y las autoridades de ocupación alemana. Luego de estos ejemplos, calculo que la población cubana habrá producido, desde 1959 hasta la fecha, un considerable volumen de chivatazos.

A veces me pongo a imaginar cuánto tesoros habrá en esos archivos de la policía secreta cubana. Porque de ellos salió la obra póstuma de Virgilio Piñera, tal como cuento en este último libro. Y allí estarán, y aguardan a ser reveladas, las mil y una novelas de delaciones entrecruzadas. Pero digo que aguardan a ser reveladas, no por convicción en que algún día vaya a ocurrir, sino porque está en la naturaleza de lo secreto aguardar a ser revelado.

 

Tras este magnífico libro, ¿qué otro libro esperamos de usted?

Una falsa biografía de Nitza Villapol, la autora del más reeditado libro de recetas culinarias cubanas y de un programa televisivo de cocina que inició en la televisión prerrevolucionaria y continuó en la televisión estatal revolucionaria.

Será una falsa biografía, no porque vaya a achacarle a Nitza Villapol algunos episodios apócrifos, sino porque me valgo del pretexto de biografiarla para organizar algo que pueda ser entendido como una novela. Y ahora que digo esto me doy cuenta de que me propongo algo a tono con las prácticas culinarias de Nitza Villapol, que enseñaba cómo lograr un plato mediante ingredientes sustitutivos.

Lo suyo era imaginación culinaria en medio de la escasez y me temo que lo mío es imaginación novelística también en la escasez. A ver qué sale y a qué sabe eso que salga.

Mil gracias por sus preguntas.

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