«Una gran parte de la humanidad vive sin saber que la literatura existe mientras nosotros sentimos melancolía por una Edad de Oro Literaria que seguramente jamás se dio»Por Nadal Suau

Fotografía de Álvaro Moreno

Nos citamos para conversar a través de Zoom, de México a Mallorca en una entrevista pixelada que, sin embargo, se acaba convirtiendo en pasaporte a la intimidad ajena: nos interrumpe un mensajero que aporrea la puerta de Ortuño en Guadalajara, mi perrita sedienta de atenciones, la actividad incesante en la casa del narrador… Además, las etiquetas sobran, y así puedo contemplar el espectáculo cómplice de un novelista mexicano vistiendo la camiseta del Atlético de Madrid («¡Tantos sinsabores me ha dado ese equipo…!»).

Ortuño es una metralleta de ideas y observaciones que se divierte genuinamente desgranando las pautas de su oficio. Sin perder de vista su producción anterior, nuestro encuentro responde a la publicación reciente de La armada invencible, su última novela, la historia de un grupo de amigos que forman una banda de heavy metal en pos de un triunfo incierto. Compuesta mediante entrevistas como si de un reportaje musical se tratara, la obra permite acercarnos a un abanico de perfiles humanos sorprendentemente reconocibles y vivos.

Isahiah Berlin distinguía al escritor erizo, que trabaja una y otra vez con los mismos materiales, del escritor zorro, que con cada libro prefiere salir a la caza de estímulos imprevistos. Tengo la sospecha de que tú perteneces a la segunda categoría.

Me reconozco en eso, sí. Cada vez que pienso un nuevo proyecto, pongo en juego el riesgo de no repetir cosas que ya he hecho. Aunque no siempre fue así. Por distintas circunstancias, mis dos primeras novelas (El buscador de cabezas y Recursos humanos) acabaron escribiéndose casi a la vez, hasta el punto de que mi cabeza las convirtió en un solo libro. Esto tuvo algo bueno, y es que la experiencia obtenida con la primera beneficiaba simultáneamente a la segunda. Pese a ello, no me gustó trabajar de esa manera, fue aburrido. Desde entonces, prefiero volver a aprender a escribir con cada libro… Bueno, por supuesto esta frase contiene una exageración, incluso una falsedad: es imposible esquivar el fraseo o el ritmo del trabajo anterior, que dejan sus huellas en el siguiente como el lodo en el zapato ensucia el piso. Y cada uno tiene sus demonios que lo persiguen sin tregua. Ahora bien, la parte más articulada y racional de la escritura sí que la oriento al cambio y la novedad.

Es imposible esquivar el fraseo o el ritmo del trabajo anterior, que dejan sus huellas en el siguiente como el lodo en el zapato ensucia el piso. Y cada uno tiene sus demonios que lo persiguen sin tregua

El caso es que no abundan los zorros en nuestra generación literaria…

Yo tampoco lo creo. Por ejemplo, si reviso las obras de Emiliano Monge o Fernanda Melchor, por citar dos autores a los que siento muy cercanos en edad e intereses, diría que sus poéticas recuerdan a las capas de una cebolla, lo que implica un tipo de búsqueda muy distinta a la mía (solo La fila india fue una novela más próxima a las suyas). Ocurre que me inquieta pensar que estoy trabajando en la misma línea que transitan otros, por mucho que me guste lo que hacen, y eso se debe a que temo que nos trasminemos, que al cruzarnos varios cazadores en una senda idéntica solo consigamos espantar a las respectivas bestias que andamos acechando. Mira, yo estudié en una escuela pública tan pequeña que el patio no permitía organizar un partido de fútbol, de modo que los alumnos nos inventamos un deporte absurdo que se llamaba kitball o «bote pateado». Era algo así como una versión del béisbol en la que se golpeabas la pelota con las piernas. Yo era un pésimo jugador, pero recuerdo un consejo que me dio el profesor de Educación Física: «Antonio, tienes que observar dónde están situados los del otro equipo y lanzar el balón allá donde no estén». La frase me ha servido mucho en mi tarea como escritor.

Tu última novela se presenta con una ironía: en realidad, La armada invencible del título nació vencida desde el principio. Entre otras razones, porque sus miembros se adhieren a un fenómeno, la música metal, desde una periferia geográfica y cultural tan lejana que hace imposible cualquier éxito.

Ellos representan la ambición contra toda evidencia. Con su deseo de ser estrellas del rock se están aferrando a un sueño que sería difícil de realizar incluso para el gringo promedio, y que resulta directamente irreal para unos fulanos de Guadalajara. Sin embargo, todos sabemos que las luchas más cruentas son aquellas en las que no está en juego nada, o muy poco. ¿Hay algún colectivo cuyos miembros se odien más entre sí que el de los poetas? En este sentido, la certeza del fracaso hace que mis personajes se involucren todavía más en la aventura de levantar una banda.

Debe quedar claro que la novela no utiliza el metal como mero intermediario para evocar otras realidades: quien busque una historia centrada en su mundo y su atmósfera, la encontrará. Sin embargo, durante su lectura no pude evitar que me vinieran a la cabeza múltiples ecos, nunca explícitos, del mundo literario: la pulsión creativa de estos jóvenes, la desdicha de haber llegado tarde a una disciplina que ya no importa demasiado a casi nadie (el heavy metal o la novela exigente no tienen hoy muchos más seguidores que la filatelia), el surgimiento de grupos generacionales, etc. ¿Es deliberado?

¡Es no ya deliberado, sino provocado! Y me divierte que lo comentes, porque en una lectura superficial nada de esto existe, no hay menciones a la literatura ni voluntad textual de establecer semejante paralelismo (de hecho, solo recuerdo una única mención a los escritores, y es desdeñosa)… Pero sí hay una posibilidad alegórica de la que fui consciente en todo momento, eso que Piglia llamaba «los ríos subterráneos» de los relatos que ofrecen una trama evidente y otra oculta. La verdad, yo no querría leer cuatrocientas páginas de intercambios o dilemas entre escritores, sería irrespirable. Me parecen más interesantes estos metaleros en decadencia, cuyas reflexiones entre nostálgicas y apocalípticas ofrecen además un vaso comunicante con cualquier actividad que represente el mundo entero para quien la practica mientras que no significa absolutamente nada para el resto de los mortales (al contrario de la política, que nos obliga a todos a posicionarnos en alguna medida). Una gran parte de la humanidad vive sin saber que la literatura existe mientras nosotros sentimos melancolía por una Edad de Oro Literaria que seguramente jamás se dio. Es la misma clase de melancolía que impregna a mis protagonistas en clave de heavy metal. También diré que el hecho de que la literatura reciba un trato general propio de los trastos o los cachivaches molestos no hace sino multiplicar mis ganas de seguir escribiéndola.

Las dinámicas propias de una banda, siempre tan viscerales y frágiles, están muy logradas en estas páginas. ¿Tú formaste parte de algún grupo en la adolescencia?

Nunca, y menos de metal. El género me gusta, pero mis orígenes están del lado del punk. Lo que ocurre es que escuché mucho rock en casa a través de mis hermanos. El fin de semana mandaba mi madre, que nos ponía música sinfónica a todo volumen, Beethoven y Tchaikovski. El resto del tiempo lo gobernaban ellos. Así, mi lejanía respecto de la música popular mexicana era absoluta; sabía que gustaba a mis vecinos y que la sintonizaban los conductores de autobús, sin que lograra aludirme para nada. En cambio, mis hermanos y sus amigos tenían auténticas asambleas en las que discutían sobre grupos o se intercambiaban discos. Más adelante sí que quise tener una banda punk, una estética que me parecía más productiva o, al menos, más rica gracias a sus connotaciones políticas. Pero la literatura empezó a estirarme demasiado, y el deseo jamás se cumplió. No obstante, la visceralidad del metal forma parte de mis recuerdos de aprendizaje: contribuyó a conformar mi cerebro, me acercó a ciertas estéticas contiguas a él, y consolidó en mi mente una especie de conexión reptiliana entre su sonido y ciertas velocidades o tonos propios de la literatura. Dicho esto, si opté por sumergir la novela en lo metalero fue porque, como le escuché hace poco a Rubem Fonseca, yo escribo para vivir otras vidas posibles. Además, dudo que un talibán del rock o el metal lograse escribir una gran novela sobre el tema; su entusiasmo solo sería secundariamente literario. Desde luego, las que conozco no me interesan.

Los protagonistas de La armada invencible son tipos de mediana edad que han ido sucumbiendo a lo que Cyril Conolly llamaba «los enemigos de la promesa»: el sueldo, el matrimonio, los hijos… Pero hay una sentencia que me interesa comentar: «Envejecer», afirma el narrador, «es dejar de ser el que vive y pasar a ser el que recuerda». A grandes rasgos, ¿no es una buena definición para la figura del escritor?

¡Definitivamente! La vida a través de los libros implica conocer y atravesar un montón de experiencias ajenas a tu propia vida… Pese a lo cual la vida sigue siendo otra cosa, aunque tratemos de cucharearla hacia la literatura. Siempre habrá algo que no está en los libros. Los rasgos físicos que abundan en mi novela están irremediablemente mediatizados por las ideas, porque el narrador trata de entender el mundo y, al contarlo, lo transforma. Hay una grieta entre experiencia y escritura. Por eso nadie logra ser un narrador de medianito para arriba sin acumular capas de lecturas que se vayan renovando. Fíjate que no dije «actualizando» (no soy un dentista que salta de congreso en congreso), antes lo compararía a un perro que va aprendiendo trucos nuevos. Todo esto no evita que los aspectos vitales sean valiosos en el oficio: si no, ¿qué haríamos con la propia experiencia acumulada precisamente como escritor? ¿Y con la observación de la realidad que nos rodea? Si con veinte años me hubiesen encerrado en una celda con una biblioteca gigante y una mesa de trabajo, probablemente habría sido narrador también, pero en absoluto del tipo que aspiro a ser: uno atento a la calle. En mis primeros pasos quizás era más libresco e intentaba evitar regionalismos y coloquialismos; en cambio, ahora ese es el lenguaje que me estimula. Desconfío del exceso libresco del mismo modo que me habría parecido contraproducente documentarme para La armada invencible leyendo doscientos ensayos y toneladas de hemeroteca. Por supuesto, el sonido de la calle precisa de una reformulación literaria para convertirse en novela, pero los personajes no necesitan compartir las preocupaciones ni las referencias culturales de un Claudio Magris para resultar vivos y complejos…

Es fácil sentir que la atmósfera de la novela es familiar al lector, porque no hay ciudad en el planeta que no cuente con un bar donde se reúnen los veinte metaleros de turno, siempre minoría pero siempre resistentes. Por esta razón entre otras, La armada invencible me pareció la novela más fácilmente extrapolable a cualquier contexto (latinoamericano o europeo) de las tuyas. Sin ir más lejos, Olinka resultaba más específicamente mexicana.

Olinka aborda ciertos usos naturalizados en la sociedad de Guadalajara. Ya sé que la gentrificación es un fenómeno mundial, ¡pero no en todas partes se hace a tiros y con escándalos financieros tan grotescos como los nuestros!, y menos aún en sociedades más institucionales. Recuerdo que hace unos años leía noticias sobre los casos de corrupción en España, y me parecían diminutos comparados con un exgobernador de Veracruz que se robó él solito el presupuesto completo del Gobierno para todo un año. El alcance de ciertas dinámicas en México es diferente, difícil de comprender fuera. También en América. Hace poco coincidí en una mesa con Leonardo Padura. Él habló de una de sus novelas, construida en torno a la investigación de un único asesinato. Lo comparé con La fila india, en la que se registran decenas de muertes a raíz de un solo suceso. Padura se sorprendió: «Eso en La Habana sería una hecatombe, paralizaría Cuba. ¡Allí no mueren diecinueve personas de golpe!». Pero La armada invencible requería de otra estrategia respecto del marco nacional. No se trataba de convertirla en un relato a-histórico, pero sí de evitar que la mención de la violencia se comiera todo el libro. La violencia en mi país es tan desmadrada que, si hubiese incluido una extorsión o un tiroteo, los demás conflictos enseguida parecerían minúsculos. Ahora bien, queda el lenguaje: un lenguaje totalmente mexicano.

De hecho, ese es el mayor logro de libro. Al estructurar la historia mediante entrevistas, el lector escucha variaciones perceptibles dentro de códigos culturales y generacionales compartidos, acentos de Guadalajara, inflexiones… El lenguaje común a todos los personajes no se quiebra, pero sí se modula en cada uno de ellos. Otros intentos recientes de polifonía en lengua española no me parecieron tan bien resueltos.

Aunque los discursos que forman el libro participan de los mismos campos semánticos, los individuos que los pronuncian son distintos. Era fundamental que se notasen las clases sociales, las edades… Bien pensado, la musicalidad del texto es aquí más esencial que nunca: no quería escribirlo con oído de artillero. Además, si desatiendes el factor lingüístico estás desperdiciando el uso de una herramienta tan delicada como es el cambio sucesivo de puntos de vista. Te confieso que el proceso fue un poco esquizofrénico, porque el primer borrador se lo dicté (improvisando su dramatización) a una de esas aplicaciones para smartphones que convierten automáticamente tu voz en texto. De este modo dispuse de un despliegue de frases volcadas por una máquina propensa al error en la puntuación o en la reproducción de numerosas palabras que no logra captar bien. Luego, trabajé sobre ese material durante tres años.

¡Dan ganas de ponerse pedante y teorizar acerca del vínculo entre tecnología y escritura creativa!

Yo también lo pensé. Se me ocurrió que muchos discos de heavy metal, en un gesto que tampoco se queda corto en pedantería, desgranan en sus libretos qué instrumentos o pedales utilizaron los músicos durante la grabación. Quizás podía hacer algo parecido e incluir una nota sobre los distintos softwares que utilicé. Pronto descarté la idea, por ridícula… ¡y porque temía que algún loquito de lo tecnológico me riñera por desconocer aplicaciones mejores o más recientes!

¿Te has preguntado cómo leerían este libro un trapero o un reguetonero? Más allá del género o la disciplina concretos, ¿crees que la creación y la recepción artísticas apasionadas perviven bajo esquemas reconocibles en las nuevas escenas culturales, o todo cambió de modo definitivo?

Para empezar, dudo que vayan a leer una novela. No porque sean menos inteligentes, sino porque sus códigos de consumo son otros. ¿Algún día habrá una literatura trapera o reguetonera? No lo creo, simplemente porque a sus integrantes no les interesa. Aunque igual me equivoco. Pero si me lo permites, prefiero voltear la pregunta hacia otro lado. Una de mis primeras lecturas clave en la juventud fue Boris Vian, cuya pasión por el jazz se nota en cada aspecto de su estética: juguetona, experimental, poco dada al formalismo sofocante, libre, desbordante de registros. Pues bien, a mí el jazz me cuesta horrores, no entro en él. Eso no fue ningún obstáculo para aprender en Vian muchas cosas sobre la musicalidad trasladada a la literatura. Me pasa algo parecido con el modo en que Cabrera Infante maneja el bolero o el son cubano, ritmos totalmente ajenos a mí (si acaso, los identifico con la Feria del Libro de Guadalajara, porque allí se los utiliza casi como himnos oficiales, no paran de sonar durante días). Por lo tanto, quiero pensar que se puede disfrutar este tipo de juego artístico con independencia de que te guste el metal o no, de que seas joven o no. Eso sí, el único testimonio del que dispongo para calibrar una respuesta más precisa es el correo electrónico de un veinteañero que se dirigió a mí identificándose como aficionado a las músicas urbanas. El hombre se había sentido ofendido con La armada invencible porque los personajes aluden con desprecio a un tipo que el lector puede identificar como reguetonero, aunque esto no se aclara explícitamente. No sé por qué se molestó tanto: Kurt Vonnegut hablaba desdeñosamente del rock y a mí sus libros siguen encantándome.

Si con veinte años me hubiesen encerrado en una celda con una biblioteca gigante y una mesa de trabajo, probablemente habría sido narrador también, pero en absoluto del tipo que aspiro a ser: uno atento a la calle

También despotricaba Sinatra, como demuestra la cita que encabeza tu libro: «[El rock] es la más brutal, fea, desesperada y degradada forma de expresión que he tenido la mala fortuna de oír».

Por cierto, una frase que condensa muy bien lo que piensa del metal quienes no conocen el género: lo ven como ruido y gritos.

En todo caso, ¿te interesa el asunto de las generaciones?

Digamos que es un tema inesquivable. En la novela, los padres son percibidos como un incordio. Los protagonistas se quejan constantemente de ellos. La paradoja es que acto seguido critican también a quienes son más jóvenes… ¡Igual que hacen sus padres! Esta trampa resume el problema de la desconexión intergeneracional, muy presente a lo largo del relato.

Para acabar, querría saber cuál es tu relación con la crítica literaria. En La vaga ambición lanzabas algunas puyas muy divertidas, ¡que a mí me parecieron pocas, teniendo en cuenta todo cuanto podría parodiarse de nosotros los críticos!

No creas: bromas aparte, me gusta mucho leer las notas sobre mis libros y los de otros. Y a mí casi siempre me han tratado bien, de ningún modo puedo quejarme, salvo quizás en un aspecto: al no practicar un experimentalismo obvio ni utilizar terminología vanguardista, a veces siento que hay quien me atribuye un desinterés por la naturaleza profunda de lo literario, una falta de reflexión en torno a ella.

Pues a mí tu narrativa me parece muy consciente de su naturaleza, muy elaborada a partir de preguntas estructurales o estilísticas. Otra cosa es que no cristalicen en pasajes teóricos ni en fórmulas llamativas.

Claro, es que estructura y estilo son dos ejes a los que presto la mayor atención. Con todo, no me importaría que estos esfuerzos pasasen desapercibidos a la crítica si no fuera porque, a fuerza de obviarlos, al final percibo que no se está hablando exactamente de mi libro o de mi trabajo, que algo fundamental se escabulle del análisis. Pero bueno: no pasa nada. El juego sigue.

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